A Ricardo L. Rodríguez, por tantas conversaciones sobre cine.
«No hay duda de que es esta grandeza ingenua lo que los hombres más simples de todos los climas -y los niños- reconocen en el western a pesar de las diferencias de lengua, de paisajes, de costumbres y de trajes. Porque los héroes épicos y trágicos son universales.»
André Bazin, ¿Qué es el cine?
Un western de madurez: dinamismo y profundidad psicológica
Cada despedida anticipa un nuevo comienzo. Cuando vemos a Ringo-Kid en compañía de Dallas, sentados en lo alto de la carreta que los conducirá al otro lado de la frontera, despidiéndose del sheriff Wilcox y del doctor Boone, aquellos que han sido sus fieles amigos y sus tutores más acérrimos, alejándose del pueblo de Lordsburg en mitad de la noche, después del duelo a muerte que ha enfrentado a Ringo-Kid con los insidiosos hermanos Plummer, sabemos que una nueva vida empieza para ellos.
Coincidimos con André Bazin, el famoso crítico de la Nouvelle Vague francesa, cuando señala la singular capacidad del western para (re)crear sucesos históricos y paisajes emblemáticos, para evocar situaciones cotidianas, para registrar vicisitudes que provocan la inmediata adhesión del espectador, completamente rendido ante el simulacro de la realidad que se extiende ante sus ojos; como una gran metáfora del universo, como un teatro de sueños que imita la existencia.
Desde que se estrenase en el año 1939, sin duda un año emblemático para la historia del cine, en el que confluyeron obras maestras como Lo que el viento se llevó (Gone with The Wind), Caballero sin espada (Mr. Smith Goes to Washington), El Mago de Oz (The Wizard of Oz), Ninotchka (Ninotchka) o Solo los ángeles tienen alas (Only Angels Have Wings), parece que no hubiese pasado el tiempo por ella.
O que sí hubiese pasado, para qué negarlo (cada película es hija de su tiempo), pero no para arrinconarla en un oscuro rincón de filmoteca, tristemente olvidada por el desinterés o la indiferencia, sino para mejorarla con el transcurrir de los años, para someterla a un proceso de oportuno fortalecimiento, para añadirle nuevas capas de significado que quizás antes los espectadores no advertían o se fijaban menos en ellas. Las cosas buenas, a menudo, se valoran mejor a una cierta distancia.
Porque, digámoslo de una vez, La diligencia (Stagecoach) es una de esas joyas cinematográficas a la que los años transcurridos han tratado benévolamente, como si fuese una anciana que no sintiese ningún pudor mostrando el esplendor de sus canas, su legado esencial, su impagable sabiduría de la vida.
Puede que sea por la poesía implícita en sus imágenes (con una espectacular fotografía en blanco y negro), por su cuidadoso retrato de las pasiones y miserias humanas (con actores en estado de gracia, incluido el Oscar al mejor actor secundario para Thomas Michell por su soberbia interpretación de “Doc” Boone, aunque también lo hubiese merecido John Carradine), o por el retrato épico de una época (la conquista del Oeste americano), todas ellas razones de peso, pero el caso es que La diligencia suele encabezar con bastante frecuencia las listas de las mejores películas de todos los tiempos.
Si estuviésemos obligados a reducir el porqué de su excelencia a un único elemento, diríamos que se debe a su capacidad para dialogar con espectadores de diferentes generaciones a través de una historia ejemplar (y ejemplarizante) de progresión dramática, con personajes extraordinariamente delineados.
Eso por no mencionar las dosis de diversión y de entretenimiento que contienen sus escenas de acción (el ataque de los indios contra la diligencia, el duelo final entre Ringo-Kid y los hermanos Plummer), tan características de un género que nació como un mero pasatiempo.
Pero lo llamativo, lo innovador, lo realmente original que supuso una película como La diligencia, no es solo la espectacularidad de sus escenas de acción (algo que se presupone en las películas del Oeste), sino que trascienda el simple objetivo del entretenimiento para erigirse en una película de sorprendente madurez, gracias sobre todo al dramatismo de la trama y a la profundidad de sus personajes.
Este hecho se evidencia en la austeridad de medios empleados para filmarla, en la renuncia explícita a toda parafernalia que distraiga al espectador de aquello que es realmente importante (las vicisitudes de los personajes), algo que Ford volverá a repetir en otra obra maestra suya del western como es El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Valance, 1962), una cinta directamente emparentada con aquella por idénticos motivos.
Ambos factores, entretenimiento a raudales y tensión dramática, hacen de La diligencia un western sorprendente, que desdibuja los límites del género y trasciende los códigos temporales, para erigirse en un espejo fiel de la sociedad, tal y como hacen los grandes clásicos del cine.
Un tratado psicológico y social de los personajes: desenmascaramiento y catarsis
La historia es de sobra conocida. Escoltada por un pelotón del ejército, una diligencia se dispone a atravesar el territorio apache en ruta hacia el pueblo de Lordsburg.
