Editorial Páginas de Espuma. 171 páginas. 1ª edición de 2020.
Conocí en persona a Marcelo Luján (Buenos Aires, 1973) en septiembre de 2012. La bloguera y escritora Goizeder Lamariano nos pidió a los dos que le presentáramos su colección de relatos Cuentos pacientes. Ésta fue la primera vez que yo presentaba en una librería el libro de alguien, una situación que me generó una pequeña tensión. Luján tenía ya, por entonces, unas inmensas tablas en esta clase de lides. Creo que fue poco después, cuando Luján me invitó a participar en los Diablos azules en unos eventos que él organizaba sobre el mundo del cuento. El escritor invitado leía uno de sus cuentos, proponía una frase, los participantes escribían una historia, y el escritor invitado debía seleccionar a un ganador. Luego he coincidido con Marcelo Luján en más de una presentación o encuentro literario en Madrid, ciudad en la que vive desde 2001.
Cuando yo hacía reseñas para la revista Eñe, hace un lustro, acabé abrumado de la cantidad de libros que me querían mandar o que me mandaban, me enviaron a casa sin yo solicitarlo Subsuelo, novela con la que Luján ganó el prestigioso premio Dashiell Hammett. No leí en su momento esa novela, que aún descansa en mis estanterías, pero sin embargo me apeteció leer La claridad, porque poco después de quedar este libro ganador del bienal premio Ribera del Duero, empecé a leer comentarios sobre él. No la momento y aún descansa en mis estanterías. Este premio se ha convocado seis veces y ya había leído a los ganadores de dos de las convocatorias anteriores: El final del amor de Marcos Giralt Torrente (II) y La vaga ambición de Antonio Ortuño (V). Dos grandes libros de relatos.
Marcelo Luján ha ganado este prestigioso premio con un conjunto de, en principio cinco cuentos, a los que en el proceso de edición se unió un sexto.
Treinta monedas de carne es el título del primer relato, de una extensión cercana a las treinta páginas. «Puede que haya sido la belleza.» es su primera frase. Desde esta primera línea nos encontramos ya aquí con un narrador que, aunque juega a no conocer del todo los motivos de los personajes, sí que es plenamente consciente de las consecuencias de sus actos. Dos chicas, una española y otra noruega, que no parecen tenerse mucha confianza, y que de hecho se conocen desde hace muy poco tiempo, pasean por un valle en bicicleta. La toma de una bifurcación equivocada hará que pierdan el camino de vuelta al camping en el que están pasando unos días con sus parejas. Marta, la chica española, cada vez se muestra más molesta y resentida contra Astrid, la noruega. «Marta tomará la peor decisión de todas. Acaso la peor de todas las posibles.» (pág. 20), con frases como éstas el narrador le va adelantando constantemente información al lector, generando en él el deseo continuo de querer adelantar páginas para conocer la resolución de la historia.
Podríamos apuntar que la construcción clásica de relatos en el siglo XX sigue las premisas de la teoría del iceberg de Ernest Hemingway, cuando decía aquello de «lo más importante de un relato no es lo cuenta sino lo que no cuenta.». Así se construyen, en gran medida, muchas de las historias de Raymond Carver. En el mundo ficcional creado por Marcelo Luján en La claridad, el lector siente, como en un buen relato clásico, que la narración a la que accede esconde muchos recovecos no contados de los personajes, pero la fuerza del relato, más que estar basada en este juego entre lo contado y lo no contado, está cimentada sobre la idea de contención de la información dada al lector y la sensación de inminente desastre. El lector sabe que algo terrible les va a ocurrir a estas dos chicas y esa idea de fatalidad, de conjunción entre azar y destino inevitable, impone un ritmo muy tenso a la narración.
Pese a que las escenas de este relato son realistas, y hablan de los deseos oscuros de las personas, de las maldades a las que se puede llegar bajo determinadas circunstancias traumáticas, también el relato tiene un punto de fuga que podría ser no realista, una pequeña ventana abierta al género fantástico.
Treinta monedas de carne es un gran relato, una trabajada pieza de orfebrería narrativa que constituye un gran pórtico para el estupendo libro que va a ser La claridad.
