No sé para qué sirve la poesía. Es más, sospecho que es perfectamente inútil. Pero para mí es imprescindible. Y me alegra comprobar que para Xavier Rodríguez Ruera también lo es. Aunque en su poema “Art poétique” la reduzca, finalmente, después de pasar de ser un “acta notarial” y un “acto de conciencia”, a acabar siendo un simple trámite burocrático nada heroico sino todo lo contrario (“un triste, inesperado, levantamiento de cadáver”), sus propios poemas desmienten estos versos aparentemente pesimistas. De una manera ligera, sin ningún exceso, sin ofender ni al olfato más fino, como el mejor y más suave de los perfumes, todo este libro se ve atravesado por un verdadero amor a la poesía. Y digo “amor” con plena intencionalidad. Porque a la poesía se la ama o se la odia, o las dos cosas a un tiempo, pero no te deja indiferente, o no debería dejarte indiferente.
El amor a la poesía se puede manifestar de muchas maneras. Pero lo mejor es cuando se grita bien bajito. Sin pretensiones. Sin querer imponer nuestra voz por encima de los millones de voces del mundo. Este es el caso de Xavier Rodríguez Ruera. Me fijo en la firmeza de los cimientos, que contrastan con la sutileza de la cubierta, y pienso: “Sí, este poema está muy bien construido”. Con mucho mimo, con mucho cuidado, como se construyen las cosas que uno cree importantes, las cosas destinadas a perdurar todo lo posible (y si pudiera ser, si pudiera ser… para siempre).
Hay poetas descuidados (buenos poetas, quiero decir). Y a veces hay grandes poemas hechos con premura, con desinterés, incluso, de una manera inesperada y casi involuntaria. Y hay poemas heridos desde el principio por propia indiferencia de su autor. Pero eso no deja de ser, pese a todo, una muestra de amor por la poesía. De amor desesperado, de amor en crisis, de amor en el abismo de una ruptura imposible con la poesía. Y luego hay poetas tranquilos, cautos, meticulosos. Poetas muy pacientes y responsables que antes de poner un sustantivo calculan muy bien el peso que van a tener que cargar sus estrofas. Y se lo piensan mucho, muchísimo, antes de ceder a la tentación de poner un adjetivo, porque todo lo que es superfluo es pesado, y hay remates ornamentales que pueden hundir la bóveda de un poema que parecía bien sólido.
El resultado de un buen trabajo es, si hay talento y suerte, un buen poema. Y el buen poeta es ingeniero y arquitecto, y sabe cuándo ser una cosa, y cuándo ser la otra. Por eso me gustan especialmente los poemas cortos de Xavier Rodríguez Ruera. Porque no se puede decir más con menos. Porque no se puede llegar más alto con un muro tan fino. Y estos poemas, además de bien construidos, son muy hermosos. Y ahí se ve el amor a la poesía. El amor a la poesía que como una brisa muy suave se levanta en la primera hoja y ya no desaparece hasta la última.
Da gusto leer libros así. Parece fácil, se lee fácil, pero de fácil no tiene nada. Hay que tener muchos intentos detrás, muchos castillos y palacios que se quedaron en simples montones de piedras, para poder hacer un libro tan aparentemente modesto y tan inmenso.
Créditos: La fotografía que ilustra el artículo es de Rita Rodríguez y ha sido extraída de su bitácora http://www.blogerre.com/
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