I
Observo las portadas de los libros publicados por Maite Martí Vallejo (Nou Barris, Barcelona, 1979), Todos vienen al funeral de Rick (RIL, 2018) y La vida cotidiana arrasa Europa (RIL, 2019), y corroboro no solo la importancia del diseño sino también la elección de los títulos en los libros de poesía. Cuántas veces siguen resonando en la memoria muchos de ellos, como un código secreto que nos recuerda a voluntad su esencia mucho tiempo después de haber leído, y tal vez olvidado, los poemas que encabezaban.
En el caso de Martí Vallejo, nos comenta, su elección no es gratuita, ni fruto de la improvisación y del azar. Su preferencia por los títulos largos, prosaicos, es la clave que va a marcar el desarrollo de los textos que presentan.
No únicamente los títulos de los libros, sino también el diseño de los mismos, donde interviene de manera decisiva con montajes fotográficos obra de su autoría.
Observo, pues las portadas, y en ningún lugar leo «poesía», y recuerdo aquel aserto de Camilo José Cela que venía a decir que novela es aquel libro en cuyas tapas, junto al título, dice «novela».
¿Es poesía lo que escribe Maite Martí Vallejo? Es mucho más.
Esos títulos largos, esos montajes fotográficos de las portadas, nos predisponen de algún modo a no esperar hallar en sus poemas la depurada síntesis lírica de un yo, que también, sino el desarrollo de un pulso narrativo donde lo fílmico, lo ensayístico, lo teatral van de la mano de una búsqueda intransferiblemente personal en las corrientes íntimas de la memoria colectiva, de las voces del cuerpo, de la canción profunda.
La poesía de Martí Vallejo, digámoslo claro, es valiente. Forma parte de una apuesta donde las cartas no están marcadas, y el desarrollo de cada partida, de cada poema, tiene un final incierto.
Absténganse experimentos gaseosos, porque su poesía es líquida, submarina, por precisar un poco más.
«Detesto los poemas cerrados, el mensaje final», nos comenta parapetada tras sus gafas de sol, «me ocupo sobre todo de elegir bien el comienzo de los poemas. ¿Dónde están los límites de un poema?».
En sus poemas, a nuestro modo de entender, la operación fundamental es el montaje. De parecido modo a los collages que la autora utiliza para ilustrar sus portadas y los puntos de libro que generosamente entrega a sus lectores, la segunda operación de su quehacer creativo consiste en podar con las tijeras aquellos elementos del discurso que se filmaron de más. La mayoría de sus poemas se asemejan a fragmentos sorprendidos en una conversación que transcurre a muchas millas de profundidad, como si en algún lugar, una sala situada quién sabe dónde, una bobina enorme desenrollara incansablemente centenares de metros de celuloide y la poeta, chas chas, decidiera recortar lo que le interesa mostrarnos. Sería un lugar común referirnos a esa sala de proyección donde desciende como el Inconsciente. Pero los lugares comunes, como todo el mundo sabe, encierran a menudo una gran carga de verdad.
II
Mientras saca unas cervezas de la nevera, nos muestra el lugar donde escribe, y nos explica su método de escritura.
De espaldas a la luz, sentada en una chaise longue en una posición que lleva a pensar vagamente en La Sirenita danesa, se rodea de libros de lo más variopinto: un ensayo tomado al azar, un místico alemán, una biografía, un tratado de medicina; pone una película en la enorme pantalla del salón, enciende un cigarrillo y, con el cuaderno al lado, aguarda pacientemente el momento en que conecta con algo, una pista entrevista en un libro, una réplica dada por un personaje en la pantalla, el conjunto de todo ello, quién sabe, y es entonces cuando se sumerge en esa parte de ella misma -la sala de proyección, el cine interior, ¿recuerdan?- donde ya ha comenzado una película que tratará, en parte, de brindar a sus lectores.
Es probable que, abandonando la chaise longue, se ponga a recorrer el salón recitándose los versos que va escribiendo, cuando no cantándolos. «Si supiera cantar, no escribiría», nos dice.
En esos momentos, una pantalla bombardeando imágenes en B/N o Technicolor, un martes, un jueves, una mañana cualquiera en el salón de un bloque de vecinos, en un barrio obrero, Maite Martí Vallejo es una actriz. Una actriz que escribe sus propias obras de teatro y que los editores, felizmente, editan en su colección de poesía.
«Aspiro a que el lenguaje poético tenga la misma legitimidad que el científico, que es un lenguaje creado ex profeso. ¿Por qué la poesía no? Me dedico básicamente a no diferenciar», nos cuenta mientras rebusca en el paquete de Camel.
III
Otro elemento remarcable de la poesía de Martí Vallejo es la imaginería barroca, ese retorcimiento sintáctico de las frases que las lleva en ocasiones, como si la voz se debatiera entre cadenas o se ahogara, a los límites de la agramaticalidad.
«Antes de tomar una decisión como lavarme con agua fría/ los dientes repito el miedo y el miedo es varias veces/ impulsado a lavarse por la noche a través / de los distintos cortes demuestro la asociación entre / renunciar a algo y los cristales / como patología». (La vida cotidiana arrasa Europa, pág. 53).
Ese diálogo entre la mujer joven y rabiosamente actual con lo penitencial y clausurado de imaginario, ha resultado fértil en su caso.
En muchos de sus poemas sobrenadan lacanianos fantasmas de miembros amputados, y el placer sexual, cuando aparece, lo hace a menudo a través de la tramoya y de la culpa.
La sombra masculina que se proyecta en ellos adquiere casi siempre un tinte amenazador, como de algo inevitable.
«En mi familia, no tengo derecho a estar triste. / Me levanta la mano poniéndose de pie y le digo: / tócame». (ibíd., pág. 21).
IV
El primer poemario lo escribió literalmente encajonada sobre la lavadora de la cocina. «Allí podía fumar, aislarme».
El segundo, ya lo hemos comentado, sobre la chaise longue del salón, rodeada de libros y acompañadas de los diálogos de los fantasmas del celuloide.
«¿Cómo será el tercero?», le preguntamos.
«Muy diferente. Estoy cada vez más convencida de la necesidad de trascender el marco, la forma tradicional del poema. Estoy leyendo mucha novela de amor cortés de los siglos XIV y XV.
Me interesa partir del concepto de «Cárcel de Amor», de Diego de San Pedro», me comenta mientras introduce en la conversación a Los Planetas o a Enrique Morente.
De nuevo, lo antiguo y lo moderno, la claridad y el recoveco. Atenas y Toledo.
Al despedirnos, deseándonos feliz verano, es inevitable, como los habitantes de la caverna platónica, calzarse las gafas de sol.
Nota: Las fotos de la autora sonde @amos_soze. El collage es obra de Maite Martí Vallejo.
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