En Una mala luna el protagonista del relato será también su narrador y, por tanto, Luján ya cambia el estilo narrativo frente al del primero, aunque aquí la historia es narrada desde el futuro y, por tanto, el narrador y protagonista también va adelantando información al lector, generándole inquietud y deseo de conocimiento. Una noche, cuando el narrador es un niño, se despierta y ve a su hermana de pie mirando la pared de la habitación. Ésta es una escena inicial bastante turbadora. De hecho, Una mala luna puede ser leído perfectamente como un cuento de terror, y de nuevo tiene un ligero toque fantástico; un toque fantástico muy del gusto de Henry James, puesto que el lector puede pensar que algún personaje está creyendo sentir o ver lo que no existe, o bien ese personaje está en contacto con alguna fuerza sobrenatural. El hermano pequeño nos hablará del proceso de transformación de su hermana mayor: «Ese año, el último del colegio, empezó a cambiar para siempre. Aunque no sabría decir en qué momento. Solo empezó a cambiar. Era como si se estuviese transformando en otra persona, a veces introvertida, siempre llena de oscuridad.» (pág. 50)
Esplendida noche parece un relato escrito a la par que Treinta monedas de carne, puesto que su narrador parece el mismo que el de este primer relato, o al menos el juego narrativo al que apela Luján es el mismo; el de adelantar información sobre un desenlace fatal e inevitable. Además, en Espléndida noche se habla también de un valle, un pantano y un camping, que parecen remitirnos directamente al escenario de la primera composición. Diría que en esta tercera pieza, sobre un camionero que tiene que transportar por la noche pollos, mientras su mujer a dar a luz, pese a comenzar con alguna característica de relato social sobre trabajadores de la carretera –al estilo de En el kilómetro 400 de Ignacio Aldecoa– pronto se desliza hacia las premisas del relato neofantástico que se practica en la actualidad en Argentina. Un relato que, sin ser abiertamente fantástico, contiene elementos extraños, como por ejemplo que aparecen en ellos personajes peculiares que no actúan cómo se espera de ellos. En Espléndida noche, por ejemplo, nuestro camionero se sentirá molesto porque al conducir siente que le suben hormigas por las piernas, que llegarán a morderle, pero al detener el camión y revisar sus bajos no encuentra a ninguno de estos insectos.
El vínculo está emparentado con Una mala luna de una doble forma: el narrador vuelve a ser uno de sus protagonistas, que cuenta la historia desde el futuro, y porque directamente aparecen personajes de ese cuento en este otro, once o doce años más tarde. De nuevo, tenemos aquí otro relato sobre la fatalidad, lo inevitable, la violencia y lo siniestro. Y de nuevo la narración bordea, o más bien se adentra, en el terreno del relato fantástico.
En La chica de la banda de folk Luján vuelve a usar un narrador en tercera persona, que también tiene más información que los personajes sobre lo que va a ocurrir, pero me parece que su vinculación con los anteriores cuentos impares no es tan fuerte en este caso. De hecho, la narración deja la actualidad (con móviles y GPS) para viajar a la Galicia de 1977 y contarnos, aquí sí directamente, una historia de fantasmas. Pero, de nuevo, al estilo de Henry James, ya que tal vez sea una historia de locura y no de fantasmas.
La primera versión del sexto relato, Más oscuro que tu luz, ganó el premio Villa de Mazarrón – Antonio Segado del Olmo. En él una adolescente, que ha perdido a su madre recientemente, tiene alguna experiencia desagradable con la hermana gemela de ésta. De nuevo, un cuento que se mueve en la ambigüedad planteada por Henry James, un cuento de locura o de fantasmas, un cuento solvente, pero para mí de una calidad un poquito inferior a los anteriores, que eran realmente muy buenos.
El lenguaje de los relatos está medido y normalmente organizado en frases cortas. Más que buscar la belleza formal, el juego metafórico, Luján ha trabajado su contundencia y su precisión, para organizar, como un ingeniero del relato, el contundente juego entre la información contenida y la narrada, verdadero motor compositivo de este libro. Como la mayoría de los narradores son jóvenes, o bien el narrador omnisciente cede su voz a la de los personajes, Luján hace uso de un registro oral del lenguaje muy medido. En cualquier caso debemos apuntar que Luján elige usar un registro de joven español y no argentino. Esto me ha resultado curioso, porque en la novela La línea del frente de Aixa de la Cruz había un personaje argentino y De la Cruz le pidió ayuda a Luján para no cometer errores con el lenguaje bonaerense de este personaje. Imagino que Luján, que reside en España desde 2001, no habrá necesitado ayuda de nadie para crear este lenguaje.
La claridad es un conjunto de seis cuentos de un gran nivel. Los que más me han gustado han sido los cuatro primeros, y esa sensación de estar trabajados a pares. De entre el primero y el tercero me quedo con el primero, y entre el segundo y el cuarto su calidad me parece bastante pareja. La claridad es un libro desasosegante, tenso, maduro, que hará las delicias de cualquier aficionado al cuento, o simplemente a la buena literatura. Creo que ya ha llegado el momento para que lea Subsuelo.
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