A mitad de camino, la diligencia pierde la escolta que la acompaña y los pasajeros deciden continuar el viaje a pesar de los peligros. En la última jornada, tal y como temían, son atacados por los apaches. A lo largo de una larga y angustiosa persecución, cuando ya se han quedado sin munición y parece todo perdido, un destacamento de caballería logra rescatar oportunamente a los integrantes de la diligencia, que consigue llegar a su destino, si bien con alguna baja entre sus integrantes.
En resumidas cuentas, este es el argumento principal de La diligencia, lo que más tiene que ver con la idiosincrasia del género, pero que deja fuera la parte más intimista y personal de la película, que es el estudio de sus personajes.
Porque los escasos metros donde viajan los pasajeros constituyen una suerte de mosaico social, un complejo microcosmos que refleja los valores y contravalores de unos personajes provisionalmente unidos por una circunstancia común, el viaje a Lordsburg.
Todos tendrán que enfrentarse a un peligro externo común (el ataque de la tribu de Gerónimo) y a un desafío interno (el parto de una de las viajeras, la señora Mallory), y el posicionamiento moral de cada uno de los personajes ante la adversidad hará salir lo que “llevan dentro”, tanto lo mejor como lo peor de sí mismos.
Uno de los grandes aciertos de la película se debe a la elección de los actores para interpretar estos personajes, cada uno con sus valores y con sus prejuicios, modelos o arquetipos en tensión que chocan constantemente entre sí, como si fuesen las moléculas en movimiento de un experimento social.
Un variado mosaico en el que nos encontramos desde el forajido de buen corazón (John Wayne), hasta la mujer de vida licenciosa (Claire Trevor) que se enamora del héroe, pasando por el sarcástico doctor alcohólico (Thomas Michell) que denuncia los prejuicios sociales de sus conciudadanos, la estirada dama sureña (Louise Platt) en busca de su marido, el jugador sureño de turbio pasado (John Carradine), el corrupto hombre de negocios (Berton Churchill), y el inocente y apocado vendedor de whisky (Donald Meek).
A todos ellos hay que sumar a los conductores de la diligencia, el sheriff honesto y valiente (George Brancrof) y su ayudante cobarde y un tanto bufonesco (Andy Devine).
Cineasta al que le gusta repetir con su equipo de confianza, Ford volverá a trabajar con muchos de estos actores en otras películas, como es el caso de Thomas Michell (Hombres intrépidos, 1940), John Carradine (El hombre que mató a Liberty Valance, 1962), Donald Meek (El joven Lincoln, 1939) o Andy Devine (de nuevo, El hombre que mató a Liberty Valance, en un papel muy parecido al que interpreta en La diligencia, casi podría decirse que una continuación del mismo).
Pero, como ejemplo paradigmático de colaboración entre actor y director, mención aparte merece la predilección de Ford por John Wayne, que llegó a ser algo así como su actor-fetiche, con el que llegaría a colaborar en otras catorce ocasiones aparte de La diligencia, y cuya alianza ha sido una de las más provechosas y fructíferas de la historia del cine, solo comparable a la de Alfred Hitchcock y Cary Grant, John Huston y Humphrey Bogart, Frank Capra y James Steward, Billy Wilder y Jack Lemmon, Akira Kurosawa y Toshiro Mifune o Roger Corman y Vincent Price, por citar solo algunos ejemplos clásicos.
Sometidos a situaciones extremas, algunas de ellas de vida o muerte, el viaje de la diligencia a Lordsburg provocará la transformación, la radicalización o el desenmascaramiento de estos personajes, así como la modificación de las relaciones que se establecen entre ellos.
En este sentido, podría decirse que La diligencia prefigura el género de lo que posteriormente se conocerá con el nombre de road movie o “película de carretera”, en la que la excusa de un viaje por el vasto territorio de los Estados Unidos sirve para mostrar la evolución de los personajes.
En el caso de La diligencia, y este es uno de sus grandes aciertos, nada es lo que parece ser al principio de la cinta, y los personajes irán sufriendo una evolución significativa que va a dejar al descubierto lo mejor y lo peor de sí mismos.
Así, a un lado del espectro moral, tenemos los personajes que encarnarán los valores de generosidad o de solidaridad, a pesar de partir como excluidos o marginados sociales, señalados por la ley o por las puritanas damas pertenecientes a la Liga de la Ley y el Orden. Se trata del personaje de Ringo-Kid (el forajido), Dallas (la prostituta) “Doc” Boone (alcohólico y moroso), Hatfield (jugador de turbio pasado) y Peacock (vendedor de whisky atemorizado).
Al otro lado del espectro moral, nos encontramos los personajes que al final representarán las actitudes más cobardes o egoístas, a pesar de su apariencia de individuos respetables al comienzo de la cinta, como Lucy Mallory (la señora con fuertes prejuicios de clase) y, sobre todo, Gatewood (el banquero que roba el dinero a sus clientes).
A medida que avanza la trama, el espectador vislumbra la existencia de esta “doble moral”, duplicidad o contradicción entre lo que cada uno de estos personajes aparenta ser y lo que son en realidad.
