Para Magda
Un psicólogo sostiene que en la primavera abundan los casos de depresión. A su entender, habiendo pasado tres, cuatro meses desde la Noche Vieja, las personas se frustran al constatar que han roto o no han comenzado sus propósitos de Año Nuevo. Un psiquiatra asevera que las peores crisis depresivas ocurren en el invierno, a causa de la corta duración del día y la poca intensidad de la luz del sol. La lluvia, en general, tiene fama de inducir a estados melancólicos. En los países escandinavos hay un alto índice de suicidios —se culpa al frío y a los días cortos—; en México una alcaldesa adjudicó las matanzas en Tierra Caliente a “la calor” —y a sus cómplices, los carbohidratos—. Y las bajas temperaturas endurecen el carácter de los rusos (he escuchado que los esquimales, sin ser del todo pacíficos, no arman guerras frías y no se meten con nadie, si bien tampoco están dispuestos a recibir visitas en sus iglús); y por el calor la gente de playa es huevona, aunque la misma razón explique cuán festivos son los caribeños, etcétera.
Seguro hay pruebas científicas del influjo del clima en el metabolismo y el estado de ánimo de las personas e, incluso, en los usos y costumbres y en la historia de los pueblos. No las conozco y, sin embargo, admito que las haya en vista de cuánto nos preocupa el clima o, al menos, en vista del lugar inevitable que ocupa en nuestro trato en calidad de rompehielo conversacional: lugar común por todos usado, hasta por quienes lo aborrecemos de dientes para fuera, pues a la mera hora, tras el cómo estás, bien gracias y tú de rigor, y la referencia al tráfico, encarecemos o vituperamos el clima para luego entrar en calor y hablar de filosofía si hace frío o bromear si hace calor. A propósito de calores y alegrías, ninguna gracia me hizo que una traductora del finés al náhuatl me cancelase una ida al cine de último momento porque, y al día de hoy estoy de acuerdo con ella, el bochorno estaba insoportable (lástima que su mendacidad, irrebatible en este punto, obviara, por descuido, la contradicción del aire acondicionado); el pretexto, muy eficaz y obvio, me dejó claro a quién realmente considera —aún no la ha partido un rayo— insoportable, a quién no verá nunca así llueva, nieve o escampe el cielo.
Las estaciones del alma son ajenas al buen o mal tiempo. Dependiendo de su soberana arbitrariedad, la alegría soleada de la “Primavera” de Vivaldi puede persuadirnos menos que Yuri con su célebre “Maldita primavera”. Así me ha sucedido. He llegado a concordar no con la letra, que no he escuchado con atención, sino con el título: ha habido primaveras en cuyas tardes bonancibles he hibernado, las persianas cerradas, por causa de una abulia a la que, a no ser por Yuri, nadie daría crédito. Septiembre, mes del que Earth, Wind & Fire hizo un himno al amor y a la danza, me invita a bailar y a amar —o no— tanto como los otros once meses. Comprendo que, al describir Londres, Amado Nervo lamentara “el tedio de lloviznas pertinaces” y el indeficiente “spleen” —tópico del canon estacional—, y tan lo comprendo que me fue fácil consultar el poema porque, cuando lo leí por primera vez, lo marqué con un post-it. También simpatizo con quienes disfrutan las tardes lluviosas y con quienes, como Francis Ponge, las contemplan desde una neutralidad tipo zen. (Aquí invito a mejores plumas y cerebros a elaborar una enciclopedia de las mil y una representaciones del clima y los fenómenos atmosféricos en la literatura occidental. Yo me contento con dejar pasar el buen o mal tiempo escuchando a Weather Report, cuyo nombre encapsula esta preocupación ecuménica de si va a llover). En todo caso, sea triste de suyo o no, la lluvia lo fue a ojos de Nervo, y uno agradece que su malestar, en vez de quedarse en un rezongo con la vecina, haya trascendido a un soneto de calidad discutible, asunto que no me compete ni me importa. A oídos míos, la lluvia se presenta como una pieza polirrítmica para ensamble de percusiones, una suerte de muzak minimalista, y la celebro sobre todo cuando, de tan recia, acalla el karaoke del vecino.
