1
En la universidad solía reunirme con un profesor jesuita, un ex revolucionario arrinconado al que la facultad no prestaba mucha atención. Charlábamos de filosofía. Cuando le dije que al leer el “Tractatus” tenía la sensación de estar delante de poesía existencialista, me respondió con dulzura “Yo no tengo esa impresión”. Entiendo que por no llamarme memo.
Vuelvo a pensar que, con toda la imprecisión que queramos, algo de lo que olí entre las proposiciones disecadas del libro tenía que ver con eso.
2
Según Ray Monk, biógrafo de Wittgenstein, para este, “toda filosofía, en la medida en que uno se dedica a ella de manera honesta y decente, comienza con una confesión.” Así que aquí va una mía: he leído el “Tractatus” como he podido, es decir, saltándome casi todas las proposiciones sobre lógica, de las que no entiendo nada, y deteniéndome en aquellas que no sé si entendía pero al menos no parecía imposible entender, siquiera como quien prueba las natillas con el dedo; las “Investigaciones filosóficas” las abro a veces como el I Ching, a ver si su aliento helado me despereza las entendederas (o, sorprendente, las sentideras). No es solo que no sea un experto en Wittgenstein, es que ni siquiera he conseguido ser un lector minucioso, pero en COU me fascinó la pretensión de este hombre de construir un lenguaje inapelable. Miedo a la vida, me parece ahora; o creer que vivir es ser el bedel de un museo en el turno de noche; o pensar que si silbas, las nubes acuden. Lo digo de mí mismo. De Wittgenstein solo puede tener la sospecha.
3
Lo que más me conmueve, y me conmueve mucho, es el abismo que separa la obra filosófica de Wittgenstein (cuyo único objetivo es despejar la neblina de problemas inexistentes a través de una limpieza brutal del lenguaje) de la vida del hombre Wittgenstein. De esta sabemos por sus amigos, sus cartas, su diario: una vida de angustia, de opresión emocional, de la tensión entre el deseo de soledad (donde uno quizá evite plantearse quién es) y el deseo de contacto (donde el problema de quién soy se manifiesta inevitablemente, aunque se acalle).
En algún sentido, podríamos pensar que Wittgenstein dedicó la mayor parte de su trabajo a la comunicación. Pero si se le pedía que escribiera prólogos a sus propias obras, para desbrozar lo más nuclear de las mismas, dudaba. Porque, quienes habían conseguido abrirse paso entre sus ideas o ya simpatizaban con ella no necesitaban del prólogo; y a quienes no hubieran entrado por su propio pie, no lograría persuadirlos. Lo que tiene cierto sentido, pero recuerda a aquella idea un poco extravagante o provocadora de Aristóteles, según la cual no es posible aprender a tocar la cítara, porque para hacerlo es necesario saber tocarla.
4
¿”Miedo a la vida”? Wittgenstein participó en la I Guerra Mundial. Poco antes había leído a Schopenhauer y las consideraciones de Tolstói sobre el evangelio. Lecturas y explosiones se hicieron hueco en el “Tractatus”. La obra, que, en origen y bajo el influjo de Russell, quería ser la guía definitiva en materia de lo que es posible decir claramente, de repente dejó lugar a proposiciones que, con el mismo aspecto marcial de las proposiciones lógicas, afirmaban que hay experiencias que rebasan el ámbito de lo decible. “Existe lo místico: es lo inexpresable”.
Luego está la última proposición del libro, demasiado repetida y que no vamos a repetir otra vez. En su lugar, recordemos la frase con la que San Juan de la Cruz acabó sus comentarios en prosa a “Llama de amor viva”. Después de decir que ni puede ni quiere hablar de la aspiración a Dios, San Juan acaba: “Y, por eso, aquí lo dejo”.