Dicho en otras palabras, se trata de una subversión paradigmática de los roles tradicionales en la que los personajes “aparentemente buenos” acaban mostrando su lado más oscuro y sombrío, y los personajes “aparentemente malos” terminarán por sacar a la luz lo mejor del ser humano.
El final de la cinta se encargará de poner el broche de oro (un poco de “justicia poética”) a esta dicotomía moral, con la puesta en libertad del fugitivo Ringo-Kid (injustamente encarcelado por un crimen que no ha cometido) por parte del sheriff Curly, o la detención del banquero Gatewood, una vez descubierto su robo del banco.
También resultan muy interesantes las relaciones que se van tejiendo entre los personajes a medida que avanza la trama. Es el caso, por ejemplo, de las dos mujeres protagonistas, Dallas y Lucy Mallory, la señorita de “moral relajada” o de “vida licenciosa” y la abnegada esposa sureña de un militar, que hace gala de unos fuertes prejuicios sociales.
Desde el principio del viaje, Lucy Mallory mira con grandes recelos la compañía de Dallas en la diligencia e, incluso, rechaza en varias ocasiones sus atenciones. En la primera parada de la diligencia, en Dry Folk, la esposa del militar es incapaz de sentarse a comer en la misma mesa que Dallas, pero luego será esta la que permanezca a su lado toda la noche en la siguiente parada, la de Apache Wells, cuando Lucy Mallory inesperadamente se ponga de parto: primero asistiéndola junto al doctor, y luego cuidando de su bebé durante toda la noche, mientras Mallory se recupera del esfuerzo.
Al final, de forma un tanto tímida pero explícita, una vez que llegan a Lordsburg, la señora Mallory parece rectificar su error al prejuzgar a Dallas por su estilo de vida y reconoce el valor de su ayuda.
Incluso Hatfield, el jugador de turbio pasado que acaba muriendo en el ataque de los indios, logra “redimirse” de sus “pecados” anteriores de alguna forma. Al espectador no le queda más remedio que reconstruir las peripecias de su pasado a partir de las pequeñas pinceladas que se proporcionan en la cinta.
De él apenas sabemos que es un caballero sureño de origen distinguido (su porte elegante, sus modales educados, su vaso de plata); sabemos que luchó en el bando de la Confederación durante la Guerra de Secesión (le ofende que se tache de “rebeldes” a los confederados), bajo el mando del padre de la Sra. Mallory; y sabemos que no tiene buena relación con su familia (¿por su mala reputación como jugador y pistolero?, ¿por su estilo de vida?), puesto que esconde constantemente su identidad no solo a Lucy Mallory, sino al resto del grupo (afirma haber ganado en una partida de cartas el vaso de plata que lo identifica como un miembro de la familia Greenfield).
Pero, a medida que avanza la trama, Hatfield logra “redimirse” en varios sentidos: primero, al mostrarse protector y caballeroso con la indefensa Mallory, la hija del militar con el que luchó en la guerra, militar al que parece respetar profundamente; segundo, ayudando a todo el grupo con su certera puntería en el ataque de los indios; y, finalmente, en el intento final de que su padre, el juez Greenfield, “sepa” que ha muerto de forma honorable y valiente, pese a haber llevado una “vida impropia” para un caballero de buena cuna.
A propósito del tiroteo con los indios, no deja de resultar sintomática la relación que establecen los personajes masculinos, o al menos aquellos que manejan las armas con mayor soltura y experiencia (el sheriff Curley, el pistolero sureño y Ringo-Kid), con la escasa munición de la que disponen, según su escala de valores y su particular código de honor, cuando lo que está en juego es su vida y la de sus compañeros.
Así, por ejemplo, el sheriff Curley, como buen representante de la ley y el orden, vacía completamente sus cargadores disparando contra los indios; Hatfield, que durante todo el viaje ha velado por la seguridad de Miss Mallory, guarda una última bala para matarla y que no sufra, si la diligencia es tomada por los indios (algo que, al final, no ocurre gracias a la milagrosa intervención de la caballería); y Ringo-Kid, esconde tres escasas balas en su sombrero para poder llevar a cabo su venganza contra los hermanos Plummer.
Por último, no quisiéramos terminar este apartado dedicado al estudio de los personajes sin mencionar las abundantes notas de humor que tiene la película a pesar de su dramatismo, un papel centrado en los personajes de Peacock y de “Doc” Boone, y a la curiosa relación que se establece entre ellos.
No hace falta decir que, desde que se conocen en el bar, “Doc” Boone, un bebedor empedernido que se ha quedado sin un céntimo, se muestra encantado con la idea de viajar en la diligencia junto a un marchante de whisky, al que constantemente le roba sus muestras durante el trayecto.
