S. se ha despertado tres veces esta noche.
—¡Sed! ¡Leche!
Los acuíferos de algún lugar de la Península Ibérica son contaminados para que mi hijo perpetúe su desaforado consumo de todo tipo de lácteos. Deduzco que no es casual que siempre que observamos una res, en un prado asturiano o una montaña cercana, la conversación derive hacia las ubres del animal: sobre su tamaño; si están colmas o no; si alguna vez he ordeñado una vaca o bebido amorrado al manantial de la doncella que ríe.
La pasión láctea de S. produce ansiedad por súplica de cafeína en mi organismo. Camino media hora hasta mi cafetería de referencia, sin entender la luz de ese primer sol de la mañana que se filtra entre edificios y plataneros sin intención de calentar; ni el silencio de los vehículos eléctricos, ni el ruido de las motos y las furgonetas de reparto. Pasados los cuarenta, con todas sus consecuentes cuarentenas, jerarquizamos la atención que dedicamos a cada desasosiego. Lo anotamos. A veces, pocas, incluso somos capaces de dejarlo pasar. Reservarlo para cuando nos decidamos a estallar.
Saludo a Valerio, la mano que mece la cuna de mi cafeína. Antes de que empiece nuestra cháchara habitual, por los altavoces del pequeño café escucho a John Lennon cantar «I am the ache man, I am the Walrus», y tanto dolor cómo hemos sentido juntos, John. Y tan morsas que nos hemos sabido, John.
John grita «I am the eggman”, por mucho que yo insista, aún hoy, en querer escuchar “ache man”.
Me enamoré de los Beatles gracias a unas casetes piratas que mis padres llevaban en el coche. Las habían comprado durante su viaje de novios. Italia. Verano de 1971. Recuerdo una foto de ellos dos, retratados al lado de otra pareja de recién casados, en la cubierta del ferry a Génova. Una foto en un color, una vestimenta y peinados que ahora rotularíamos como vintage, un capítulo antes de que pasemos a declarar el fin del contrato matrimonial monógamo.
En ese trayecto entre Barcelona y la capital de Liguria, les robaron la radio del coche y no pudieron escuchar las cintas hasta volver a casa. Años después, descubrí que las fotocopias en las carcasas de los casetes no se correspondían al contenido de la cinta. Escuchaba “A hard day´s night”, cuando creía estar escuchando “Help”, por ejemplo. Eso no impidió que hacia los siete años me aprendiese “Yesterday”, fonema a fonema, sin tener ni idea de lo que estaba cantando. Que soñase dormido, despierto también, que la cantaba ante un auditorio compuesto por mis compañeros de clase. Y que en dichas fantasías, no pifiara ni un sonido.
S. me dice que interpretará dos canciones en una función de fin de curso de sus cinco años. “Yesterday” y “Love Is All You Need”. Él preferiría cantar “I am the egg man”. La idea de ser un hombre huevo. Desparramar todo su hedonismo infantil, clara y yema, ignorante de que el dolor acecha. Aprovecha mientras “(There’s) Nothing you can sing that can’t be sung”, polluelo mío.
Treinta años más tarde, en uno de mis primeros viajes comerciales, me robarán la radio del coche, en ese mismo ferry; en idéntico recorrido por el Mediterráneo.
«Working class hero» parece escrita para que Liam y Noel Gallagher la puedan gritar a la luna mientras vuelven del pub rompiendo espejos retrovisores, pero Lennon siempre me ha hablado alto, más próximo al oído y al corazón, cuando me canta “I’m only sleeping” o “A day in a life”.
La versión de Oasis de “I am the Walrus”, a diferencia de la versión de Zappa, es lo único que me tomo en serio de su obra, pero reconozcamos a los Gallagher que, puestos a imitar, los Beatles son una opción a la altura de su colosal ego.
Escuché a Oasis por primera vez en La Bata de Boatiné, un bar en la calle Robadors, donde un profesor de inglés, cuyo nombre no recuerdo, hacía sesiones funkys los viernes noche. Puso su primer single, “Supersonic”, en una casete grabada de un programa de Radio 3. Las sesiones funkys acabaron rápido porque el público gay, cliente objetivo el local, parecía preferir otras músicas. Samaranch ya reinaba en la colina olímpica y la Avenida Pearson, pero la excavadora aún no se había instalado en el Raval. Cuando cerraban la Bata, cruzábamos la calle hasta el Ciutat Vella, el Aurora o el Kentucky. El mismo enjambre de falsos bohemios y artistas sin obra paseábamos nuestra afectación de un garito a otro. Nos acompañaba algún artista con obra, menos afectado, tal vez. No éramos muchos. De nuestra penuria, solo se podía aspirar a consumos exiguos. Nuestro cinismo quizás conseguía arañar la autoestima del vecino de barra de bar. La propia, a mucho estirar.
En otros ambientes más ligeros, gentes con menos pretensiones se frotaban con alegría. No se sentían acheman, ni Walrus, ni falta que les hacía.
La Bata cerró y dio paso al 23 Robadors. Si aún fuera noctámbulo sin cargas, viviría pegado a ese escenario que exuda flamenco, jazz, y libertad, si se me concede el pleonasmo.
Escribo estas líneas desde un banco del patio del edificio central de la Universidad de Barcelona, oasis de frescor que continúa siendo, en el centro de la ciudad. Desierto de tantas caravanas de neurosis juveniles.
De pequeño odiaba a Paul porque anunció la separación de los Beatles. Esto fue después de que bautizase con su nombre a mi hamster, y antes de que el animal amaneciese muerto un sábado, con una pipa de girasol clavada en su peludo estómago.
Dar vueltas en una rueda de minúsculas dimensiones constituye una vocación de clases medias funcionariales. Mi querido Paul decidió bajarse de la rueda del hamster, como antes había hecho su tocayo, cuando abandonó la pelliza en el tejado de los estudios Abbey Road.
Cuarenta y cinco años más tarde, intentaré inmortalizar mi visita a dicho edificio, y solo conseguiré fotografiar mis pies, descansando en un banco cercano, con el famoso paso cebra de fondo de pantalla.
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