Con los cataclismos atmosféricos no voy a meterme. Si Veracruz se indigna por la poetización de la lluvia, está en su derecho (como lo estuvo Rafael Delgado al poetizar, en bellas estampas, la lluvia de la pleonástica Pluviosilla, trasunto de Orizaba). No desestimo la incidencia de la extremosidad climática: Napoleón y Hitler probaron la crudeza del General Invierno, con quien el más cobarde entre los rusos se pone al tiro, y los bereberes no son nómadas por casualidad. Con todo, no creo que un siberiano o un bereber desconozca las inclemencias y fruiciones anímicas inherentes al ser humano, que son las mismas de todos los siglos y que no atienden al termómetro, al barómetro, a la geografía, cuyo determinismo en el temperamento de las naciones es pura vacilada (y otro tanto la noción —corrijo: ilusión— de “temperamento nacional”). Se aprende igual viajando que quedándonos en casa a leer; las epifanías en Sri Lanka son tan probables y dudosas como las que ofrece una novela donde un personaje llamado Traveler no conoce más mundo que Buenos Aires (se me olvida si un poco de Montevideo, pero párale de contar). Conocer muchas latitudes y climas no acrecienta nuestro saber si primero no nos aclimatamos a nosotros mismos, si antes no aprendemos a contemporizar con las idiosincráticas e imprevisibles fluctuaciones de nuestras estaciones del alma… y con los contratiempos de cada día. De otro modo, ni en Islandia ni en el Cairo y mucho menos en la propia habitación la pasaremos bien. Lo demás es mero fetichismo de los elementos.
Según mi estado de ánimo, no del clima, escucho a Oasis, a Weather Report, a Beethoven. Durante una semana, un sillón azul oscuro permaneció adosado contra un muro de ladrillos pintado en un azul cielo; la pintura original era apenas discernible bajo capas de grafitis globulares de colores vivos, algo entre letrotas infladas de gas lisérgico y pictogramas-basquiat. Voy caminando y leo: Haz patria. Come en el barrio. No lejos de ahí, otra fonda ofrece comida corrida a noventa pesos. Me desplazo a pie. Vivo en una colonia poco céntrica, ubicada en las inmediaciones de una avenida rampante. Un embudo entorpece la subida y la bajada en horas pico, y a donde voy es más rápido llegar a pie. En pleno agosto, llueve por las tardes y por las noches; yo salgo por la mañana y regreso pasado el mediodía, cuando aún está soleado. Me acompaña la música en formato digital. Cabizbajo, pongo atención a las anfractuosidades de la banqueta. Hay tramos de la avenida en que las banquetas son angostas; los peatones se aglomeran en las paradas de camión, los comerciantes emplazan sus puestos, las familias numerosas se distienden sobre la estrecha franja de cemento como si quisieran exponenciarse, los ancianos no llevan prisa. En tales circunstancias prefiero bajar al asfalto y pegarme al bordillo, echando ojeadas sobre el hombro por si viene una motocicleta. El tráfico, de tan denso, puede llegar a cerrarle el paso a los propios motociclistas, que entonces se trepan a la banqueta y se avientan sobre los transeúntes.
Camino para ir a donde debo ir porque el tráfico está cabrón. Esto se lo digo a quienes me preguntan por qué no tomo un taxi, por qué no uso los camiones (a la estación de metro más cercana haría hora y media a pie). Pero en realidad camino para matar el tiempo. O: para escapar de la literatura y para reencontrarme con ella de mejor talante. En esos trayectos prescindibles me deshago de la dialéctica con la alternancia de mis tenis. Reúno valor reescuchando, para variar, la música con la que me he casado pese a mi proclividad viciosa al coleccionismo. Mi discoteca, la física y la digital, no ha dejado de crecer, tengo ese vicio, y sin embargo vuelvo a las mismas sinfonías, las mismas sonatas, los mismos cuartetos —faceta culta—, y a los álbumes y canciones —faceta popular— que, teñidos de nostalgia, marcaron mi educación sentimental durante la adolescencia. Reparo en sillones azul marino, en rejas oxidadas, en grafitis, en la hierba silvestre que crece en lotes abandonados. Quisiera llevar una cámara y superar los excesos de Ed Ruscha, fotografiando metro por metro la avenida rampante. ¿Se molestarían los vecinos?, ¿me impedirían tomarle una foto a sus propiedades? ¿me robarían la cámara?, ¿con qué criterio selectivo delimitaría lo fotografiable de lo no fotografiable?, ¿hasta qué punto un punto de pintura blanca en un poste de madera es digno de ser fotografiado? Capturarlo todo o nada: he ahí la dicotomía absoluta en que me baso para escudarme en lo segundo. Y así me quito un deber estéril de encima y sólo me quedo con el primordial, el que, en virtud de la caminata, se vuelve menos deber.