A este marchante de whisky (un individuo apocado, retraído, cobarde), “Doc” Boone le dedica las mayores “atenciones”, como si aquel fuese un niño pequeño que precisara de cuidados permanentes: al subir en la diligencia, le ayuda con la carga del maletín donde guarda las muestras de whisky (en realidad, no quiere separarse de ellas); le coloca oportunamente la bufanda para resguardarlo del frío que entra por las ventanillas; y hasta le seca las gotas de rocío que resbalan por su cara.
Por su parte, Peacock, el marchante de whisky, es el personaje-buzón del grupo: aquel cuyo nombre nadie recuerda o directamente confunden con otro (el sheriff Curley lo llama “Handcock” durante la votación), y aquel cuyo semblante adusto siempre es asimilado al de un clérigo o un reverendo, a pesar de las reiteradas aclaraciones sobre su identidad.
Personaje shakesperiano por excelencia (incluso se permite el lujo de recitar algunos versos de la Ilíada ante las damas de la Liga de la Ley y el Orden), “Doc” Boone prefigura, veinte años antes de su creación, el personaje del periodista Peabody en El hombre que mató a Liberty Valance, también alcohólico y sarcástico, ambos muy cultos, utilizados por Ford para denunciar las injusticias (las de Liberty Valance o las de los hermanos Plummer) y los prejuicios sociales.
De hecho, al principio de La diligencia, cuando tanto él como Dallas son expulsados del pueblo, con ella agarrada de su brazo, “Doc” Boone grita bien alto, para que puedan escucharlo las integrantes de la Liga de la Ley y el Orden, que ambos son “las víctimas de un vil mal llamado prejuicio social”.
Y, al final de la película, como prueba de su refinado sarcasmo, cuando Ringo-Kid consigue huir con Dallas en dirección a su rancho de Méjico, le dice al sheriff Curley que “a partir de ahora estarán a salvo de las bendiciones de la civilización”. Una frase que le vale la invitación del sheriff a una “última” copa en el bar.
Ese hombre tranquilo llamado John Ford
No vamos a negar que ciertos elementos del cine de Ford han envejecido mal (ya hemos dicho que las películas, como cualquier otro producto cultural, están condicionadas por las circunstancias históricas y por los prejuicios de sus creadores), como el tratamiento racista de los nativos americanos (de manera sistemática, aunque no siempre, los villanos de sus películas), provocado por el punto de vista del colonialismo, así como el papel secundario de la mujer, invariablemente subordinado al del hombre.
Como ejemplo de lo primero, podríamos citar la denominada “trilogía de la caballería” de Ford, integrada por Fort Apache (Fort Apache, 1948) La legión invencible (She Wore a Yellow Ribbon, 1949) y Río Grande (Río Grande, 1950). Y como ejemplo de lo segundo, podría mencionarse El hombre tranquilo (The quiet man, 1952) o, incluso, La taberna del irlandés (Donovan´s Reef, 1963).
Desde la óptica actual, estos reproches pueden hacerse con justicia al cine de Ford (o, al menos, a algunas películas de su extensa filmografía), que se sitúa dentro de unas coordenadas morales marcadas por la hegemonía de pensamiento heteropatriarcal, de raza blanca, con una acentuada tendencia a ensalzar el militarismo.
Sin embargo, a partir de aquí, convendría empezar a hilar un poco más fino, pues parte del cine de Ford (insistimos, su filmografía es muy extensa) contiene mensajes y valores que contradicen lo anterior, especialmente en su última etapa, en la que Ford parece empeñado en llevarle la contraria a sus críticos.
Así, por ejemplo, en este último período de su trayectoria, nos encontramos películas en contra de los prejuicios raciales, como Dos cabalgan juntos (Two Rode Together, 1961); en abierta defensa de los nativos americanos frente a los constantes despropósitos del gobierno americano, como El gran combate (Cheyenne Autumn, 1964); o profundamente antirracistas, como El sargento negro (Sergeant Rutledge, 1960).
En cuanto a su supuesta misoginia, sin negar el papel subordinado que suele otorgar sistemáticamente a la mujer (en consonancia con los cánones de la época), también resulta bastante evidente que a Ford le gustan los personajes femeninos de carácter fuerte, como en El hombre que mató a Liberty Valance; matriarcas que defienden con uñas y dientes a los miembros de su clan, como en ¡Qué verde era mi valle! (How Green Was my Valley!, 1941); capaces de oponerse a la adversidad en contextos difíciles, como en Siete mujeres (Seven Women, 1966) o en Las uvas de la ira (The Grapes Of Warth, 1940); e incluso, en un entorno mayoritariamente gobernado por hombres, como en María Estuardo (Mary of Scotland, 1936).
Eso por no mencionar que el cine de Ford representa en buena medida un alegato en contra de los abusos, como en El joven Lincoln (Young Mr. Lincoln, 1939) o en El sol siempre brilla en Kentucky (The Sun Shines Bright, 1953); además de una despiadada crítica a la corrupción política, como en ¡El último hurra! (The Last Hurra! 1958); cuando no representa una explícita defensa de la clase trabajadora en contra de las iniquidades del capitalismo salvaje, como en La ruta del tabaco (Tobacco Road, 1941), así como las ya mencionadas anteriormente ¡Qué verde era mi valle! y Las uvas de la ira.
