Al margen de las colaboraciones puntuales en diversas antologías, Todavía el asombro (alzado recientemente con el XV Premio Blas de Otero-Ángela Figuera de poesía), constituye, tras En los estantes (2019) y Bajo el signo del cazador (2021, junto a Fernando Jaén), uno de los pilares sobre los que el poeta y gestor cultural Javier Gilabert (Granada, 1973) construye libro tras libro, palabra a palabra, verso a verso (para decirlo a la manera de Machado) una obra poética donde el artificio verbal, la carnalidad bacante, la pirotecnia retórica quedan al margen, o si aparecen, lo hacen tras un lento trabajo de destilado.
Nada sobra en los poemas de Gilabert. Todo aparece medido, pensado y pesado para que en frágil equilibrio sobre la página, los versos, como tallados en la madera o labrados en la piedra, logren transmitir la misma perplejidad, el mismo asombro que el ojo, la conciencia del poeta sintió ante la epifanía de un momento.
Cuatro partes estructuran el poemario, más un proemio y una coda. Cuatro partes situadas en sus títulos bajo la advocación de Rafael Guillén, sombra tutelar que acompaña al poeta en su tránsito, y como nos recuerda Julen Carreño en su certero prólogo, maestro del asombro.
Hay en esta poesía, más allá de la brevedad lapidaria de los poemas y de las refencias a dos clásicos de la epigramática latina, Catulo y Marcial, un mucho de la sequedad y la exactitud senequista (de larga tradición peninsular), y un poco de matizada y muelle coloratura carnal. Un mucho del sayal, la soga, la vasija, la ceniza, la calavera, el barro de Zurbarán, y un poco de la desbordante joie de vivre de Rubens. Un mucho del Quevedo estoico y conceptual, y un poco de la desbocada lisergia sensorial de Góngora. Un mucho de las recias paredes desnudas de la Stoa, y un poco de los brillos, los trinos y los vuelos del jardín de Epicuro.
Ser es ser percibido, afirma el obispo Berkeley a la entrada de la primera de sus partes. Ver y mirar serán las potencias que animarán el poemario desde el comienzo, como también establecer sutiles diferencias de matiz entre ambas maneras de ejercer la función ocular: Se trata de mirar, es el secreto, / pues no basta con ver: / mirar requiere esfuerzo e intención.
Al llegar a la consciencia, otra de las potencias del poemario, la imagen húmeda y animal cazada al vuelo en la realidad, se rarifica, se estiliza hasta el memento mori, hasta doler como la llama: Renueva la consciencia, parpadea, / imbúyete de aquello que transforme / en la mejor versión de tu persona / al ser que late en ti en lo más profundo. // Si no te ocupas tú, lo hará la muerte.
En El instante, segunda de sus partes, el ojo del poeta trata de no descender tan abajo con la imagen que captura en lo real. Trata de mantenerse a flote, allí donde ocurren las cosas, y fundir su mirada con la vecindad del pequeño mundo externo que lo rodea. Aparece el miedo, viejo enemigo, grieta que perfora la totalidad: Pensé ayer en el miedo, en su naturaleza, / en cómo se cobija en las personas, / se agazapa silente tras las piel.
En otras ocasiones, los poemas surgen como bellas estampas franciscanas, oraciones al dios del lugar: Apenas se abre el día lo recibo / al lado de los pájaros / e intento ser del sol su recipiente / sumido en un silencio casi puro. // Las aves no lo rompen, lo completan.
LLegamos a La luz, tercer hito que nos propone el poeta, bajo la advocación de esa suerte de Virgilio personal que constituye para Gilabert Rafael Guillén: Siempre la claridad viene del cielo.
La luz, esa gran diosa posibilitadora, es celebrada aquí con el regocijo de las criaturas que emergen de la noche. Sin perder en lo formal un ápice de su rigor, las grietas de la ensambladura recorridas anteriormente por el miedo, son recorridas ahora por la dorada bendición. El poeta recorre alternativamente umbrales, bóvedas y estancias, con versos de impronta gnóstica: El umbral de la luz es un camino / que se ha de recorrer con valentía. / Basta saber mirar sin la mirada / para adentrarse en él // y ser consciente / de que conduce siempre al interior.
Llegamos finalmente al término del recorrido sapiencial que nos propone Gilabert con El poema, verdadera corporeización de los asuntos tratados en las partes previas, fruto denso y cuajado que se desprende de lo anterior, a saber: La voz, El instante, La luz.
El poeta se sabe -y lo ha aceptado- llamado a la tarea de consignar lo visto, lo aprendido, lo concienciado. Existencial, provisional, pasajero, precario habitante de este mundo que lo rodea, lo contiene y lo trasciende, asume el peso de la azada verbal, y como refiere la ontología heideggeriana, pasa del contemplar al hacer, de admirar y asombrarse, a fabricar sus propias herramientas de celebración del mundo y su belleza: Un mirlo sobre el césped / se afana con su pico rebuscando / pobreza y alimento entre la hierba. // Lo observo y me sonrío mientras miro / al pájaro enfrascado en su tarea. / Me veo a mí delante del papel, / tratando de encontrarme en las palabras.
Pero también con la hermosura campesina de un Varrón, por citar a otro latino: Escribir es arar, / trazar en el papel / surcos con versos. // Escasa la cosecha, / si acaso se recoge, / pero es hermoso el campo en esta hora: // tiempo recién arado en dicha plena.
Tan sólo es posesión la vida ahora, concluye Gilabert en su Coda final.
Vivamos pues, mordamos ese fruto imperfecto y jugoso que se nos da, como nos recuerdan los clásicos, y también este hijo trémulo de la gracia y el esfuerzo.
FICHA TÉCNICA
Javier Gilabert, Todavía el asombro.
XV Premio de Poesía Blas de Otero-Ángela Figuera.
Ediciones El Gallo de Oro, 2023.
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