No hago ni haré patria comiendo en esa fonda. ¿Qué es hacer patria? Para mí hacer patria es colgar las jetas de dos candidatos de sendos postes, en un tramo de banqueta lindante con un muro sobre el que alguien dibujó un pene eyaculando. Suficiente tengo con estar vivo. Convivir y malvivir conmigo, caminando por calles donde un policía con cara de sope sale de la tierra, te detiene, te da los buenos días y te pregunta si acaso no llevas un arma de fuego en tu mochila: con eso me basta. La patria es una abstracción difusa, tan desbordante de significados como se desborda de la banqueta el puesto de helados de barril o de agua de coco, como se desbordan de la coladera las aguas negras que corren junto a un puesto de tacos (convergencia de un olor a flores podridas y otro a humo de mondongo). Más adelante están las oficinas de El Economista, a cuya entrada algún escultor efigió, en un material de acabado dorado, a una especie de Rodin burocrático, medio rechoncho y con cara de huevo, que, sentado sobre una pila de periódicos, mira hacia una fuente donde una barcaza, tripulada por hombres-huevo como él, pero enanoides, está a punto de irse a pique. Mujeres en traje sastre y hombres en pantaloncitos entubados y camisas ajustadas, olorosos a fragancias de diseñador, entran y salen por las puertas de cristal.
Una temporada larga en París terminaría por desdibujar la fascinación de nuestro rostro y por imponernos, como maquillaje cotidiano, el tedio que se sufre dondequiera que uno no habita en calidad de turista. Puestos en marcha los pies entre barriles con helado y carne coprofílica, la mente descansa, se deja de ilusiones, se atiene al suelo y, en un reducto de la tarde, en una habitación resguardada de la lluvia, entiende que la patria está en todas partes, del lado de acá y de allá, pero sobre todo aquí, donde sea que uno deba estar. La música ayuda, por supuesto. Pero Beethoven no ameniza ningún recorrido en ninguna ciudad (a menos que creamos en la taumaturgia cinematográfica). Beethoven no garantiza nada; vayamos a los bosques austriacos, escuchemos la Sexta en unos audífonos de alta fidelidad, y no nos extrañe que extrañemos, en el tercer movimiento, una danza de pastores muy austriacos donde sólo hay una miscelánea étnica vestida con las marcas que todos usan en todos lados, sean o no auténticas, y que todo lo fotografía con celulares idénticos a los que se promocionan en internet y en los espectaculares. Beethoven, en semejantes aprietos, sirve tanto como Shakira, como Luismi, como Oasis, como Weather Report, como el Guapango. Que cada quien elija.
Camino para deshacerme de esta murria que sólo a pisotones se adormece, de estos soliloquios laberínticos que precisan mantener la vista muy atenta en las fisuras para que no se desboquen con el ímpetu estúpido de un paralítico en tachas. Agosto, septiembre, octubre: camino. De estar en París, en Nueva York, en Londres, en Sri Lanka, haría lo mismo, caminaría con los audífonos puestos, sin esperar iluminaciones ni sorpresas. Llegado a donde voy, de vuelta en casa, pienso en cómo será la próxima caminata —cuesta arriba o cuesta abajo—, no en el sentido de qué novedades hallaré en el consabido trayecto, sino de cómo acompasaré mis pasos a la música para barrer de mi cabeza el soliloquio laberíntico que, sólo así, caminando y escuchando música al mismo tiempo, amaina su tromba interior. Camino para desfogar la energía que, en noches de frío, me hace extrañar un cuerpo ausente. No tengo una mujer, no tengo títulos que presumir: en cambio me consuela el tabaco, el café, la caminata; y en el caminar dejo escupitajos y escupo la murria que, en la soledad de mi habitación, cuando no camino, se concentra en pulsiones bochornosas, en la cursimanía nostálgica de tibiezas que dejé atrás.