De hecho, para un cineasta tachado frecuentemente de racista, misógino, reaccionario y conservador, no deja de resultar paradójico que una lista bastante abundante de sus películas insista en valores como la justicia, la igualdad y la solidaridad.
Y sobre la acusación del militarismo que contiene su cine, es cierto que Ford nunca ocultó su predilección por la vida militar y las historias de la caballería, pero casi siempre lo hace con la intención de resaltar los valores positivos de la comunidad (el compañerismo, la amistad, la fidelidad) frente a la barbarie, la adversidad y lo desconocido.
La caballería, igual que la familia, representa para Ford, un modelo (idealizado, es cierto) de comunidad, ese oasis paradisíaco que protege al individuo de los peligros exteriores, y que representa la continuidad de la vida: los individuos mueren y se olvidan; la comunidad permanece y prevalece.
En todo caso, se trata de un militarismo no belicista o explícitamente antibelicista, que trata de impedir a toda costa el enfrentamiento o las matanzas indiscriminadas; y de un colonialismo en absoluto legitimador, que suele denunciar la barbarie implícita en el proceso de colonización.
Con frecuencia, los héroes de Ford destilan una insoslayable amargura provocada por el sinsentido y los horrores de la guerra, como el capitán York de Fort Apache, el coronel Marlowe de Misión de audaces (The Horse Soldiers, 1959) o el general William T. Sherman de La conquista del Oeste (How the West Was Won, 1962), personajes interpretados por su actor-fetiche John Wayne que representan un más que probable alter ego del propio John Ford. Y también muestran su desacuerdo y enfado ante las injusticias de la colonización en nombre del progreso, como el teniente Jim Cary de Dos cabalgan juntos, interpretado por James Steward.
Por último, conviene no olvidar que Ford ha sido un cineasta preocupado por las implicaciones morales de un tema tan controvertido para la sociedad americana como el mestizaje con los indios (en Centauros del desierto (The Searchers, 1956) y Dos cabalgan juntos), y no precisamente desde una óptica complaciente, sino para cuestionar duramente la responsabilidad del gobierno americano.
En el caso concreto de La diligencia, y directamente relacionada con la tensión dialéctica entre ser y parecer (entre la apariencia y la realidad que se esconde detrás de cada personaje), ya hemos visto anteriormente que los tres personajes marginados por la sociedad (Ringo-Kid, por ser un forajido sobre el que pesa una orden de captura; y “Doc” Boone y Dallas, expulsados de la ciudad a causa de su “indecencia”), acaban por ser, ironías de la vida, los individuos más sacrificados por el bien del grupo.
Además, podemos observar en la cinta un alegato en contra del puritanismo más rústico y reaccionario (representado por las damas de la Liga de la ley y el Orden) y de los prejuicios sociales (la actitud de Lucy Mallory respecto a Dallas; la de Hatfield respecto a “Doc” Boone, la de Gatewood respecto al gobierno de su país), además de una ostensible defensa del mestizaje (el matrimonio del tabernero con una india; el del ayudante del sheriff, conductor de la diligencia, con una mejicana) y de la justicia (la puesta en libertad de Ringo-Kid; la muerte de los hermanos Plummer; el encarcelamiento final de Gatewood).
En este sentido, mención especial merece el tratamiento que hace Ford de este último personaje, Gatewood, el banquero corrupto, sin duda el más antipático de la película debido a sus opiniones neoliberales y ultraconservadoras.
En una de las conversaciones con sus compañeros de diligencia, después de robar el dinero de sus clientes, el banquero Gatewood hace gala del cinismo más rancio al acusar al gobierno norteamericano de intervencionista (por querer interferir en sus negocios y pretender una supervisión de los libros de contabilidad de su banco), además de quejarse de su desorbitada deuda pública, de cobrar demasiados impuestos a los ciudadanos y de no ofrecer ningún servicio a cambio de ello.
Al final de su diatriba, que todos los pasajeros escuchan con malestar, pronuncia una frase que bien podría interpretarse como un chiste de mal gusto, si no fuese por su rabiosa actualidad: “Lo que este país necesita es un empresario como presidente”. Toda una profecía pronunciada casi ochenta años antes de la llegada de la “Era Trump”.
El paisaje como personaje: la belleza poética de Monument Valley
No hay ningún género cinematográfico tan asociado a una geografía como el western. De hecho, si se piensa con detenimiento, pocos géneros incluyen en sus títulos tantas referencias a conceptos topográficos como ríos, desiertos, cañones, horizontes, cañadas y un largo etcétera imposible de enumerar.
Títulos de películas como Río Rojo de Howard Hawks (Red River, 1947), Horizontes de grandeza de William Wyler (The Big Country, 1958) o Duelo en la Alta Sierra de Sam Peckinpag (Ride The High Country, 1962), por citar sólo algunos ejemplos, contienen en sí mismos toda una mitología simbólica asociada a un espacio geográfico.
