A la hora de abordar el comentario de cualquier antología, es preciso hallar, aunque sea a modo de aproximación, una imagen, metáfora, motivo del ser, estar-ahí de los autores antologados.
Parte el antólogo en su introducción de un cuadro de Brueghel, Paisaje con la caída de Ícaro, que puede verse en el Museo de Bellas Artes de Bruselas.
W. H. Auden le dedicó un poema en 1938, donde hace gala de esa ironía tan precisa que le caracteriza para reflejar el estado de cosas de una época: mientras Ícaro se hunde en el mar tras su agónica tentativa de alcanzar el sol, el labrador que aparece en primer plano del lienzo continúa conduciendo el arado, el pastor, mirando al cielo, parece preguntarse si va a llover, y el bello galeón leva anclas y emprende su lento rumbo quién sabe a dónde.
Los autores que forman parte de esta antología no solo conocen el poema de Auden, sino que en muchos de sus poemas ponen en práctica el magisterio del poeta británico, cuya influencia, vía Gil de Biedma, es innegable en la poesía española contemporánea.
Aparecen en el impecable prólogo una serie de autores y conceptos imprescindibles para balizar lo que sin ellos sería un mero resumen o la arbitraria elección de unos poetas en detrimento de otros.
De los conceptos mencionados, me interesa resaltar el de hermetismo y el de sospecha. Entre la nómina de autores citados, a Wallace Stevens, Martin Heidegger y Eugenio Montale.
Sospechar del lenguaje probablemente vaya en detrimento de la épica, pero favorece, y mucho, el desarrollo y el escenario de la lírica. Sospechar del sujeto que habla en los poemas es quizá la mejor forma de que la voz que narra sus experiencias no lo haga parapetado tras lugares comunes o hediendo a una comunicatividad que se engancha en las manos como una vieja sartén mal lavada.
Desde que T. S. Eliot decretara el fin de la inocencia poética en su Tierra baldía, e hiciera del poeta una suerte de agrimensor de las ruinas, y el psicoanálisis mostrara la ficcionalidad del yo, sus imposturas y sus trampas, la poesía que se pretenda moderna no puede soslayar, aunque sea para discutirlo, la célebre aserción de Wallace Stevens en uno de sus poemas: «La poesía es el asunto del poema».
Del mismo modo que Mallarmé, paciente, minucioso y constante, retomó el sujeto de la poesía allí donde Rimbaud lo dejara, y convirtió al silencio, a la frontera de la página en blanco en el non plus ultra de la enunciación poética, Ludwig Wittgenstein, casi a la par que Eliot y Montale, cerraba su Tractatus, en 1922, de forma lapidaria: «De lo que no se puede hablar, es mejor callarse». Cualquiera que conozca un poco en profundidad la teoría psicoanalítica, sabe que ciertos núcleos de experiencia permanecen para siempre cerrados al abordaje de la conciencia y del lenguaje, y que este hecho, lejos de constituir un problema, a menudo puede servir como punto de inflexión, como punto de apoyo para impulsar el análisis en otras direcciones fértiles.
Cabe entonces preguntarse por el porqué del lenguaje, del lenguaje poético, concretamente.
José Ángel Valente, tan Celan en muchas cosas, lo hizo entre nosotros de forma tan radical como ejemplar: «Sólo en la ausencia de todo signo / se posa el dios».
Una antología (esta, además, completada con el inapreciable testimonio de los autores exponiendo sus poéticas como presentación a sus poemas) dibuja el mapa del territorio, el skyline del panorama poético contemporáneo en una lengua.
Son las ciudades que en un mundo interconectado y sobresaturado de información, el antólogo considera significativas, sin pretender, por ello, negar la existencia y la valía de otras que podrían asimismo figurar.
Y en todas ellas, es innegable, ahora sí lo he encontrado, hallar un nexo común que las une: la negación de lo épico como forma de afirmación de lo lírico, la información metabolizada en sabiduría de un oficio que requiere de atención y silencio, y la capacidad de comunicación que no pierde la poesía cuando, asumidas las íntrínsecas deficiencias del lenguaje para dar cuenta del Todo, las dificultades de situar una identidad clara entre el ojo que ve, la mano que traza signos y la voz que habla, no ceja en su empeño irreductible de reflejar un tiempo y un lugar al que pertenecemos todos, y por ello, es aún capaz de transformarnos y convertirnos en individuos un poco más conscientes, un poco más libres y mejores.
Es de admirar que, en medio de lo pobre, lo repetitivo y lo insustancial que nos aqueja, estos doce autores sigan zambulléndose en las aguas transparentes del poema, y nos interpelen cómplices desde detrás de la última máscara, la más cercana al hueso, que es el lenguaje.
Aunque el arado prosiga su curso ciego hasta el final, y una voz hueca haya ordenado en el barco izar las velas y zarpar.
Los autores antologados son: Mariano Peyrou, Abraham Gragera, Miriam Reyes, Juan Carlos Abril, Juan Manuel Romero, Rafael Espejo, Carlos Pardo, Antonio Lucas, Josep M. Rodríguez, Erika Martínez, Juan Andrés García Román y Elena Medel.
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«Centros de gravedad. Poesía española en el siglo XXI (Una antología).
Prólogo y selección, José Andújar Almansa.
Editorial Pre-Textos, Valencia, 2018.
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