Esto de leer y escribir en jornadas maratónicas funcionaría si la vida se redujera a retazos de montage. Puedo visualizarlo, y de seguro más de un cineasta lo ha hecho: Miles Davis, una ventana con vista a un cielo gris, el cigarro que se consume, unos dedos que teclean bajo la luz amarillosa de una lámpara de escritorio. Pero el montage saca de cuadro los sinsabores anejos al sentarse a escribir durante horas, al atornillamiento nálguico y a la propia voz que rebota, primero, en la cavidad craneal, y segundo, entre la ventana con vista a un cielo gris y la puerta cerrada de una habitación común y corriente, a donde no entran visitas interesantes. Algunos escritores corren; ni mis pulmones ni mis piernas dan para tanto. Por eso camino. Legalmente, el gobierno está obligado a mantener mi cupo en una institución a la que asisto sólo por el placer de desplazarme ahí. Me dejan leer cosas, leo lo que me dejan; me dejan escribir cosas, escribo lo que me dejan. Hasta ahí voy bien. Lo que ellos —el gobierno y la institución— no saben es que mantengo mi cuota mínima de permanencia —las lecturas, los escritos— para poder caminar y recibir nuevas instrucciones, nuevas tareas, que no me sirven sino como requisito para seguir yendo a la institución a pie.
El deber que me impusieron las circunstancias me ayuda a que la vida corra. Me hundo en las sillas de la institución, escucho, apunto, pienso en la caminata que me sacará de ahí para volver ahí, también caminando, al día siguiente. En el camino, reconozco los grafitis de ayer (los mismos de los meses anteriores), encuentro a la ropavejera disponiendo, en cajas, ropa usada, teléfonos fijos, monos de Disney, y acomodando las cajas en un paralelepípedo de cemento que parece un altar a media calle (una mole con forma de sarcófago que fue erigido para cegarla); y en los pasos derramados consumo el día, consumo el dolor de la distancia, me lavo el excedente verbal para acomodarlo, a ejemplo de la ropavejera, en el paralelepípedo eléctrico que me espera todas las noches, que siempre está esperando a que le aviente chismes caminantes.
No escatimo pasos ante la lluvia, a menos que se suelte un aguacero. Corre octubre, el cielo se metaliza, no llueve mucho; hace frío, pero caminando entro en calor. Y no necesito tibiezas nostálgicas, he aprendido a desprenderme de ellas. Ayer vi a la chica que me canceló la ida al cine. Yo iba bajando, ella iba subiendo la escalera. Me saludó. Tuvimos una charla breve. Nos despedimos. En la vuelta escuché la sexta y séptima sinfonías de Beethoven. De regreso a casa, comí y me eché una siesta de tres horas. No la extraño. No le guardo rencor. Supongo que volveré a topármela en el pasillo, en algún momento, si no es que los estatutos se las apañan para correrme. Entre tanto, seguiré yendo y regresando a pie.
Curiosamente, en ese efímero intercambio, no trajimos a colación el clima. En ningún momento, tal vez porque fue sólo un momento el que conversamos en la escalera, mencionamos la lluvia. Cuando desperté de la siesta, pensé en este hecho trascendental en la vida de dos personas cualesquiera: que ni las nubes ni los charcos hubieran ensalivado nuestra conversación en detrimento de otras trivialidades: ya casi acabo, estoy un poco atareada, tengo sesión, cuídate, igual. Y me alegré de que estuviera escuchando música, a las seis y tantos, bajo un cielo color diluvio universal, sin sentir nostalgia ni la incertidumbre que nos deja una despedida que podría ser la última. Pensar en esto mientras escuchaba música sin que pusiera atención a la lluvia que tamborileaba sobre los domos me hizo darme cuenta de que había curado un trauma que, en retrospectiva, me pareció anodino. Un paso minusválido para la humanidad, un salto cuántico para mí.