Pensar en las “películas del Oeste”, como se las denomina comúnmente en estas latitudes, es pensar en esos vastos horizontes, en esa amplitud sin ambages de las llanuras americanas, en esos ríos ampulosos, en ese espacio sin fisuras, en esas montañas coronadas con una capa de nieve.
Esa polifacética geografía de un país como Estados Unidos, tan corto de historia (comparada con la “vieja” Europa) pero tan rico en matices, permanecerá asociada a un raudal de microhistorias que la modifican y la transforman: el vaquero solitario a lomos de su caballo, prototipo de una individualidad irreductible, recorriendo el espacio infinito; las interminables procesiones de carromatos entoldados que se recortan en el horizonte; las ociosas manadas de búfalos esparcidas inopinadamente por la llanura; o las funestas columnas de humo, que inevitablemente presagian desgracias o guerras.
Atendiendo a los paisajes elegidos como escenarios, podría establecerse una tipología de westerns un tanto arbitraria y caprichosa. Así, tendríamos westerns verdes-azules, que remiten a grandes extensiones de territorio por colonizar, como Cimarrón (Cimarron, 1960) o Raíces profundas (Shine, 1952); westerns blancos, con grandes encuadres de la nieve impoluta, donde casi puede sentirse el frío cortante, como en Las aventuras de Jeremías Johnson (Jeremiah Johnson, 1972) y Bailando con lobos (Dancing with Wolves, 1992), o con las salitreras bolivianas de fondo, como Blackthorn (Blackthorn, 2011); westerns ocres, con el intenso tono rojizo de la tierra, como Centauros del desierto.
Y, por supuesto, pensar en el western también es pensar en la tormenta de piedra que es Monument Valley, con su imponente presencia, su majestuosidad petrificada, su ocre opacidad, que permanece indeleble en la memoria de los cinéfilos a pesar de no haberlo visto nunca en persona. Y John Ford tiene mucho que ver en esto.
Por los caminos serpenteantes y polvorientos de Monument Valley errará Watt Earp en Pasión de los fuertes (My Darling Clementine, 1946), en un plano casi calcado de La diligencia; sacrificará su vida, para mayor exaltación de su leyenda, el orgulloso capitán Thursday en Fort Apache; provocará infantiles peleas, temible entre sus compañeros de regimiento, el indisciplinado sargento Quincannon en La legión invencible; se establecerán en un recóndito paraje, en busca de la tierra prometida, “lejos de los beneficios de la civilización” (como señala “Doc” Boone al final de La diligencia, al ver partir a Ringo-Kid y a Dallas), los peregrinos mormones de Caravana de paz (Wagonmaster, 1950); educará a su hijo en los rigores de la vida militar, el sufrido coronel York en Río Grande; sin un instante de sosiego, buscará el atormentado Ethan Edwards a su sobrina secuestrada por los indios en Centauros del desierto; tendrá que defender su honor militar y su inocencia, frente a las desconfianzas y acusaciones de sus compañeros de armas, el sargento Rutledge en El sargento negro; abandonarán la reserva en la que han sido confinados, para emprender un largo y dificultoso éxodo hacia su territorio de origen, los supervivientes de la tribu cheyenne en El gran combate; y, por supuesto, escapará Ringo-Kid con Dallas, en busca de un futuro mejor, en La diligencia.
Pero si tuviésemos que destacar una escena en la que Monument Valley tiene una presencia imponente es aquella, perteneciente a La legión invencible, en la que un soldado herido (el cabo Quayne) tiene que ser operado de vida o muerte dentro de un carromato en marcha, en medio de una descomunal tormenta, sin poder detener la caravana por la amenaza de los indios, que les siguen los pasos a toda la expedición.
Los rayos centelleantes del cielo, las nubes negras cargadas de lluvia y el viento desatado por la tormenta, proporcionaron a Ford un escenario único para representar la esencial fragilidad del ser humano frente a las incontrolables fuerzas de la naturaleza.
Las circunstancias de esta famosa escena figuran ya entre los capítulos más jugosos del anecdotario que rodea la figura de Ford. A pesar de la pública y enérgica oposición de su director de fotografía, Winton C. Hoch, que opinaba que las figuras y el paisaje quedarían excesivamente ennegrecidos por la falta de luz ambiental, y que apostaba por filmar con el diafragma cerrado uno o dos puntos por debajo de la exposición errónea, Ford decidió dejar la lente de la cámara tal y como estaba, para que el ambiente amenazante de Monument Valley en aquellos momentos apareciese en la pantalla tal y como parecía en la realidad.
Con independencia de aquella discrepancia momentánea entre director de la película y director de fotografía, lo cierto es que la escena es particularmente sobrecogedora, pues el contraste entre la oscuridad ambiental y los destellos de los relámpagos que inundan fugazmente la composición, consiguen acentuar la impotencia, la incertidumbre y la indefensión del ser humano ante lo desconocido que se extiende a su alrededor, algo que le valió el Oscar al director de fotografía de la película, a pesar de sus reticencias y protestas iniciales.