5
Sí, miedo a la vida. Es frecuente. Wittgenstein, que quiso y no pudo o no supo rehuir el ambiente académico de Cambridge (era austríaco pero pasó gran parte de su vida en Inglaterra), se propuso durante un tiempo –ya adulto- estudiar medicina, trabajó en unos laboratorios durante la II Guerra Mundial (en la que lamentó no poder participar), encontraba tranquilidad en los paseos, el remo, la actividad física. No tenía claro el valor literario de Shakespeare, le gustaban hasta la obsesión las revistas de relatos de detectives, las películas musicales y, sobre todo, el western (que, en sus mejores ejemplos, son un claro sí a la vida).
6
También le gustaba que sus clases en Cambridge estuvieran poco concurridas y fueran combativas. Si, en medio de una conversación filosófica alguien le decía “Entonces, lo que usted quiere decir…”, lo cortaba con un rugido: “¡Yo no quiero decir nada!” Porque su filosofía no hacía afirmaciones; solo pretendía identificar los falsos problemas causados por un uso indebido del lenguaje. Por eso aplicó su guadaña a la lógica, a las matemáticas, a la psicología, a la teoría de los colores de Goethe. Esto no significa, o para Wittgenstein no significaba, que la filosofía solo sirviera para despojar al pensamiento de ramas muertas, sino que servía para aplicarlo a la vida personal. Pero, ¿qué se puede decir cuando se ha procedido contra el lenguaje como un control antiplagas? ¿Cómo se vive cuando se teme pisar una bomba en cualquier momento? ¿Se puede andar y vivir con lo que Emily Dickinson llamó “that precarious gait / some call experience” (“ese paso vacilante / al que algunos llaman experiencia”?
7
No deja de sorprenderme que Rusell (que era ateo) creyera en la posibilidad de originar todo un sistema lógico-matemático a partir de una célula lógica originaria, una especie de creacionismo lógico, y que Wittgenstein (que era creyente de una manera difícil de concretar) no solo no creyera en esa posibilidad sino que le pareciera absurda, innecesaria, y que acabara afirmando que saber es saber usar. Es decir: que el lenguaje colocado y abierto en canal sobre una placa de Petri no dice nada: es actualizado y encajado en el uso cotidiano donde se carga de sentido y de intención. Preguntarse por la esencia última o por el significado último es absurdo. Esa posición lo vincula de una forma singular con Nietzsche.
Los juegos de lenguaje, que es como llamaba al uso práctico y situacional del lenguaje, descansan sobre algo irreductible, esa cierta blandura a la que le costaba tanto abandonarse, aunque toda la vida pareció buscarlo. Cuando, alojado en un hogar en el que vivían dos ñiñas, se puso a jugar con ellas al pilla-pilla, subiendo y bajando escaleras, tuvieron que detenerlo dos horas más tarde: se había tomado el juego con demasiada seriedad. Propio de él, abordarlo todo con una intensidad asfixiante.
8
Rusell le dio un consejo excelente: publicar sin tanto miramiento, desentenderse de la perfección. Era sobre el hecho de publicar; servía también para el hecho de vivir. Era para Wittgenstein; es para todos.
9
Están su tendencia a la melancolía, la aflicción que remitía gracias a contactos humanos y cálidos, que él mismo se encargaba de enlodar con exigencias que en ocasiones superaban la paciencia enorme de sus amigos o anfitriones. Sentirse cómodo en la vida -por decirlo de algún modo-, dejarse llevar por la sencillez de los encuentros, no resulta tan inmediato para todos. Wittgenstein apreciaba la amabilidad, el valor de lo sencillo; echaba de menos la compañía cuando se recluía en su cabaña de Noruega o en la casa de un amigo en Connemara, en la costa Oeste de Irlanda, pero cuando vivía en compañía le molestaba el primer grito, y solía preferir comer solo en su habitación.
