1
Hace años envié a un par de amigas de personalidades bien distintas “La señora del perrito”, ese cuento de Chéjov que, cuando tengo ganas de decir cosas rotundas e indefendibles, aseguro que es el mejor de la historia del género. Sin duda, no es el mejor, pero tampoco puedo afirmar que no lo sea, y basta con esa conspiración irresoluble. La cuestión es que a ambas les pedí que leyeran el cuento, que no conocían, y que describieran qué les parecían Ana y Gurov, los protagonistas. No recuerdo sus semblanzas, sí que no se parecían en nada. Si a una Gurov le parecía un cobarde, a la otra le parecía un desalmado, por ejemplo: adjetivos que no se neutralizan pero que tampoco se superponen.
Luego está mi propio desacuerdo con Harold Bloom, según el cual en este cuento Chéjov expone su visión negativa del amor romántico, mientras que a mí no me lo parece. Seguramente, Chéjov se encogería de hombros y se limitaría a rellenar de champán su copa y la de Olga Knipper, a la orilla de un mar de marea volcánica.
2
Un autor menor oculta la clave del cuento en un cajoncito sin cerrar, permite al lector la pequeña alegría que abrir el cajón y dar con la solución. Todas las vanidades quedan parcialmente saciadas. Todo mi respeto para el autor menor. Solo que Chéjov no lo es. Es más bien un inspector que ha pasado antes por la escena del crimen, lo ha registrado todo, y cuando llegamos nosotros nos deja repetir el escrutinio, pero advirtiéndonos antes: No encontraréis nada.
De los últimos cuentos de Chéjov hay tres que releo cada cierto tiempo: “La señora del perrito”, “Casa con desván”, “Iónich”. El segundo sella su lectura con un hierro en forma de pregunta: “Misius, ¿dónde estás?”, algo que solo alguien con buena mano para el fuego puede permitirse. El tercero es, probablemente, el más simple, y dudo si es igualmente el más misterioso. Resumirlo es fácil: Iónich, un médico rural, se enamora de Katia, la hija de una familia bien situada y de cierta cultura de una ciudad cercana; Katia es joven, vanidosa, persigue una carrera como concertista, se burla de él y lo rechaza; años después, Katia vuelve de Moscú, en cuyo conservatorio ha estudiado; ha fracasado en su ambición musical, y busca encontrarse a toda costa con Iónich; pero Iónich ha engordado, se ha enriquecido, la encuentra molesta, se olvida de visitarla; los años pasan; Iónich es cada vez más rico, solo trabaja, juega a cartas, cena solo en el club, e interviene para denigrar a Katia y su familia cada vez que escucha que se habla de ella.
Fin del cuento.
3
Hace pocos días tuve el impulso de releer “Iónich”, pero de mala fe, queriendo buscar y forzar sus soldaduras. No lo conseguí. Me volvió a sorprender y a enfriar la sangre el vuelco de fuerzas que se produce: el desdeñado se vuelve desdeñoso, igual que el personaje de Erland Josephson pasa de ser engreído y dominante en el primer capítulo de “Secretos de un matrimonio” a débil y casi implorante en el último. Si lo que presenciamos es un triunfo, es un triunfo ruinoso sobre un territorio donde ya nunca podrá fructificar nada.
Chéjov no es un posmoderno ni un relativista. Es un escéptico de buen corazón: corazón evidente incluso en los primeros cuentos, mordidos y babeantes de sátira, y que con los años creció hasta abarcar su literatura con el latido amortiguado de la compasión, la ternura, y la ignorancia.
Decía que leí el cuento con mala fe, y me quedé solo, porque ni siquiera me acompañó la posible mala fe de Iónich. Intento explicarme. En la primera escena, Katia cita a Iónich en el cementerio, a medianoche; él acude a la cita pero Katia parece retrasarse; Iónich pasa de sentir la paz del lugar a experimentar el vacío de muerte de los siglos; Katia no aparece y en su siguiente encuentro pretexta que era una broma. En la segunda, Katia, regresada de Moscú, le pide que los visite y Iónich accede, pero no lo hace. Este es el momento crucial. Uno pensaría que Iónich ha retenido el agravio aquel y se resarce, pero no es así: “Pero pasaron tres días, una semana, y no fue. Al pasar una vez en coche por delante de la casa de los Turkin, recordó que debía entrar aunque solo fuese un momento…: pero al pensarlo más detenidamente, decidió no hacerlo. Y nunca volvió a ver a los Turkin.”
