Laye exhalaba muerte aquella madrugada de septiembre, aquel olor a veces tan habitual en esos lugares, como si hubieran abierto los sepulcros. Hay algo terriblemente visceral en un navajazo, la mano del asesino rezumando sangre espesa. ¿Qué sintió tu madre al enterarse? ¿Qué debieron pensar tus libros al hacerse de día y no regresar? Ese aquietarse de las calles, ese haber tratado de aproximarse al portal y yacer allí, lívido, sintiendo la última sangre y los pensamientos derramarse. Después, poco a poco, comenzaría a oírse el rumor de la ciudad, los primeros pasos de la gente que se dirige al metro, alguna pareja que pasó la noche junta y salen de un portal, el timbre de alguna bicicleta. Pensemos en uno de aquellos pisos algo destartalados del barrio Gótico, habitados por jóvenes profesores-escritores que viven un momento de cambio en sus vidas, quién sabe hacia dónde. Si atraviesan felizmente esa etapa, a pesar de las heridas, la recordarán como fundamental más adelante. Todos conocen aquellas fotografías en blanco y negro de los años setenta donde aparecen intérpretes de la Nova Cançó por las calles de Ciutat Vella, la de palacios perezosos y patios mojados por la blanda melodía de la lluvia. Esta parte de la ciudad, tan parecida a la vieja Valencia, y donde tantas veces, camino del trabajo, he recordado la lírica empedernida del gran Ausiàs March. Arraigadas casas antiguas, maderas que gimen, lloran y se quejan, dulces hierros amansados por el largo, larguísimo contacto de los años y las manos.
Picasso el triste te hubiera pintado de azul, los ojos cerrados, yaciendo en el portal con la ropa arrugada, como el borracho que echa un sueñecito tras una noche de excesos.
Una de esas madrugadas de septiembre de cielos grises y tapados, mas no tanto que no muestren rosas y azules tiernos. Con ti moría también uno de los depositarios y transmisores de esa vieja cultura gótica, de la palabra hecha fiel oficio de piedra, de cuerda, de cristal y de hierro, de calle y de mercado, de plaza y callejuela, de noche antigua y oxidada. Gritos que en la hora más oscura de la noche, la más cercana al alba, dicen, se confunden con los de las tempranas golondrinas, y el chirrido de una cuchillada letal, con el gemido de una puerta que se abre y queda abierta para siempre.
Esa mañana de hace casi diez años, al enterarme por la prensa de lo sucedido, ya ves, sin conocerte de nada, sentí que algo muy profundo se había removido en mis entrañas. Bajé hasta la Casa del Libro de las Ramblas y compré una edición de los sonetos de Shakespeare. Después me senté durante un largo rato en unas escaleras del puerto para contemplar el espejeo de las aguas sucias, los barcos anclados, los tensos cables del teleférico. Un poeta joven, una vida por delante, y una casa de versos todavía a medio construir. Al pasar junto a la estatua de Salvat-Papasseit, tan prematuramente desaparecido como tú, me vinieron a la memoria sus versos: Vosaltres restareu, / per veure el bo que és tot: / i la Vida / i la Mort.
(A la memoria de Salvador Iborra Mallol, poeta asesinado en Barcelona la madrugada del 29 de septiembre de 2011, y tras leer el artículo conmemorativo de Carlos Zanón en El País de hace unos días).
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