Pero desde joven hervía en él el deseo de ser alguien distinto, lo que leo como el deseo de abrir la puerta a la espontaneidad, de librarse de la culpa y de la falta de compasión con la que se miraba a sí mismo. Porque cuando uno desea ser otra persona, intuyo, lo que desea realmente es ser uno mismo sin pesadumbre. Rompe el alma leer lo que le dijo a Russell: “En lo más profundo de mí hay una perpetua ebullición, como en el fondo de un géiser, y no dejo de esperar que las cosas entren en erupción de una vez por todas, de modo que pueda convertirme en una persona distinta.”
El mismo rigor con el que acudió a retirar los tejidos necrosados del lenguaje se lo aplicó a sí mismo. Sabía que sus dudas sobre la valía de su trabajo lo hacían orgulloso, como a todos los que desconfían de sí mismos (quienes están sobriamente seguros de la honestidad de lo que hacen ni levantan la voz ni se ocultan). “El edificio de tu orgullo debe ser desarmado. Y es un trabajo terriblemente duro.” Palabras escritas hacia o contra sí mismo, con una acritud metálica propia de la severidad de Marco Aurelio. Tal vez ni se le pasó por la cabeza que el mejor método para desarmar el orgullo fuera no oponerse frontalmente a él.
O sí, quizá sí lo supo. En otra ocasión, bajo el peso de la melancolía habitual en él, se dice a sí mismo:
“Deberías permitirle entrar en tu corazón. No deberías tener miedo de la locura. Quizá viene a ti como amiga y no como enemiga, y lo único malo sea tu resistencia. Permite que la aflicción entre en tu corazón. No le cierres la puerta. Ahí fuera, ante la puerta, en la mente, da miedo, pero no en el corazón.”
Lo que hace pensar que, además de intentar pulir o desinfectar el lenguaje de la psicología, entrevió algo más, algo que podría refrescar la vida, aunque fuera un poco. No es fácil ver la puerta más allá de la cual intuimos una vida más ligera. Atravesarla, tampoco: es demasiado estrecha para que pase el ‘yo’. O puede que sí sea fácil. Ya no estoy nada seguro de esto.
10
“El descubrimiento real es aquel que me hace capaz de dejar de filosofar cuando quiero”. Me parece una frase muy misteriosa. Me recuerda a otra, más o menos contemporánea, de María Zambrano: “Solo se encuentra liberación cuando arribamos a algo permanente”. ¿Qué sería eso liberador, eso permanente? ¿Despejar todas las turbiedades del lenguaje y poder asomarse por fin, al balcón místico del mundo? ¿Abandonar la esperanza de poder acabar esa tarea y, súbitamente relajado, asomarse al balcón místico del mundo?
Dos cosas, un poco sacadas de definición. Una: el otro también es un balcón místico. Dos: también funciona al revés, el lenguaje deja de ser problemático ante la vivencia total del mundo.
11
Al escribir este texto, se me ocurrió que estaría bien que existiera una proposición adicional en el “Tractatus”, una proposición bastarda y sin numerar, entre paréntesis. Una en la que Wittgenstein rompiera la baraja y nos guiñara el ojo para que entendiéramos que lo sabía: sabía que esto sería difícil a veces. Aunque para ello no usara palabras suyas, sino –por ejemplo- las de su amigo y amante Francis Skinner quien, al recibir una carta de Ludgwig desde Noruega en la que le decía que el mal tiempo le impedía salir de la cabaña (esto sucedió años después de concluido el “Tractatus”), le respondió: “Siento que haya tormentas.”
12
Al margen de todo, al margen de sus aproximaciones tibias al Positivismo Lógico (que luego fue desplante), al margen de su necesidad enloquecedora de compañía y soledad, de su desprecio por el ambiente tieso de Cambridge (cuando su propio temperamento era esquinado e implacable), al margen de todo, queda, entre muchas cosas que no entenderé nunca, un anhelo consignado en su diario, algo que es casi una plegaria y con la que (me) parece imposible no sintonizar: “Ojalá me sea posible ser sincero y amar.”
Comentarios sin respuestas