Horas después, vuelvo a caminar. Me topo con lo mismo: gas de escape, neblumo, barber shops (barbería no tiene el mismo pegue), vulcanizadoras, lisiados, mujeres de las que es mejor desviar la vista, perros que yacen a la entrada de los negocios, perros arreados por paseadores que se dedican a eso y que llevan, a correa múltiple, a cinco perros de distintos tamaños. Una chica de brazos delgados, en blusa de tirantes, es tirada por un perro a diestra y siniestra: el perro se detiene aquí, huele, jala para allá, olfatea, se detiene, ventea el aire en busca de… Marcan territorio, los perros, huelen los meados de sus iguales. Eso dicen. Yo pienso que, al hacer freno total y hundir los belfos entre una masa rocosa flanqueada de hierba, el perro huele la piedra. ¿A qué huele una piedra? Yo veo algo sólido y gris que asocio con un nombre. El perro, que no sabe de significantes ni significados, penetra en el aroma de la piedra, extrae, como un perfumólogo no venal, el extracto aromático que la piedra guarda en sus entrañas, compactado durante siglos en esa lenta compresión de los huesos de la tierra. El perro es el mejor amigo de las circunstancias, del lugar donde nació. Se satisface con mendrugos. No pide más que eso y lo que de más le pueda venir. El perro es el ciudadano del mundo, es feliz en cualquier parte, o al menos no se queja, al menos no derrama, sobre las paredes, el improbable encono que pudiera sentir en la forma de consignas con exceso de signos de exclamación, pues dudo que sus meados y cagadas puedan tomarse como actos de resentimiento: si lo son, lo serían a nuestros ojos, tan amigos de la pulcritud. Y tienen la fortuna de no estar amaestrados, por mucho que la domesticación los haya hecho casi nuestros, a la vergonzosa práctica de otros derrames que ocurren en los artefactos en que un teclado y una pantalla se vuelven los murales privados del desahogo de la cotidianidad. Al perro dale pan con lo mismo, y no le importará si se lo das untado en mermelada o si se te pasó de tueste. De los perros he aprendido la gratitud con la vida. Por más que me queje, sé por ellos que exageramos nuestros dramas. Uno vigila la entrada de un taller automotriz, otro, resguardado en una casa de plástico, gruñe cuando alguien pasa junto al puesto de flores de la esquina, a cuyos dueños pertenece. Tanto aman lo que les tocó en suerte que están dispuestos a matar a quien se atreva a hacerles daño a sus dueños, sin importar qué tan bien los trata el dueño en cuestión. ¿Se manifiesta el perro a favor o en contra del clima, denuesta la casa de plástico, envidia el bolso donde una imitadora de Paris Hilton lleva a un chihuahua con las uñas pintadas de rosa? En el olisqueo infatigable de estos cuadrúpedos atisbo la curiosidad perenne por lo mismo, el asombro renovable ante lo que sólo cambia de tiempo en tiempo. Cuando aprendamos a oler las piedras y recrearnos en esa actividad, dejaremos de construir torres Eiffel.
Con el fierro se construyen puentes peatonales hechizos. Desde ahí, el atasque vial se saborea mejor. Alguna vez vi una película que se desarrolla en Estrasburgo: ciudad para peatones donde las haya. ¿Suena el reguetón en Estrasburgo? ¿Sueñan los estraburgueses con fierros torcidos? Mi gratitud, aprendida de los perros, se extiende a la institución que, por ahora, me mantiene ocupado y caminando. Se extiende a la ciudad que me confina en su cerco montañoso y dentro de cuyo enjambre sonoro suena, en pequeños audífonos de plástico, la música que me da aliento; a sus postes de cemento, donde las jetas de los candidatos y sus eslóganes futuribles (El cambio ya viene) han empalidecido bajo la lluvia. El cambio no vendrá. La única huella que han de dejar las siguientes administraciones serán nuevas jetas de candidatos que se presten a la intervención pictocómica: tinta roja para las narices de payaso, tinta negra para que el farsante sonriente luzca chimuelo. No entraré a la fonda: la patria no se hace, sólo se desgrana, a ejemplo de las banquetas cacarizas donde duermen los borrachos y los perros. En el desgaste de las suelas erosiono la noción de patria y me reconcilio con la cotidianidad. En casa me espera el pan dulce para que lo sopee en un vaso de leche. En mi cuarto me espera la pantalla blanca; si bien me va, tejo algunas líneas por la noche. Mi sueño no es vivir en Estrasburgo; lo que realmente deseo es que, independientemente de dónde esté o a qué me dedique, llegue, en algún momento de mi vida, a curarme de la obsesión de escribir ideas innovadoras. Entonces, cuando ya no sienta el deber de esforzarme en aras de la originalidad, seguramente me reiré de quienes se ríen de que la gente hable del clima.