Y en términos narrativos, no estrictamente visuales, si tuviésemos que destacar una descripción de la idiosincrasia del lugar, lo que representa Monument Valley para la vida de los que habitan sus parajes, no existe mejor ejemplo que el monólogo pronunciado por la Sra. Jorgensen (Olive Carey) en Centauros del desierto, cuando afirma que “Texas no es una tierra para ser habitada por los seres humanos, ni este año ni el que viene, ni Dios sabe cuándo. Pero no creo que esto vaya a durar siempre. Algún día se convertirá en un agradable lugar para vivir. Puede que hagan falta nuestros huesos como abono para que esto ocurra”.
Después de frases como esta, podemos afirmar sin temor a equivocarnos que pocos cineastas como John Ford han sabido sacarle tanto partido a una localización concreta, de forma tan reiterada, ni han conseguido elevar una geografía, un escenario, un territorio a la categoría de personaje narrativo.
Porque en los westerns de Ford, qué duda cabe, la geografía actúa casi como un personaje más de la trama. Y porque existe una suerte de continuidad, para qué negarlo, entre la belleza espectacularmente singular de semejante espacio geográfico y los argumentos de sus películas.
Con su poder de seducción, como estatuas esculpidas caprichosamente por la naturaleza, Monument Valley apareció por primera vez en la filmografía de Ford en La diligencia para proporcionar ese contexto único, lleno de amenazas y desafíos, al viaje de la diligencia hasta la ciudad de Lordsburg.
No cabe la menor duda de que los monolitos impertérritos del valle poseían un magnetismo especial para Ford: una singular topografía que supo convertir en un modelo dramático, perfectamente reconocible en su cine.
¿O es que acaso existe mejor escenario para contar una historia de obsesiones y reconciliaciones como la de Centauros del desierto; para describir un viaje a vida o muerte por territorio enemigo, como el que detalla La legión invencible; para una fábula sobre los lazos de la amistad, como la que describe Pasión de los fuertes; o para narrar la lenta agonía de las tribus indias, tal y como relata El gran combate?
Un final apoteósico para una película memorable
Aunque Monument Valley aparezca en La diligencia como un modelo de escenario narrativo, no es eso lo que resulta más sorprendente de la película.
Resulta bastante evidente que las escenas de acción en los exteriores (el objetivo común de llegar a Lordsburg, la amenaza de Gerónimo, el ataque final de los nativos americanos a la diligencia), con todo lo que tienen de espectacularidad y de diversión para el espectador, poseen menos fuerza dramática que las secuencias de interior, donde se manifiestan los prejuicios sociales y consiguen caerse las máscaras de los personajes, tal y como hemos visto anteriormente.
Por eso, a pesar de haber sido una película “temprana”, siempre se ha calificado La diligencia como una obra de madurez en la trayectoria de Ford. Incluso podría decirse que casi todos los elementos que Ford desarrollará en su cine posterior (o, al menos, algunos de los más importantes) estaban ya contenidos, de alguna manera, al menos implícitamente, en esta película: la lucha del individuo contra la adversidad, la importancia de la comunidad para la supervivencia, la tensión dialéctica entre el deber y la felicidad personal, la denuncia de los prejuicios sociales, etc.
Eso por no mencionar el trasfondo histórico del que se nutre la película, y que también aparecerá en su cine posterior, como el establecimiento de las fronteras, la construcción de la civilización, la conquista de la tierra, el predominio de la ley frente las injusticias sociales e individuales, la integración de las minorías raciales, la reconciliación tras la Guerra de Secesión (1861-1865), lo que le ha valido a Ford en algunas ocasiones el título de “cronista” de la historia y de la sociedad americanas.
En este sentido, no resulta exagerado decir que La diligencia, igual que todo el cine de Ford, puede interpretarse como una especie de crónica o de epopeya fundacional de la nación norteamericana.
Si a esta capacidad para contar buenas historias (las individuales mezcladas con las colectivas), sumamos la habilidad para filmarlas con maestría, como es el caso de Ford, el resultado no puede ser otro que una película acreedora de una factura técnica impecable, propia de un cineasta que sabe en todo momento dónde y cómo hay que poner la cámara.
Resulta muy ilustrativo, por ejemplo, dónde suele situar Ford la línea del horizonte (muy baja en los planos generales, reservando tres cuartos del plano para la línea del cielo), como una forma no solo de otorgarle una mayor presencia poética a las montañas erosionadas de Monument Valley, sino como una manera de resaltar la fragilidad innata del ser humano en medio de una naturaleza inhóspita.
También resulta muy ilustrativo el manejo de los primeros planos (una técnica muy explotada en su etapa anterior de cine mudo) para mostrar las intenciones de los personajes o su estado emocional, como la preocupación del sheriff Curley, cuando se entera de la fuga de Ringo; la sorpresa de Dallas en la posada, cuando Ringo reprende al sheriff por no ofrecerle agua; la codicia del banquero Gatewood, al recibir el cofre con las nóminas de los trabajadores; el miedo de Luke Plummer, al enterarse de la llegada de Ringo a Lordburg; o el desconcierto de “Doc” Boone, testigo involuntario de las intenciones de matrimonio entre Dallas y Ringo.
