Compré en la librería La Batisfera (vayan, si es que todavía no han ido), de segunda mano, una colección de relatos de Onetti. Se trataba de un libro, podríamos decir, estéticamente discreto: perteneciente a Círculo de lectores, carecía de sobrecubierta —lo cual no es un problema, pues siempre las quito— y la cubierta consistía únicamente en una serie de ‘o’ blancas (creo recordar) sobre fondo negro casi a modo de racimo, como si se tratase de un vino y no de un libro.
Entre sus relatos —aunque podríamos discutir el género, pues algunos se acercan más a la nouvelle, como el que aquí tratamos— se encontraba uno que ya había leído en Besos a la luz de la lona, una compilación (también) de cuentos con temática pugilística (aunque este en realidad no es de boxeo, sino de lucha): «Jacob y el otro». Mi primera reacción fue saltármelo, pero Onetti es tan Onetti que no pude hacerlo. Vaya por delante una confesión: mi memoria, en cuanto a los libros que leo, es curiosa. Apenas recuerdo argumentos, permanecen casi borrados hasta que empiezo a leerlos de nuevo; entonces vuelve a ordenarse todo en mi cerebro y puedo rearmar la historia.
El caso es que con este relato —o nouvelle— me sucedió algo distinto: no solo lo recordé perfectamente conforme inicié su lectura, sino que mi estado anímico se solapó con el que tuve aquella primera vez, no tan lejana: la misma sensación de paz, de felicidad; el recuerdo casi fotográfico de la escena que acompañaba a la lectura: agosto de 2018, entre la una y media y las dos de la mañana, dentro de la furgo en algún lugar de Navarra. Fuera la calma, las estrellas, la noche; dentro más calma, más estrellas, menos noche: Mire y Kenia duermen mientras yo leo, sentado en el asiento del copiloto, girado hacia ellas, con las piernas apoyadas en el colchón. Nos separa una pequeña cortina que utilizo como coartada para encender la lamparita delantera.
Ahora, tumbado en la cama, una tarde de mayo o junio de 2019, conseguía recuperar aquella sensación, volvía a ser aquel Miguel de 2018 que, de vez en cuando, bajaba el libro y escuchaba la respiración de ambas; que pensaba soy feliz. Así soy feliz, no necesito nada más. Un carro, una casa, una buena mujer, que decía la canción. Un carro-casa, una hija sana, una extraordinaria mujer. Y en ese éxtasis particular, que en mi caso acaba sustituyendo en muchas ocasiones la emoción por la lucidez, se alborotaron en mi mente otros dos momentos calcados, al menos en lo esencial.
El primero: enero de 2016, en el sofá-cama del comedor de un apartamento de Harlem que una chica árabe (de algún país de Oriente Medio que ahora no recuerdo) promocionaba en Airbnb. Kenia no era todavía ni siquiera un pensamiento. Durante 5 días me desperté sobre las 6 de la mañana en aquella estancia sin cortinas y aproveché la luz del amanecer, el sueño profundo y cansado de Mire para disfrutar el primer tomo de Los diarios de Emilio Renzi. Años de formación.
El segundo: julio de 2017, tirados en el césped de un lago francés (Le Houga), entre el Peyresourde y Arcachón, en el que paramos a hacernos unos macarrones con tomate y descansar. Kenia todavía no conocía ni al viento, pero ya provocaba náuseas a Mire, le impedía cumplir uno de nuestros objetivos del viaje a través de Francia: comer ostras. De nuevo ella durmiendo, de nuevo Piglia en mis manos, esta vez hablando sobre el Che Guevara en El último lector.
Tres situaciones distintas, tres fechas distintas, tres momentos distintos. Y en el fondo tan iguales. Busqué las coincidencias: el viaje, la lectura, el sueño, la soledad, el amor. El escritor cambia, aunque en realidad no es así: una vez devorado Piglia, Onetti ha sido quien ha ocupado su vacío. Al principio sin Matatu (la furgo), ahora con ella. Al principio sin Kenia, ahora con ella. Al principio muy bueno, ahora mejor. Y el nexo en común que lo articula todo es la vigilia, la guardia, las horas robadas al sueño para leer. Y, más allá de aquello, la compañía ausente de los seres queridos, el sueño con el que acompañan mi lectura. La anhelada soledad, que solo es deseada porque no es real, porque tiene un final tan próximo como un estornudo furtivo, como un carraspeo culpable.
Nadie quiere estar solo. Por mucho que digamos que nos gusta la soledad, nadie la quiere. Buscamos la pausa, el descanso, la desconexión, pero siempre sabiendo que estirando el brazo agarraremos la boya, que agarrando la boya saldremos a flote. Recuerdo siempre aquello que me contó mi querida Sandra Ambrič, compañera croata-alemana de piso en Génova, cuando nos encontramos un par de años después: ahora que vivía sola, tras tanto tiempo deseándolo, tras compartir piso con familia, con amigos, con novios, se dedicaba a dejar las ventanas abiertas al salir por la mañana de casa con la vana esperanza de que el viento, al menos el viento, alterase levemente el orden al que ella la había sometido. Que, al volver por la noche, algo hubiese cambiado; que al menos le hiciese compañía el espejismo. Se sentía triste. Se sentía sola.
La lectura —la literatura— es mágica. Consigue transportarte a mundos que no conociste. La relectura, además de mágica, es terapéutica. Te lleva de regreso a mundos que conociste, a experiencias que disfrutaste, a sentimientos que aún siguen alojados en algún rincón de tu ser. A tiempos felices. A tu Macondo particular.
Comentarios sin respuestas