“Recordó”. El desprecio de Iónich está tan confundido con su vida que ni siquiera es necesario rebajarse a ofensas o desquites. Está solo con su odio.
Pero si fuera tan solo esto… Chéjov se las ingenia para no saber (no para que no sepamos, es decir, para ocultarnos lo que él sí sabe, sino para dejarnos claro que nadie, tampoco él, sabe) si lo que Iónich persigue es la dote de Katia de manera que, cuando se propio ascenso social le llena los bolsillos, pierde el interés; hay frases diseminadas que parecen señalar a eso. O si es la belleza de la juventud lo que le atrae y lo que lo aleja, una vez ha sido ajada por la decepción y el fracaso. Peor todavía: si prefiere un rechazo que con el filo adecuado puede mantenerse fresco y sangrante, a una relación con tiempo y desarrollo. Mejor, tal vez, disfrutar del vértigo eterno del trampolín, y nunca lanzarse.
Tampoco Katia ofrece más claridad. Parece humanizada al regreso de Moscú: “Me imaginé que ser una gran pianista. Pero luego he visto que todas las muchachas tocan el piano y que yo era una de tantas, y no un genio como creí.” Pero sorprende que pasen los años y no se case (hablamos de principios del siglo XX, cuando el matrimonio era más un destino social que cualquier otra cosa), hecho que no me cabe duda que Chéjov quiere indicar al final del cuento, cuando explica que madre e hija suelen pasar el otoño en Crimea y que el padre las despide en el andén. No es un detalle al azar, está puesto para que entendamos que se ha quedado soltera y, probablemente, en contra de su voluntad. ¿No se ha sobrepuesto a Iónich? ¿Era su amor por él un amor real, descubierto tarde? ¿No ha encontrado otro pretendiente a su alrededor? Si es verdad, como dicen algunos, que Chéjov se mete en sus personaje, o bien se mete con los ojos vendados o sale más confuso de lo que entró. Podemos decir de él que cumple lo que Bernard Meneses exigía al buen escritor: ver borroso de lejos y con precisión de cerca. No consigue entender, pero expone con nitidez su perplejidad.
Un cuento de temática apastelada cobra el relieve de lo impenetrable del recorrido de hombres y mujeres. Aunque no faltan los momentos en que Chéjov deja caer la guillotina con maestría de corte argentino: después de resumir la vida de Iónich en trabajo, cartas, soledad y odio, remata: “Esto es todo cuanto puede decirse de él”.
4
Casi inevitablemente, he recordado “Bienvenido, Bob”, otro cuento maestro sobre una boda frustrada y su sustitución por un resentimiento inexpugnable. Aquí, Onetti cede la voz a un hombre prometido con una chica joven, cuyo hermano la disuade no se sabe bien con qué argumentos. El narrador deja de ver a Inés y se somete a la fuerza inexorable de Bob. Años después, se reencuentran: Bob es ahora Roberto, está casado sórdidamente, pobremente, y sus sueños de ser un gran arquitecto se han quedado en nada.
Onetti no pertenece al gran árbol de narradores descendientes de Chéjov (sus referencias son Celine y Faulkner). Lo que no tiene de ambiguo o elusivo lo tiene de contundente. Así describe el narrador su agria victoria, que nadie querría para sí y que quizá todos, alguna vez, hayamos ambicionado. Después de reconocer y volver a frecuentar a Bob/Roberto, dice:
“Cuando volví a verlo, cuando iniciamos esta segunda amistad que espero no terminará ya nunca, dejé de pensar en toda forma de ataque. Quedó resuelto que no le hablaría jamás de Inés ni del pasado y que, en silencio, yo mantendría todo aquello viviente dentro de mí. Nada más que esto hago, casi todas las tardes, frente a Roberto y las caras familiares del café. Mi odio se conservará cálido y nuevo mientras pueda seguir viviendo y escuchando a Roberto; nadie sabe de mi venganza, pero la vivo, gozosa y enfurecida, un día y otro.”
En una esquina de su club, solo frente a su cena, puede que Iónich sepa qué significan esas palabras.
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