Mi padre se llamaba Rafael. Sus cenizas reposan acompañadas de los suyos en el pequeño, pulcro e íntimo cementerio de su pueblo, Castillo de Locubín, Jaén, a escasos 50 km. de Granada. Mi padre, uno de mis tíos y un primo hermano se llamaron o se llaman Rafael. Alto, sonoro y significativo, como el nombre con que Alonso Quijano bautiza al flaco y pensativo Rocinante, Rafael fue siempre un nombre anclado en la memoria familiar, en esa parte de la memoria sepultada, en nuestro caso, por la otra más urgente, inmediata, del día a día transcurrida a lomos de una gran ciudad llena de vértigos, precipicios, soledades e iluminaciones. Pero la memoria hace su trabajo en la sombra, acaba abriendo su cauce cuando conectamos con el origen, con lo que nos hizo posible, con lo que nos conduce, cada madrugada, a tratar de disponer palabras sobre un cuaderno que den voz a los manantiales subterráneos de la dicha, de la resignación, de la bondad o del cansancio. Rafael, «las cuerdas de cuyo corazón son un laúd», reza El Corán, «tiene la voz más dulce de todas las criaturas de Dios». Rafael es el ángel de la medicina y de la música. Edgar Allan Poe, que no era sordo precisamente para la música del verso, le dedicó un maravilloso poema titulado Israfel. Rafael es un nombre importante para mí, para mi familia, para la poesía.
Hace unos años, una tarde de invierno, me acerqué a la mítica librería Taifa, situada en el corazón barcelonés de Gracia. Rebuscando entre los anaqueles de la habitación del fondo, fui a dar con la antigua edición de un libro de Pre-Textos que llevaba por título Los estados transparentes, y cuyo autor, rezaba la portada, era Rafael Guillén. Desconocía al autor tanto como al libro. Disculpen mi ignorancia. Lo importante del hecho era que tanto el título como el nombre del autor, probablemente por lo que hemos comentado anteriormente, despertaron hondas resonancias en mí. Sentí que aquel iba a ser un libro importante para mí, para el aprendizaje de mi oficio, para el lector que soy, para la persona que me gustaría ser. Así fue. ¡Qué poco, sepultados por los links, por los suplementos y las recomendaciones a menudo interesadas y torticeras, confiamos ya, en esto de la cultura, en los hallazgos felices, fortuitos, fruto de la intuición, de la resonancia y del instinto!
Los meses siguientes los pasé leyendo y releyendo las inagotables páginas serenas que configuran el poemario. Disfrutando y admirando el oficio del maestro, de su decir seco, preciso, de la sabia combinación entre un lenguaje realista, desnudo, con el exotismo de algunas de sus estampas; del alto vuelo de una lírica anclada a menudo en la memoria sumado a una capacidad extraordinaria para la descripción del detalle, para convertir al paisaje en un escenario moral. Gran poesía. Libro de aquellos, pocos, que al cerrarlo uno piensa: Es esto. Así me gustaría escribir si pudiera o supiera.
Pasaron unos años. Transcurrieron veranos, primaveras e inviernos, como dicen las fábulas. Se estrecharon mis lazos con Granada. Tuve ocasión de presentar allí mis dos primeros poemarios. Tejí complicidades. Regresé de madrugada a las pensiones que me albergaban dando tumbos por las callejas iluminadas por pálidos faroles, envueltas en un silencio denso, apenas roto por el quejido, por el murmullo de una fuente.
A veces, desde el balcón de la pensión, echando el último pitillo, trataba de situar la mirada en dirección al pueblo de mi padre, a esas horas en que los olivares se curvan magnetizados como el lomo de un gato.
En una cafetería de Bib-Rambla escribí el poema que merecida o inmerecidamente, que generosamente Javier Gilabert, Fernando Jaén, Juan Carlos Friebe, Juan José Castro Martín y Gerardo Rodríguez Salas me invitaron a incluir en esta hermosa antología en homenaje a un gran poeta, indiscutiblemente uno de los grandes, Rafael Guillén.
Hace unas fechas, tras recibirla en casa y pasar buena parte de la tarde leyéndola, salí a pasear, como me suele ocurrir cuando leo algo cuya belleza me alcanza. Resonaban en mi cabeza los versos, los nombres de algunos amigos que forman parte del índice de la antología, los nombres de otros entre los más señeros de la poesía española contemporánea. Sentía una extraña mezcla de orgullo, humildad y agradecimiento.
Al contemplar la luz de un semáforo en verde, sentí que una densa lágrima nublaba mi mirada.
Era la moneda transparente que a veces nos regala el corazón tras el trabajo bien hecho.
Para decir amor sencillamente. Homenaje a Rafael Guillén. AAVV.
Edición y selección de Juan José Castro Martín, Javier Gilabert, Fernando Jaén y Gerardo Rodríguez Salas.
Prólogo de Juan Carlos Friebe.
Ediciones de la Diputación Provincial de Granada, 2021.
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