Patria pequeña y fugaz.
El Último de la Fila
En su elegía Pan y Vino (Brod und Weind), escrita en el invierno de 1800, el poeta suabo Friedrich Hölderlin formulaba su célebre pregunta: ¿Para qué poetas en tiempos de miseria? Posteriormente, en Aclaraciones a la poesía de Hölderlin, su nada inocuo intento de regermanizar su poesía, Martin Heidegger afirma que el tiempo es de penuria y por eso especialmente rico su poeta, tan rico que […] ya sólo querría quedarse paralizado y dormir en ese aparente vacío. Pero se mantiene firmemente en pie en la nada de esa noche.
Hace escasas semanas, quedé con el músico y fotógrafo Dani Álvarez para realizar la fotografía que acompañará mi próximo libro. Cuando me pidió que buscara un sitio especialmente significativo para mí, para mi poesía, lo emplacé sin dudarlo en el Parque del Laberinto de Horta. Antes de encontrarnos, aún tuve tiempo de sentarme en un banco
a la salida del metro para contemplar largamente los escenarios por donde transcurrieron buena parte de mi infancia y adolescencia. La mole del castillo del que fuera mi colegio seguía ahí, velando las aulas, pasadizos, capillas, refectorios, bibliotecas donde el niño que fui se despidió una mañana de su padre y de su hermana para aprender a dibujar los
nombres de la luna y el sol. En Navidad, cuando asistíamos a la Misa del Gallo, la noche afuera se caía de estrellas, y en ese pequeño mundo tan parecido al que describe Joyce en sus relatos, me sentía protegido, acompañado y feliz. Desde las ventanas del aula, asistimos a la profunda remodelación del entorno propiciada por los Juegos Olímpicos, la llegada de los cinturones de circunvalación, las rondas, el asfaltado de los antiguos caminos, la desaparición de los barrancos, el nacimiento del Velódromo.
Lo único que permaneció inalterado en esta pequeña patria, fueron las magníficas instalaciones del Parque del Laberinto. Mientras ascendemos las escaleras que conducen a las puertas del parque, voy comentando con Dani el porqué de la elección de tal lugar como escenario para las fotografías. Le comento que durante muchos, muchos años, el parque permaneció cerrado al público, pero que a los niños y maestros del colegio de enfrente se nos permitía la entrada algunas tardes para practicar dibujo al aire libre. Más tarde, al final de la adolescencia, me aficioné a visitarlo al mediodía, cuando apenas lo visitaba nadie. En ese banco, le señalo, me sentaba muchas veces para observar los árboles y escuchar el canto los pájaros. Me acompañaban lecturas tremendas, como corresponden a un adolescente desubicado que intuye en la poesía y la literatura un camino a seguir. Junto a Ibsen, Schopenhauer, Nietzsche y especialmente Baudelaire pasé muchas tardes de quietud o recorriendo los senderos de grava que atraviesan el parque. Recuerdo perfectamente el inmóvil escorzo de las estatuas, el martilleo sincopado de un pájaro en la corteza de un árbol, el bogar de un cisne en el canal de aguas negras y quietas, el reflejo del sol en el estanque, las nubes blancas transportadas por un soplo que parecía llegado de Grecia o de Francia. Nunca como entonces creí más pertinente el verso lapidario de Pere Gimferrer: Qué frágil era entonces, y por qué.
El gran estanque que protegen las robustas columnas de una especie de templo, está vacío. Una bomba hidráulica drena la arena, el limo, las hojas muertas que permanecen en el fondo antes de volver a llenar la alberca con agua limpia, renovada donde puedan moverse a su antojo los fugitivos peces rojos del fondo. Con yemas atentas resigo la porosa columna donde hace casi treinta años inscribí con punta fina dos iniciales y una fecha. No las encuentro, sepultadas en el palimpsesto de nuevas generaciones de iniciales, corazones, flechas y promesas.
En la fuente de la cascada, hacemos nuevas fotos aprovechando la luz glauca de una tarde que empieza a declinar. Hundo mis manos en el agua, mientras un petirrojo hace su aparición con el mandil al pecho manchado de naranjas. Tras la inspección, pega un saltito y se marcha a continuar su tarea de menestral de las maderas. Antes de irnos echamos unas fotos, yo apoyado sobre un busto sin cabeza. A lo lejos, el viento hace oscilar las balizas suspendidas en el tendido eléctrico, provocando el susurro de unos labios remotos. Dani desciende apresurado las escaleras del metro camino a las obligaciones que ya le reclaman. Yo marcho lentamente por los senderos que me alejan de esta pequeña patria íntima y vencida a la que no sé si volveré. Porque lo que perdura lo fundan los poetas (otra vez Hölderlin), y está bien que así sea para los que en la medida de sus posibilidades continúan la tarea. Y que esta sea siempre, por encima de todo, una tarea de paz.
Friedrich Hölderlin, Las grandes elegías (trad. Jenaro Talens). Ed. Hiperión, 1980.
Martin Heidegger, Aclaraciones a la poesía de Hölderlin (trad. Helena Cortés y Arturo Leyte). Alianza Editorial, 2005.
Pere Gimferrer, Arde el mar. Ed. Cátedra, 1994.
James Joyce, Dublinesos (trad. Joaquim Mallafré). Ed. Proa, 1988.
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