En este apartado sobre la técnica de Ford, también habría que mencionar la maestría con la que están montadas las secuencias del ataque de los indios a la diligencia, todo un prodigio de dinamismo, tensión y velocidad, utilizando métodos muy innovadores en una película de aquella época, algo que luego empezaron a copiar cineastas posteriores “contagiados” del “estilo Ford”.
Podría decirse, incluso, que hasta los fallos técnicos le “quedan bien” a Ford, como el plano desenfocado de Ringo-Kid al comienzo de la cinta (un mítico plano que sirvió para fijar el estereotipo del vaquero en las películas del Oeste), o los errores en el montaje del ataque de los indios, con planos que cambian la dirección de la acción.
Como último ejemplo de su destreza, también podríamos citar cómo se las ingenia Ford para resolver el duelo final entre Ringo-Kid y los tres hermanos Plummer, un prodigio de elipsis en el que el espectador entiende todo lo que nunca llega a mostrarle la cámara, y todo gracias a unas pocas referencias narrativas, tanto visuales como auditivas.
A lo largo de toda la cinta, Ford consigue acentuar el tono dramático de este duelo (el gran clímax de la película, junto con el ataque de los indios a la diligencia), con pequeñas pinceladas de información aquí y allá, magistralmente dosificadas, incluso desde antes de la primera aparición del propio Ringo en la pantalla: desde el primer plano de preocupación del sheriff Curley al enterarse por su ayudante de los propósitos de Ringo, hasta la lección magistral de elipsis narrativa en el duelo, pasando por el descubrimiento de las tres escasas balas que Ringo ha reservado para los hermanos Plummer tras el tiroteo con los indios.
Todo está pensado para aumentar la tensión del acontecimiento final, y no solo por la asimetría de las condiciones de partida del duelo (tres contra uno), sino porque todo parece aliarse en contra de Ringo: a Luke Plummer acaban proporcionándole un rifle ventajoso; y Ringo solo cuenta con tres balas para tres contrincantes, lo cual indica que no puede errar ni un solo disparo.
Ford se cuida mucho de no mostrar al espectador lo que sucede en el duelo (salvo el gesto de Ringo de tirarse al suelo tras el disparo inicial), pero sí que muestra las consecuencias del mismo: la entrada agonizante de Plummer en el bar, que hace presagiar lo peor, y el rostro compungido de Dallas cuando ve acercarse a ella al inesperado vencedor del duelo. Para dejar con buen sabor de boca al espectador, Ford “concede” el detalle de permitir la “escapada” de Ringo en compañía de Dallas a su rancho de Méjico.
Por cierto, la última conversación entre el sheriff Curley y Doc Boone, después de despedir a los enamorados en su carruaje, representa un final que prefigura el de Casablanca dos años más tarde, entre Rick y el comisario Renault, cuando dejan que Ilsa y Víctor Laszlo huyan de los nazis en el avión que se dirige a Lisboa.
Transcurridos ochenta años desde su estreno, con la distancia temporal suficiente para juzgar los errores y los aciertos de una película memorable, podemos concluir que la edad no solo no le ha pasado factura, sino que los años le han sentado muy bien a La diligencia, dotándola de un significado fácilmente trasladable al contexto social y político actual.
Se trata de una hora y media de metraje sin irregularidades, en un tono continuo, que va más allá de los límites del género, para ofrecer al espectador un poco de todo: aventura, humor, diversión, drama, amor… En una palabra, cine en estado puro.
Bibliografía:
- Bazin, A., ¿Qué es el cine?, Rialp, Madrid, 1966.
- Cohen, C., El western, Paidós, Barcelona, 2006.
- Molina, R., “John Ford”, Nuestro cine, 62, Madrid, 1967, pp. 48-59.
- Téllez, J. L., “El paisaje y el signo”, Contracampo, 36, Madrid, 1984, pp. 33-39.
- Urkijo, F. J., John Ford, Cátedra, Madrid, 2010.
- VV. AA., John Ford, Filmoteca Española, Madrid, 1988.
- VV. AA., El universo de John Ford, Notorius, Madrid, 2017.
- VV. AA., La diligencia, Notorius, Madrid, 2019.
Excelente artículo. Un dechado de "vista de lince cinéfila" y un despliegue de fino estilo literario, tal y como nos tienes acostumbrados a tus ávidos lectores desde hace ya varios años. Y no decaes. Crítica y análisis cinematográfico con criterio hondo y certero. Lo más meritorio, en este caso, es como te has atrevido a explorar un océano ligeramente atisbado por ti anteriormente, navegando en él a través de tu pensamiento y de tu pluma. Te auguro nuevos éxitos en esta nueva travesía. ¡Adiós, ferroviario!