Muchos críticos sostienen que no hay nada nuevo bajo el sol. Suscribo lo que sostienen. Y sostengo, a la vez, que sostener una tras otra el viejo argumento de que don sol lo sabe todo es el subterfugio más eficaz para eludir el temor a la página en blanco. Tal vez ni siquiera se trate de temor, sino de simple esterilidad, de creer, por mor de la propia sequía, que el que lo hayan dicho Fulano I y Fulano II en sus épocas y estilos correspondientes es la prueba inapelable de que en vano se esfuerza Fulanito III para que no lo tilden con el diminutivo y para que, si sus mercedes le dan el plácet, le permitan expresar las cosas como las ve bajo este sol de yema batida, este sol de sosa cáustica que no es el sol tamizado por los pinos de las épocas en que los pinos inspiraban grandes obras y no pininos como los de hogaño.
En la ciudad hay árboles cuyo nombre desconozco y que crecen entre el cemento y el metal, entre paredes chuecas y muñones de viejos postes de electricidad que fueron tumbados, pero de los que aún queda un cubo de cemento pegado a la banqueta, con varillas recortadas asomando un palmo por encima del remanente sólido e inexpugnable, como una fortaleza miniatura moldeada al estilo de esos edificios de departamentos cuadrados y grises que conforman el paisaje de la Oceanía de 1984. Estos muñones, estos bloques que recuerdan que en esa zona los cables han sido enterrados y, a la vez, que no hay presupuesto para erradicar su protuberante proclividad a causar tropiezos entre los peatones incautos; estas chingaderas, por decirlo en buen español, no las conocían Fulano I, que nutrió su estro en las florestas cercanas a Valladolid, donde el sol brillaba, en la época del reyezuelo en turno, esplendoroso entre las encinas, ni Fulano II, que, fiel a la tradición, basó su oda en la de Fulano I. Claro que Fulanito III no puede obviar, si pretende ser tomado en serio, las aportaciones de los susodichos. Y probablemente, aunque las obviara, fuera motu proprio o sencillamente por ignorante, terminaría diciendo, al igual que los susodichos, que el hombre es el mismo siempre, en cualesquiera circunstancias. Tal vez a eso se reduzca toda esta faramalla de crear. Lo interesante es que, tras una caminata entre camiones verde pistache, entre taxis pintados de blanco-y-rosa, entre mendigos en cuclillas que estiran un vaso de plástico al transeúnte que vaya de buen humor o que, recostados contra la marquesina de una parada, miran el tráfico y se ríen recordando un chiste local, escuchado en alguna borrachera; lo interesante, digo —y tal vez lo decían Fulano I y II—, es que todavía, luego de esta caminata u otras semejantes, haya algo que decir.
Otra diferencia es que ni Fulano I ni Fulano II debían temerles a los ciberataques; a la Inquisición quizá, pero podían, con sus mentes prodigiosas, memorizar sus odas para un tiempo bonancible, cuando, aminorada la severidad de los sacapiojos literarios, pudieran dictarla, con mayor libertad, a un escribano capaz de guardar secretismo. Ahora, cualquier persona que escriba sus ideas al estilo en que lo hacemos casi todos, martilleándolas en las teclas y viendo cómo, al instante, aquéllas se materializan ante nuestros ojos con la pulcritud visual, si bien no siempre artística, de lo impreso, ahora —y esto no lo decían Fulano I ni II— podemos y debemos temer que, al teclear nuestros grandes hallazgos, un ciberespía los copie y los difunda al instante. ¿A quién? Si el ciberespía nos odia, a aquéllos que podrían usar nuestros grandes hallazgos en contra nuestra. En ese sentido estoy de acuerdo con quienes sostienen que antes se escribía mejor: sí, y más seguro. Es más cómodo escribir en la computadora, pero es menos caro quemar un papel que una computadora. E instantáneamente —puedo sospechar— alguien tomará este párrafo para redargüirme. Así, víctima de mis propias maquinaciones, la máquina me devorará. (¿Soñaban con máquinas Fulano I y II?).
