Supe de la existencia de Paul Valéry a mediados de los noventa. Tendría yo unos diecinueve o veinte años, y corría por ahí, por las mesas de los bares y las cafeterías una edición de «El cementerio marino», de Alianza Editorial, en traducción de Jorge Guillén.
El poema, sin el texto en la lengua original, me produjo cierta indiferencia, la sensación, tan propia de esa edad de descubrimientos y aprendizajes, de visita obligada a un lugar reverenciado.
Poco después, cuando los quioscos de las Ramblas todavía exhibían entre los periódicos y revistas una respetable cantidad de libros, di con un raro librito de traducciones del poeta y novelista catalán Xavier Benguerel. Entre diversas adaptaciones de «El cuervo» de Poe y otras que no recuerdo, estaban casi íntegras, con su original francés, las estrofas del poema de Valéry. Y ahí sí que me ganó, creo que para siempre.
Cuentan los mitos que Orfeo, músico tracio, estaba dotado de tal poder de persuasión, que daba vida a las piedras y a los árboles, amansaba las fieras con los sones de su lira y la naturaleza entera yacía fascinada a sus pies cuando tenía a bien relajarse tocando unas cancioncillas.
De poco o nada le sirvieron sus poderes una vez que su prometida Eurídice, por un imperdonable error cometido al rescatarla del infierno, fue para siempre tragada por los dioses del fondo.
Tras una larga temporada de amargas quejas y suponemos que sentidas baladas, su otrora aliada naturaleza le dio la espalda y, caído en desgracia y aminorado sensiblemente su poder, fue despedazado por una troupe de furiosas bacantes que lo sorprendieron en despoblado.
Mito o mitema, su nombre ha quedado asociado de forma paradigmática al del poeta-músico capaz de influir en el curso natural de los acontecimientos en virtud de la magia de su arte.
Paul Valéry (Sète, 1871-París, 1945), por su parte, ha sido y es considerado como uno de los máximos representantes de la denominada «poesía pura», cerebral, depurada y exigente.
Nunca negó que fue su maestro Mallarmé quien le iniciara en los misterios del cincelado infatigable del verso, como hiciera él en su momento con las excrecencias declamatorias y tardorrománticas de Baudelaire y Hugo.
Con una vuelta más de alambique, Valéry embotella su licor fuerte y transparente en las veinticuatro estrofas que componen su Cementerio.
Hijo de italiana, y nacido él mismo bajo la luz racheada por el mistral de la Provenza, jamás ocultó su querencia por el barroco español y en general por todo lo meridional, que combinado con su férrea voluntad de análisis, constituyen la indudable riqueza del poemario.
Quizá sea en ese elemento de contraste entre la pulsión cartesiana hacia el orden, la claridad y lo autoevidente, y la volandera sensualidad sin contornos ni límites precisos lo que Valéry trata de encajar en la sillería viva de sus estrofas.
Valéry efectúa en «El cementerio» un recorrido y descenso -catábasis- por el ciclo completo del pensamiento, estructurado en veinticuatro estrofas que no sería demasiado difícil asimilar a las horas del día.
Veinticuatro momentos en que el pensar se adentra y se despoja, se autoexamina y se analiza con impecable e implacable cadencia.
Ávido lector de filosofía, y filósofo él mismo, a su manera, son evidentes en el poema no únicamente las referencias a los eleáticos y sus aporías («Zenón! Cruel Zenón! Zenón de Elea!», XXI), sino a filósofos y corrientes de pensamiento que en su época se disputaban la hegemonía y marcaron su evolución, y que Valéry recoge con sabia mano de orfebre: del irracionalismo fluyente de Bergson («Entre lo hueco y el suceso puro/ aguardo el eco de mi estatura interna», VIII), a la reducción fenomenológica de Husserl… («El alma expuesta a fuegos solsticiales/ te sostengo, admirable justicia/ de esta luz con armas sin piedad», VII).
El día solar, el mediodía pleno, el ojo fijo del astro como monarca absoluto de la luz, del contraste, de la energía, de la sombra y la alucinación («¡Mírate, pues! Mas devolver la luz/ supone una lúgubre mitad de sombra», VII), lo inteligible y lo carnal.
Después de este rotar completo, de este viaje a las profundidades, emergerá el ojo del poeta sentado de nuevo frente al mar.
A diferencia del brumoso y jesuítico Descartes, no será a través de una nueva vuelta de tuerca, de una nueva especulación como hallará esta conciencia, exhausta de su peregrinaje, la solución a su inmovilidad y la pista del camino a seguir.
Lo hará a través de los sentidos, gracias a ese vientecillo azul que se levanta y le roza la piel para indicarle que es hora de partir y de vivir («¡Se alza el viento…hay que intentar vivir!», rompiendo el hechizo de su propio aislamiento, XXIV).
De ese viento marino portador de una esperanza.
Y es que Paul Valéry, como decíamos antes, era en el fondo un meridional, un trovador, un Orfeo clarividente trasplantado al corazón de Francia, de París.
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