En su maravillosa El bosque de la larga espera, la novelista neerlandesa Hella S. Haasse recreaba prolijamente los avatares de la Guerra de los Cien Años, centrándose en la figura de Carlos, Duque de Orleans, quien, situado en el ojo del huracán de tiempos especialmente convulsos, tuvo tiempo de engendrar una apreciable obra lírica, llena de sutileza y sensibilidad. Entre las cuatro paredes de su mazmorra en la Torre de Londres, cinceló verdaderas joyas impregnadas de musicalidad: En la forest de Longue Actente, / Chevauchant par divers sentiers / M’en voys, ceste année presente, / Ou voyage de Desiriers. (En el Bosque de la Larga Espera / Cabalgando por mil senderos, / Me adentré esta Primavera / Viajando en pos del Deseo). Los especialistas valoran su obra como necesario puente entre la poesía trovadoresca y la nueva sensibilidad renacentista.
Entre los personajes secundarios de la novela, aparece Juana de Arco, la muchacha campesina y analfabeta que inspirada por arcángeles y santos, tuvo un papel decisivo en el levantamiento del sitio de la ciudad de Orleans y la toma de Reims a los ingleses.
Capturada por estos, fue sometida a un juicio trucado y quemada viva en Rouen en 1431.
Su icónica figura, vestida de soldado y el cabello a lo garçon, ha pasado a la posteridad.
Canonizada en 1920, es uno de los nueve santos patrones secundarios de Francia.
Juan Carlos Friebe (Granada, 1968), utiliza las actas del juicio celebrado contra la Doncella de Francia para vertebrar un poemario hondo y perturbador, donde lo teatral, lo declamatorio y lo lírico alternan sus voces para lograr una filigrana digna sucesora de Briznas, auténtica obra de culto.
Encabeza el poemario un Nihil Obstat donde, a modo de pregón en plaza pública, se convoca a los lectores a asistir al juicio que es un drama que es una historia que es un poemario. Acto seguido, va desarrollando Friebe los sucesivos casos de violencia ejercida contra la mujer. El contrapunto de lo contemporáneo con lo medieval, tanto en la voz como en el imaginario y los recursos técnicos empleados, tendrá un especial significado a lo largo del libro, y constituye, a nuestro entender, el verdadero sello de identidad de la poética de Friebe y sitúa sus libros incontestablemente en las regiones de la alta poesía.
Alternando la voz de tintes intencionadamente escolásticos de Juana mientras se halla sometida a juicio (No habrá mañana luz al despertar mañana. / Consumidos mis restos por las voraces llamas, / de su prisión corpórea el alma libre y salva / seré de mí el fulgor, al despertar mañana.), con la de vuelo lírico situada en el presente (Se hará un silencio tras el tren que llega. / Espantadas las aves se alzarán en bandadas.), Juan Carlos Friebe va trenzando las hebras de un poemario que recoge en el agua los instantes decisivos de un Yo que se pregunta quién es.
Conocedor de primera mano de la lírica germana, sabe Friebe que el ejercicio de la lírica, tan honesto, tan alto en su caso, no consiste tanto en la supresión del Yo, sino de vaciarlo y hacerlo tan amplio para que en él pueda caber el universo entero si es preciso. Un recipiente cincelado como los Himnos a la Noche de Novalis, las Elegías de Duino de Rilke, o las Briznas y ahora este Enseñando a nadar a la mujer casada que llevan su firma.
Especialmente significativo es el pronombre neutro lo que el poeta utiliza en Patio de luces desde el río, auténtico punto de giro argumental del poemario, para referirse no tanto a sí mismo como al yo lírico ampliado al hacíamos mención anteriormente. El (lo) poeta, verdadero Tiresias, se asoma al río urbano para ver pasar la tarde. Se interroga, se ausculta, (Nadie, si lloramos, repara en lo que causa nuestra pena. Nadie, en qué nos sucede alma adentro, si qué duelo, si qué pesar nos hiere, si nos zahiere qué, / que silenciamos.), sabedor de que la buena, la alta poesía abre tantas preguntas como la mala, o la que pasa por buena, pretende responder.
Del mismo modo, en El Fargue ese yo lírico retrocederá hasta esa Arcadia infantil donde Baudelaire situó alguno de sus más memorables poemas, y donde el niño Friebe, en medio de tardes inexploradas y aventuras vírgenes, asiste, agazapado tras un arbusto, al nacimiento de la Sombra. (Hay algo que le aturde en la espesura: / presiento que sospecha de mí. Yo / también sospecharía de esta sombra umbría / que años más tarde / seremos nosotros.).
Anteriormente, hablábamos de teatral a propósito del poemario que hemos ido comentando, y no era del todo gratuito. Antes de Fe de vida, que cierra el poemario y donde el poeta vuelve a abrir el cáliz del presente en interrogación (Tal vez sí. Tal vez no: entre siempre y jamás / vivir es un aún que podría bastarnos.), Friebe cierra en La autopsia la lacerante trama argumental del libro (Salvamento marítimo encontró «el cadáver sin vida» —porfavorporfavor— de una mujer preñada […] ).
Como desgrana Michel Foucault en su referencial Vigilar y Castigar, en un principio el castigo al reo fue espectáculo morboso y edificante. Las hogueras, los descuartizamientos, las picotas estaban a la orden del día en las plazas medievales.
El fulgor de los flashes, el objetivo de las cámaras parecen haber tomado ahora el relevo de las llamas y la capucha del verdugo, demasiadas veces en nombre de lo que anteriormente fue pueblo y hoy es audiencia.
Solo el fantasma delicado de un poeta que se juega el cuerpo como Friebe, puede colarse por los intersticios de la Historia para llevar al lector hacia un lugar más alto, y desde donde contemplar lo que hemos sido, lo que estamos siendo, quizá lo que seremos.
Como Carlos de Orleans desde la Torre de Londres.
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Juan Carlos Friebe, Enseñando a nadar a la mujer casada.
Ediciones Esdrújula, Granada, 2021.
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