La gran poeta rusa Anna Ajmátova nació el 23 de junio de 1889 en Bólshoi Fontan, a orillas del Mar Negro, y falleció el 5 de marzo de 1966 en Domodédovo, cerca de Moscú.
Su verdadero apellido era Górenko, pero ante la insistencia de su padre para que lo cambiara si quería iniciarse en el ejercicio poético, adoptó el materno Ajmátova, en referencia a sus ascendentes tártaros.
¿Casualidad, anécdota o punto de inflexión del destino? Quién sabe. Lo cierto es que Ajmátova llevó siempre con orgullo ese alias, que confería a su nombre un aura de ferocidad indomable y exotismo, y que combinado con la contención y el pudor emocional constituye uno de los baluartes de su obra.
Los acontecimientos externos jamás lograron doblegar esa frontera que la convertían en inexpugnable para quienes se acercaban fascinados por su desafiante belleza y su enorme coraje, y a la par en un refugio cálido para los habitantes, a menudo fantasmas, de la ciudad de hielo y de ternura que había logrado construir en sus poemas.
La terrible experiencia de tener a su único hijo encarcelado durante dieciocho interminables años en un campo de trabajo siberiano, aguardando día tras día ante las puertas de la prisión, junto a un grupo de trescientas mujeres separadas asimismo de manera arbitraria de sus seres queridos, la hizo abandonar los palacios de cristal por donde hasta entonces había transitado su poesía.
Un eco antiguo, griego, trágico, resuena en las letanías que entonan esos bultos negros que desafían el cansancio, la desesperanza, las condiciones climatológicas extremas, entremezclándolas con oraciones y bisbiseos ortodoxos. Ajmátova, heroína a su pesar y conciencia de todo ello, le pondrá voz, contenida, sí, pero estremecedora, en su Réquiem (1935-1940):
«Pasé diecisiete meses de aquellos años terribles (…) haciendo cola ante la prisión de Leningrado.
Detrás mío había una mujer (…) que por lo visto no había escuchado jamás mi nombre (…) Me preguntó, susurrándome al oído:
-¿Usted puede describir todo esto?
Y yo le contesté:
-Sí, puedo hacerlo.
Y entonces algo parecido a una sonrisa se deslizó sobre lo que alguna vez había sido su rostro».
Pocos libros publicó después, exceptuando su Poema sin héroe (1940-1965), la mayor parte recopilaciones y antologías de su obra. Pero sus poemas ya circulaban en esa especie de sociedad secreta de colaboradores íntimos que aprendían sus versos de memoria, en un tiempo en que cualquier trozo de papel podía desencadenar para ti y los tuyos la más dura de las represalias, cuando no la muerte.
Sí, sus versos circulaban bajo el férreo invierno estalinista; sus primeros poemas de adolescente pushkiniana que deambula por los inmensos parques bajo el claro de luna La angustia convertía mi pecho en hielo/ pero mi paso era ligero…, / y me puse, sin darme cuenta/ el guante izquierdo en la mano derecha (Canción del último encuentro, 1911), y los que vinieron después, en los convulsos años veinte y treinta, y que en palabras de Marina Tsvetáieva la convirtieron en la musa compasiva de los rusos.
Todas esas duras experiencias (prematura desparición de íntimos amigos como Ossip Maldestam y Vladímir Narbut, de dos de sus esposos, el largo cautiverio de su hijo, las propias represalias que le infligió el régimen), y que ella transitó al lado de su pueblo, no aniquilaron (¿cómo podrían hacerlo?), esa misteriosa capacidad para recoger un destello de sol, el susurro del viento, y depositarlos, transformados en palabras, en algún lugar inalcanzable para el odio, un lugar perteneciente al tiempo y a la vez fuera del tiempo.
Como afirmaba Joseph Brodsky, «Ajmátova pertenece a esa generación de poetas que no tiene genealogía ni desarrollo discernible. De la clase de poeta que simplemente surge, que llega al mundo con una dicción ya establecida y con su propia y única sensibilidad».
Como Atenea, una atenea que hubiera ido metamorfoseándose al albur de las circunstancias de su gente, y a la que ella entregó el valioso ramo de olivo o de sauce de sus versos, donde a menudo se esconde esa gota de sangre pura, brillante y roja que brota de los dedos cuando acariciamos sin darnos cuenta un pedazo de hielo.
«Quién lo hubiera dicho: ¡lo he sobrevivido!
Ahí queda el muñón y, con las voces más extrañas,
otros sauces le hablan
bajo estos cielos nuestros. Y yo callo…
Y es como si se me hubiera muerto un hermano».
(Sauce, 1940)
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