Hoy he regresado a la ciudad que me inspiró el argumento de Immorality Act. Porque a pesar de que la historia se desarrolla en Pietermaritzburg —la localidad rodeada de colinas verdes del KwaZulu-Natal en la que nació la irreverencia de Tom Sharpe—, fue Windhoek, la capital de Namibia, la que me empujó a escribir la novela.
El regreso a un lugar especial es como encontrarse con una vieja amiga. Windhoek me recibe con los brazos abiertos y, sin reticencias, nos reconocemos desde el primer momento en el brillo de la mirada. Pero, tras el abrazo y los saludos, nos vamos dando cuenta de que, a pesar de que el sentimiento entre nosotras no ha cambiado en absoluto, el paso del tiempo ha dejado una marca indeleble en ella y también en mí.
Desde la terraza del Café Zoo, mientras pienso en los cambios que ha experimentado esta ciudad desde la última vez que la visité, observo el caminar relajado de las personas que pasean por Independence Avenue o que charlan sobre el césped del parque cercano. Me reconforta la familiaridad de las tiendas de la avenida, el sol de invierno iluminando la desmesurada porción de tarta de leche, algunas de las palabras en oshikwanyama que todavía reconozco. Me siento tan feliz que me atrevo a saludar en un susurro al enorme ficus que cuida de la terraza y que me regala algunos recuerdos que creía ya olvidados. Y, entonces, de repente, algo no cuadra. ¿Estaba ahí ese hotel? Y esos bancos de hormigón, ¿estaban? Deslizo la mirada sobre ellos intentando borrarlos. No quiero novedades en mi campo de visión, me molestan. Sí, me molestan porque son las culpables de que Windhoek no se parezca a mi Windhoek, esa ciudad con la que sueño y en la que creo cuando estoy lejos.
La memoria es un fenómeno intrigante que podemos moldear a voluntad con el paso del tiempo. ¿Alguna vez os habéis encontrado con alguien del pasado y habéis sentido que sus recuerdos difieren notablemente de los vuestros? Parece que los recuerdos son selectivos y que, al igual que nosotros, se van construyendo con la edad. Hasta que un día nos sorprenden en su inexactitud.
Namibia vivió bajo el apartheid hasta los años 90 y yo traté de forma inconsciente de borrar la herencia racista de este lugar tan querido. Pero no pude, era absurdo mentirme a mí misma, así que intenté entender en qué había consistido, cómo había cambiado la forma de pensar y sentir de las personas que vivieron bajo la opresión de ese sistema. Mientras escribía y rescribía Immorality act apenas encontrabas niños blancos y negros jugando juntos en el parque; hoy un equipo de rugby infantil formado por chavales de diversos orígenes culturales comparte la misma camiseta. Antes, no encontrabas un lugar destacado para la literatura africana en las librerías; ahora me siento feliz cuando descubro una sección extensa dedicada a ella. Cuando vivía en Windhoek, todos los negocios del centro estaban regentados por africanos blancos; ahora muchos de los propietarios son negros. ¿Será que realmente el país está cambiando y dejando atrás las huellas de la separación racial?
Me gustaría pensar que sí, pero, ¿y si percibo todo lo que me rodea de la misma forma que borro esos detalles que no encajan en el parque? Qué difícil es escapar de las propias mentiras. Las que borran de mi campo de visión que los chavales del equipo de rugby se sientan separados en los bancos del parque; las que me ocultan que no hay ninguna novela africana entre las más vendidas de la librería; las que no me dejan ver que, ahora que los propietarios de los negocios del centro son negros, la mayoría de los blancos ha preferido los centros comerciales de los suburbios. Para no mezclarse, para mantenerse separados.
Se hace tarde. Recojo mis cosas de la terraza del Café Zoo cuando desde detrás del ficus me saluda una vieja conocida: la Torre del Reloj. Se trata de una torre en miniatura que, situada en la avenida principal, inspiró una famosa campaña publicitaria de la que muchos namibios todavía se ríen: el primer vuelo directo de Windhoek a Londres, from tower to tower. Me acuerdo de sus risas y yo también sonrío. No sólo por el chiste, también porque la vieja torre sigue aquí, porque la reconozco. La torre, mis recuerdos, las mentiras. Y la duda de si esta noche el auto engaño me ayudará a poder dormir tranquila.
Fragmentos de Immorality Act:
Andrew:
A veces deseaba que los negros no existieran. Que no hubieran existido nunca. No haber conocido a Lungile jamás, dejar de recordar y ser, como antes, indiferente a todas las injusticias que lo rodeaban. No reconocerlas. No haber visto nunca los golpes en la cara de su amigo. No tener conocimiento de que su vecino Stein estaba organizando una patrulla vecinal preparada para disparar a discreción a los negros que se atreviesen a transitar por el barrio durante la noche en homenaje al toque de queda desaparecido. Había mucha gente interesada en que no cambiasen las cosas. Ahora que el gobierno había dejado de ser tan estricto, que ya no podía controlarlo todo. Exacto. Ya no podían con todos. Los de fuera, los de dentro. Los mendigos deambulaban por todas partes y los ilegales profanaban los templos sagrados.
Julia:
Pero los recuerdos, los buenos y los malos, no necesitan invitación para acudir a una cita. Le pasaban a Julia por delante como los paisajes que atraviesan la ventanilla de un tren de traqueteo lento, de los que a ella tanto le gustaban, los que se toman tiempo para llegar a su destino. Tras los cristales de los vagones aparecían montañas imponentes o la luna reflejándose en la sabana; algunas casas con tan mala suerte que no pudieron escoger vivir lejos de las vías; los bosques o los desiertos que rodeaban por igual estaciones y apeaderos.
Y también, transparentes y entremezclados con los detalles de todos esos paisajes, como ahora le sucedía en la biblioteca de la mansión, Julia podía percibir aquí y allá algunos días, momentos, personas compartiendo el espacio limitado de la memoria: Andrew y el regalo que olvidó llevarse; Lungile incumpliendo la promesa de
volver con ella a la mansión; el padre Seamus mintiéndoles durante toda la tarde.
Lungile:
Era cierto, ya no esperaba nada de ellos. Todos sin excepción sufrían de cataratas en los ojos; sus cerebros blancos no dejaban de proyectar estereotipos escogidos sobre los negros, los mestizos, los indios, sobre África al completo. Algunos veían peligro, salvajismo. Otros, víctimas o héroes revolucionarios. Muy pocos los veían con claridad. Poquísimos. Tal vez, ninguno
Gran novela de Ana Moya y grandes reflexiones sobre la memoria y los recuerdos. ¡Cuántas veces preferimos no releer aquella novela o no volver a ver aquella película que vimos de adolescente porque tenemos unos recuerdos idealizados y maravillosos y no queremos romper esa magia de los recuerdos!