Vengo pensando, de un tiempo a esta parte, que la maldad, en poesía, está sobrevalorada. Lo canalla, lo viscoso, lo anecdótico, el desplante, el ajuste de cuentas. Probable herencia del rock, del pop, de los grandes adalides de la canción de autor, de las series de Netflix, abundan los poetas de corte sentencioso que cierran los poemas como tratando de demostrar que son tipos duros, de vuelta de todo, que han conocido los recovecos del amor y, desengañados, escriben poemas como quien mea en el hondo callejón. Los editores suelen premiarlos. En un mundo donde se lee y sobre todo, se relee poco, saben ofrecer al público el espejo, aunque tosco, donde pueda verse reflejado. Está bien.
En todo caso, yo suelo fijarme en los otros. En los que habiendo vivido tanto o más que aquéllos, conciben la poesía como lugar de belleza, de mejora, de perdón y de consuelo, de comprensión, de trascendencia y de pregunta. Quizá porque conocen la oscuridad a fondo, tratan de convertir la palabra poética en un lugar esencialmente luminoso, sin rehuir la herida, la tristeza, pero abriéndolas a la luz, sabiendo que la condición de estar aquí nos hermana a todos, y que, como suele decirse, si el sufrimiento es personal, el dolor, adecuadamente articulado, es arte, es literatura, y es universal.
Javier Gilabert (Granada, 1973) y Fernando Jaén (Granada, 1975), son poetas que en su obra individual han frecuentado el territorio del que recién hablábamos. Gilabert lo hizo, entre otros lugares, en En los estantes (Esdrújula), un noble poemario con olor a madera trabajada y a árbol, y Jaén, también entre otros, en Las reparaciones (Esdrújula).
Lo que nos presentan ahora, Bajo el signo del cazador, es un ejercicio inhabitual, un libro escrito a cuatro manos, donde si bien es posible advertir la presencia de la voz personal de cada uno de ellos (la cadencia métrica de Gilabert, el verso libre, blanco de Jaén), el resultado es un poemario perfectamente ensamblado y que revela un cuidadoso amor por los detalles.
Los antiguos, grosso modo, denominaban catábasis a todo viaje, travesía, descenso geográfico o personal que implicara, tras su consumación, un reconocimiento, una purificación, un renacimiento, una trascendencia. La diáspora, como decíamos, puede ser interior, exterior o ambas a la vez. La literatura y el arte nos ofrecen numerosos ejemplos, desde la Comedia dantesca al periplo ballenero de Moby Dick, sin olvidar la paradigmática bajada al inframundo de Ulises en el Canto XI de la Odisea.
Si en imaginario nórdico, germánico, esta travesía solía realizarse a través del bosque profundo y tenebroso, en el ámbito mediterráneo el marco del viaje lo constituyen el desierto, lo pedregoso, lo polvoriento y lo ralo, supervisado todo por un sol cegador, de justicia. No por azar el gran poeta judío Edmnond Jabès, nacido en Alejandría, tituló sus obras completas El umbral y la arena.
En el poemario que ahora nos ocupa también hay un umbral, a modo de proemio, que nos prepara para la travesía del desierto que constituye su núcleo, su almendra. En él ya nos advierten: susurra (la tristeza) en mis oídos las palabras, / resbalan por la sien al corazón.
¡Qué bien elegida la cita que encabeza Desierto! Valente, y esa música seca y esencial que desprenden esos versos que tantos nos hemos repetido de memoria miles de veces: Cruzo un desierto y su secreta / desolación sin nombre.
Bien, ya estamos en el desierto. Nos aguardan veintinueve poemas que configurarán otras tantas etapas hasta hallar al final una puerta, una salida, un descanso, una estación final.
Estos veintinueve hitos abarcan desde la pequeña estrofa apenas apuntada, breve jirón de ropa o nube que pasa ante los ojos, Tuve tan solo un sueño / y me ha sobrado noche (El sueño), hasta primorosos ejercicios que el homo viator protagonista caligrafía de noche, contemplando las estrellas, en un momento de descanso: Junto a un pequeño fuego / contemplo en las maderas su pasado / de lanza, / empalizada / y flauta, / de las que solo quedan hoy rescoldos. / […] Orión me despedazará mañana.
Orión, que las fuentes clásicas identifican con el gigantesco cazador armado de una maza, y que sufrió de amores con Mérope, ha dado nombre a una de las más célebres constelaciones. Lo acompaña en el cielo Sirio, su perro, que da nombre asimismo a la estrella más fulgurante de la bóveda celeste, y que tuvo un papel primordial en la cosmología y economía egipcias: su aparición marcaba el ciclo de las fértiles inundaciones del Nilo.
Así pues, ya queda claro que ni el título del poemario, ni la aparición del gigante Orión en los poemas es un recurso retórico o gratuito de los autores. Orión, cegado por los celos de Enopión, atraviesa un desierto con la esperanza, al final del camino, de recuperar la vista. Bajo su signo estelar y nocturno, Gilabert y Jaén, y la voz poética que articulan y comparten, también cegados, viajan en pos de la luz, la comprensión y el descanso. Despojado de la visión, el sentido primordial del vate, el poeta, el adivino, deberán echar mano del resto de sentidos para que coadyuven a salir con bien del inhóspito paso. Y entonces brota lo sensorial: La vida siempre busca guardar su privilegio, / acariciar el lomo del cielo con su luz / y beber en los pozos ocultos en las piedras (Prueba de vida). Pero también: El cuenco de la lluvia son mis manos / vacías tanto tiempo, extendidas (Barro). O: Escucho a los insectos devorar / la carne. / Hablo solo y lo que digo / se convierte en ceniza nada más / salir de mi garganta (Visiones). Y aún: La rama seca es bastón y lanza. / Martillo y cuchara esta quijada. / Una hueca raíz es cuenco y vaso ( Herramientas).
Tras tanta luz, inmensa, abrasadora: (…) mis córneas adoptan el aspecto / de la escamada piel de la serpiente (Luz), tras haber convivido con el reptil, el insecto, el matorral, la ruina, el polvo, el viento, nos vamos acercando a las etapas finales del viaje.
La última parte, que lleva el mismo título que el poemario, revelan que la luz, como en el Purgatorio y el Paraíso de Dante, va suavizándose, matizándose en tonalidades reposadas y glaucas, como la llamarada del sol contemplada a través de una ventana emplomada.
Incluso la caprichosa esperanza asoma la punta de su pie: Somos así, nos aferramos fuerte / igual que el árbol hace lo posible / por resistir erguido, vivo, fijo (Esperanza), cantan los poetas de modo firme y ejemplar.
Y así la salida, el exitus de esta experiencia, de esta lección de vida, de este duelo, de este camino, de este aprendizaje, aunque, como el convaleciente aún renqueante, no las tenga todas consigo, y sus palabras estén aún teñidas de melancolía y fiebre: Abandono este ingrato y cruel desierto / después de haber leído bajo el cielo / el discurso vibrante de la arena, / el antiguo rumor que hiende el aire (Exitus).
Con la esperanza, pese al precio pagado, de haber atisbado o comprendido algo acerca de uno mismo, el desamor y el abandono, acerca de la voz poética perdida y otra vez recobrada.
Bajo el signo del cazador.
Javier Gilabert / Fernando Jaén.
Olé Libros, 20
Comentarios sin respuestas