Levanto la mirada del libro y acepto la lenta digresión de las nubes, los colores que agita la superficie del lago. La sencillez está dispuesta a parecerse a este paisaje agreste, boscoso. A esta mañana de invierno y a esta casa que nos da la bienvenida y que alguien, un amigo querido, un gran artista, Miguel Gómez Losada, eligió entre sus pinturas para la portada del libro que Eduardo Chivite ha escrito y que ha titulado Okaeri, lo que en japonés significa en lenguaje coloquial precisamente eso: «Bienvenido a casa». Su primer poemario después de un largo silencio tras la publicación de Sharaija murió con trece años.
En su obra, la profundidad del mundo se revela a menudo en la intimidad y el pormenor de lo cotidiano, en la quietud y el espacio que envuelve las cosas pequeñas, que mece nuestra despreocupada respiración. El último sol ilumina lentamente las habitaciones, roza el cabello de alguien a quien podríamos amar (Nuestra hija), alcanza escenas felices, tomadas de la vida, como en algunos poemas dedicados a la niñez, La casa enterrada o Infancia («Jugábamos entre los aspersores, atravesando las iridiscencias que filtraba el agua»). Una claridad cambiante que prepara otro momento con dulzura y crueldad, que cumple su palabra e ilumina los hechos con inocencia implacable, imprimiendo formas y destellos en la memoria, recordándonos que todo es nuestro a medias («La muerte estaba delante de mi casa […] Después del accidente, seguía siendo joven y hermosa, parecía preguntarnos qué ocurría», dice en el citado poema Infancia; «todo puede hacerse aire», apunta en el poema Carta para después de la lluvia). Esoparece afirmar también en poemas como Poema para leer en tren: «Aquellas golondrinas eran como balas perdidas […] Con un gesto, las espantas de tu mente», o en De cómo mi madre nos enseñó a contemplar la muerte.
La poesía espera siempre una señal para unir armónicamente, lo que nos eleva y lo que nos ata al mundo. Fusiona en este libro magia y realidad («Los poetas […] buscan […] el timbre al que la materia antiguamente respondía […] Un hilo invisible en ambas direcciones que existe antes que el poema, capaz de mediar en el mundo en que vivimos», señala en Al lector); espiritualidad y materialidad, como en los versos del mencionado poema Nuestra hija: «tú hablas […] De un lugar donde hay calma y plenitud. Y entonces, quiero robar un poco de allí»; trascendencia y banalidad, como en De las cosas pequeñas; deseo y aversión (In vino veritas); fugacidad e intemporalidad, como en el ya nombrado La casa enterrada.
A menudo el tiempo da un rodeo. Y una luz confidencial, mítica, reconcilia el pasado, el presente y el futuro con una serena nostalgia, casi exenta de melancolía. Reviste las horas en declive de la memoria o la imaginación, dándoles una resonancia cristalina, un sentido durable. Así ocurre, por ejemplo, en poemas sobre la amistad o el amor, temas centrales del libro, como De los efectos de la tristeza («Tiene algo de audaz y de recuerdo, la luz que se perfila en torno a la montaña y el puerto azul»),Les mains de Jeanne-Marie ylos citados Nuestra hija o Carta para después de la lluvia.
Del amor y sus triunfos modestos, cotidianos («Firmamos como el que pone una marca al subir una montaña: «estuvimos aquí»», dice en Poema nupcial) emerge una seductora masculinidad, en plena hermandad con la sensibilidad y los valores femeninos, como en el mencionado Poema nupcial o Canción indígena, donde los roles del hombre y la mujer propios del canto del Anent se intercambian («Enredé tus dedos en mi pelo, a la vez que murmuraba: «se confunden tus manos con mis trenzas, el tabaco y el azúcar»»). Hay también una desintegración del erotismo patriarcal, una subversión burlona del lenguaje erótico y de la propia figura del amante que puede apreciarse en el final de Mañana de domingo sin paisaje. Pero la propia escritura recorre como un armónico algunos poemas dedicados al amor, como una voz que conecta las habitaciones de una casa, tratando de encontrar palabras entre emoción y dicción, como en Los peligros de amar a una lexicógrafa: «Parece que la vida es elegir correctamente las palabras. […] Connotan algo detrás de una inicial y de un silencio[…] Y es que la exactitud contigo se vuelve trascendente».
La escritura de estos poemas en prosa de aparente sencillez, aunque profundamente líricos y de musicalidad diáfana, adquiere la envergadura y la apariencia de un pacto con la lentitud. A menudo muestran al poeta detenido sobre sus pasos, asegurando una y otra vez el camino de vuelta (Pienso un poema meses, años. Persigo una idea que me lleva a otro instante», explica en Escribir lento, que constituye una especie de poética). Pero también, y sobre todo, la poesía, parece decirnos, es un pacto con la existencia, de ahí el tono confidencial de este poemario, donde la poesía es vista como emanación de la experiencia: «Ser consciente de que solo son poemas», apunta en el citado Escribir lento. En este sentido hay poemas de deliciosa factura, como 11F Window o Irlanda. Hay otros, como Anotaciones para una futura poética del amor o Collage, donde el intencionado fragmentarismo y la explícita deconstrucción del poema provocan una reflexión, una retrospectiva artesanal sobre el propio proceso de la escritura en la que vemos reunirse, uno a uno, los versos, como en un álbum de fotos, recortes, guijarros y restos de ámbar.
Una racha de viento sacude el humo de la salvia que se eleva en la habitación mientras leo. Su trazo intrincado exhala un kanji, como los que veo dibujados en la página y dan nombre al poema Kangis (cuyo sentido es «nieve», «nube», «lluvia», «gota). En él, la mirada poética revela la frecuente redundancia que media entre dibujo y sentido en la escritura japonesa («Me parece ver la nieve o las nubes amontonarse bajo los tejados de los templos dormidos entre las cimas»).La estética y sutileza oriental tambiénestán presentes en otros poemas, bellísimos, como La meditación de Xuè Xiě o el haiku Octubre que cierra el libro.
Las pinturas de Miguel Gómez Losada acompañan delicadamente los poemas de este libro. Admiro cómo amplían su lectura e imprimen, rítmicamente, su propio acento pleno de sugerencias. La amistad entre los dos artistas y su colaboración en varios proyectos está presente en poemas como Collage («[…] a oscuras, como leitmotiv de una exposición: «detrás de la primera montaña hay otra montaña»»).
El viento ha cesado esta tarde. La sombra vacilante de las nubes salpica la seda de su kimono tendido afuera. De la quietud bordada a mano de sus mangas extendidas no brotará un gesto de despedida. Aún no. Okaeri invita a volver una y otra vez a su lectura, a casa, a la poesía.
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