De los interlocutores que, durante charlas de café, trazan algo en una servilleta mientras yo hablo, me decepcionan los que apuntan el nombre del pintor cuya obra yo ponderaba con voz campanuda, doblan la servilleta en cuatro y la dejan bajo el vaso, aplanada, para que el viento no se la lleve mientras fingen que se interesan en mi vaniloquio pictórico. Son pocos los que, en tontas charlas de café, han dibujado, mientras yo ponderaba la excelencia de tal o cual pintor, un chango con brazos en forma de pino navideño, y los que, en trueque de la carcajada que me han arrancado con ese gesto de arbitrariedad, me han recordado que todavía hay momentos, así sea en los cafés (esos lugares donde, no obstante los esfuerzos que hagan los dueños por darse aires de glamur nombrando los platillos con nombres que acusan un afán de originalidad bastante burdo, siempre se habla de lo mismo), cuando puede aflorar, de la nada, un monstruo no catalogado en los archivos Marvel ni en Las metamorfosis ni en la cosmogonía del antiguo Egipto.
En una situación análoga, yo sería de los que apuntan el nombre del pintor. Así que, por ese lado, no le temo a los ciberespías. Mis ideas no son incendiarias; acaso cínicas, pero no hay en ellas invitaciones vituperables desde un punto de vista moral ni político, ni siquiera literario. Aspiro, desde luego, a mi versión de la originalidad, a decir el pan (sopeado, seco o tostado) con lo mismo a mi modo, con ligeras variaciones, pero hasta ahí. Mi escritura no pretende codearse con las de Fulano I y II. El diminutivo me viene bien. Me siento cómodo sin un público o, en caso de ser víctima del ciberespionaje, de que el balconeo de mis sandeces no despierte alegatos indicativos de una mente revolucionaria. Soy peatón por elección y escritor de vez en cuando. ¿Cinismo social? Mover las piernas al ritmo de Schubert es la mejor educación. Eso lo he aprendido a vuelta de tropezarme con las alusiones cultas de Fulano I y II y sus émulos bohemios, Fulanitz I y II. Quienes espíen estos bloques de palabras no han de esperanzarse con apologías a todo lo malo. Apologías a lo feo, sí. Lo feo, en realidad, también tiene su gusto cuando te aclimatas a la fealdad, y por fealdad me refiero a los muñones de los postes, al puesto de aguas de coco que me cierra el paso. Hablando de la fealdad, Schubert, por cierto, se burlaba de los amigos que le reprochaban su afición al teatro cutre de su época. Lo cual me lleva a reconsiderar lo que dije hace unos párrafos. Si Schubert se regodeaba en el teatro pinche de la Viena del XIX, tal vez Fulano II, a pesar de su exquisitez, no le hiciera el feo al equivalente barroco de los muñones de postes de luz que la alcaldía no ha desarraigado de la banqueta. En todo caso, lo grotesco y el esplendor siempre han coexistido. No muy distante de mi trayecto cotidiano, está Altavista, cuyo nombre advierte al viajero que ha llegado a una región elevada sobre el resto de la ciudad, y donde, con sólo leer los nombres de los negocios, uno cree en la teletransportación politópica y simultánea, y se reprocha por no ser políglota:
Calligaris.
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Exterior Concept. Enjoy the View.
Porcelanosa Shoeroom.
El crítico musical David Hurwitz ha hecho simpáticas observaciones sobre las portadas de la discografía de Schubert: por alguna razón, especula, las disqueras asocian su obra con paisajes montañosos, y nos recomienda identificarlos para no confundir las distintas interpretaciones. Situemos a alguno de nuestros Fulanos en la Viena de Schubert. ¿Qué había en esa ciudad ennoblecida por el arte y por el lujo? Comencemos con lo que no había: alcantarillado. En lo demás, los fulanos que la habitaban vivían entre contrastes como los del suelo que piso: hambre y opulencia, refinamiento y condiciones sanitarias deplorables, fragancias exquisitas y enfermedad. Habría que visitar la Viena de hogaño y verificar si, pese a la presumible mejora en la calidad de vida, no hay por ahí más de un granito negro en el arroz.
