«Aborrezco toda etiqueta; pero si alguna me habría de ser más llevadera es la de ideoclasta, rompeideas.» (Miguel de Unamuno, La ideocracia)
La filosofía en occidente se inicia —si se me permite esta simplificación— con la luz de la razón. Ante una realidad en constante mutación, los griegos de la época (hace, aproximadamente, unos 2500 años), buscaban lo permanente tras el movimiento. En la localidad de Elea, en el mundo antiguo, ya se discutía sobre esto. Dos eran los caminos —nos decía Parménides— del conocimiento. Uno de ellos (el único verdadero) era la vía del ser. Esta consistía, grosso modo, en postular que, tras el movimiento incesante de la realidad, tendría que existir una perfecta e indivisible unidad. Este camino transitable por el pensamiento era el de la razón: aquello que «es». El otro trayecto, el de los sentidos, estaba pavimentado por el error y la permanente mutación: aquello que «no es». En resumen, el camino del conocimiento se bifurca en dos vías: una es accesible a través de la luz de la razón, la otra es intransitable, plural e incognoscible. En palabras del eleata:
Ea, pues, yo voy a hablarte —y tú retén lo que te diga, tras oírlo—
de los únicos caminos de búsqueda que cabe concebir:
el uno, el de que «es» y no es posible que no sea,
es ruta de convicción (pues a verdad acompaña),
el otro, el de que «no es» y que es preciso que no sea;
te aseguro que nada se puede aprender de ese sendero,
pues ni podrías conocer lo que no es —no es accesible—
ni podrías hacerlo comprensible. (Parménides 3. B 2 DK)
Hasta aquí hemos esbozado dos aspectos de la realidad. Por una parte lo que cae dentro de la luz, por otra lo que queda fuera de esta misma luminosidad. Establecido esto, es hora de mostrar la tesis que vertebra el texto. Dicho brevemente: la luz de la razón tiene una tendencia totalitaria, es decir, elimina todo aquello que no pueda clarificar como desecho cognitivo. Ver algo a la luz, sin puntos muertos o recovecos, significa reducir una realidad rica, compleja y plural a un sistema de ideas. En efecto, y aquí esta el meollo del asunto: la idea de una parcela de la realidad como pretensión total de alumbramiento mata, por decirlo así, lo que alumbra; es decir, lo agota. Y este control conceptual de agotar y ordenar de forma clara y unívoca las realidades complejas que se nos escapan es, y ha sido, —a mi juicio— la pretensión de la luz de la razón en dicho sentido dogmático. Todo aquello que no se puede controlar (ver con claridad) se tira así al vertedero ontológico de lo incognoscible.
Ahora bien, por todo lo dicho, quisiera resaltar que este texto no va en contra de la razón, ni mucho menos (he empleado la razón —o eso creo yo— para escribirlo); ni trata de defender una postura nihilista (todo lo contrario). Lo que intenta es poner de manifiesto cierta parte de su lógica interna y sus consecuencias. La razón tiende, en efecto, a violentar la realidad adaptándola (a la fuerza) a sus términos lógicos unívocos. Esta concepción de la verdad aplicada al ámbito humano tiene —a mi juicio— dos consecuencias no exentas de peligrosidad: una ética y otra estética. El aspecto ético está relacionado con las ideologías cerradas que se creen con la potestad de haber dicho la última palabra sobre la realidad. En efecto, totalizar una realidad tan compleja como la humana (o crear un sistema de ideas cerrado omniexplicativo —como hacen las sectas—) es despojar a aquella de su humanidad. Muchos totalitarismos (históricos y actuales) no han visto jamás a un ser humano concreto viviente, sino a un sujeto subsumido a una idea que lo clasifica y controla. Todo trato con los demás viene así mediado por una batería de conceptos y prejuicios. Esto tendría una consecuencia peligrosa: las relaciones humanas dependerían de lo que mi sistema de ideas diga de la calidad, o no, de esa persona. Esto justificaría —y justifica, desgraciadamente, desde la mayoría del espectro político actual— el trato deleznable a un conciudadano por «razón de ideas». Por otro lado, y respecto al punto de vista estético, se entiende simplemente (que no es poco) que la luz tiende a desencantar la vida y la realidad. La claridad muestra lo que es (según la luz de la razón) sin misterios; el mundo ya esta resuelto, no hay nada más de lo que hablar. Sin embargo, la opacidad, la cual es pudorosa ante la luz, oculta bajo su oscuro manto lo que envuelve. De esta forma la razón se ve impedida, y a la vez seducida, ante una realidad que la desborda. El ambiente en el que vivimos adquiere así cierto halo de incógnita, lo cual, en efecto, mueve a su resolución pero sin terminar nunca de efectuarse.
En definitiva, y como conclusión final de este breve texto, por razones éticas y estéticas nos interesa —en este tiempo que nos ha tocado vivir, paciente lectora o lector— aquello que ya dijera Lévinas: «abrirse camino hacia un pluralismo que no se fusiona en una unidad y que nos permitiría —si es que tal cosa puede intentarse— romper con Parménides» (Emmanuel Lévinas, El tiempo y el otro). Y refutar a Parménides —hijo maravilloso de su tiempo— consistiría en desandar el unívoco y definitivo camino ideológico de la verdad, para internarse en el oscuro sendero inconcluso —y por andar— del inagotable misterio.
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