Por lo pronto, me aferraré al humor inofensivo y creeré que nada de esto será usado en mi contra en tanto no compruebe que alguien no jaqueó mi laptop. Lidiar con la paranoia en una época en que todos se ensimisman en sus celulares tiene algo de heroísmo. Deduzco que por eso mover las piernas al ritmo de Schubert, que si algo tiene en sus sinfonías es cierto sentido de lo grandioso, le da otro color a la ciudad. Es la misma, no hay taumaturgia 3D, pero se me ofrece más amable, más caminable dentro de los desniveles que boicotearían el paso del turista vienés, domesticado —mimado— por la sabia crianza de calles benévolas y parejitas, sombreadas por árboles sobre cuyas copas se atisban picos nevados. Cuando camino junto a los Tacos de Birria Alexis y, dando un brinco a una suerte de sima rellena de una arena color caca, le hago cancha a una mujer que, bultos asobarcados, se apropió del trecho angosto de banqueta, cuando, en tal trance, no añoro el cambio que no vendrá, abro una tregua en que florece el raro fruto de la gratitud.
Que yo sea objeto del ciberespionaje es una suposición. Schubert, en cambio, sabía, como cualquier vienés de la época, que su correspondencia y su música, sobre todo la vocal, pasaban por el escrutinio de la censura. Musicólogos recientes han querido ver en sus lieder mensajes crípticos donde, aseguran, Schubert reivindicó la libertad de expresión. Aseguran, suponen. También los patrioteros germánicos del XIX y principios del XX aseguraban, partiendo de suposiciones, que la gran música era connatural al espíritu elevado de su pueblo. Así como los nazis se valieron de Bruckner para avanzar la propaganda del partido, develando bustos del compositor y celebrando conciertos en que sus sinfonías eran ladradas frente a multitudes atónitas y estúpidas, la figura mítica de Schubert, más que su música, se prestó a rebatingas ideológicas con respecto a su carácter austriaco o alemán en el periodo previo a la anexión de Austria. Al margen de las especulaciones y de los hechos históricos, está la música, la que nos agrada y la que no, y está el conflicto cotidiano del vivir, que es el mismo ahora en la Ciudad de México que hace dos siglos en Viena. Schubert luchó a contrarreloj contra la sífilis; Bruckner, frágil pese a la monumentalidad de su obra, sostuvo una defensa vacilante frente a quienes le sugirieron depurar sus sinfonías; Hitler se inventó enemigos a falta de una convicción personal y, carente de talento artístico, lanzó a Bruckner al ruedo. De los dos primeros nos queda la música; del segundo, si hay algo rescatable, es sólo la lección de cuán sana es la conformidad con lo que se tiene, así sea una aptitud mediocre para el dibujo. La obcecación que invirtió en fabular ideales de pureza pudo haberla concentrado en acuarelas olvidaderas para la historia del arte pero inocuas a la de la humanidad.
Mañana debo ir a la institución. Transitaré las mismas calles, reconoceré el suelo de otros días. Andando, libraré la batalla interna de siempre. Lucharé contra la idea de que soy demasiado especial como para tener que ir a la institución, lucharé contra el sentimentalismo de creerme un genio desadaptado. En pasos consecutivos, aceptaré y negaré que soy uno más, renegaré de la opinión favorable que tengo de mi escritura y la refrendaré contra las críticas desfavorables que recibo, arrostraré, con espíritu suicida, la aproximación de las motos que se trepan a la banqueta y se me bajarán los humos si el motociclista me la arma de pedo. Repito lo que dijo un maestro de la institución: llegamos hasta donde podemos. Repito lo que dice Kempis y lo que han dicho millones: soy mi peor enemigo. He perseverado en la fabricación de máscaras literarias menos por gusto que por orgullo, quién sabe si para bien o para mal. Quizá algún día pueda dejar de escribir; saber vivir sin la palabra escrita, caminar sin música y sin ver el mundo a través de palabras y sesgos, sería un alivio vegetal. El cambio viene, vengan los milagros.
A reserva de lo que me depare la vida, la paso menos mal de lo que la hiperbolización literaria me permite hacerme creer. Podría estar peor, eso seguro. Y volviendo a los milagros que no vendrán, a estas alturas debería entender que estoy atado a la fabricación de máscaras literarias, que la hiperbolización le da sentido a lo que no comprendo, que, si refunfuño de la escritura, no puedo dejarla. Si la abandono, será porque realmente no pueda escribir (manquez, afasia, demencia; entonces tendré que barajar alternativas, o una voluntad ajena las barajará por mí). Sería fantabuloso que a través de la escritura lograse colorir de esteticismo cada tramo de banqueta, cada manía rutinaria, o que el humor bastara siempre para contemporizar con el tedio, la jactancia, la tirria. ¿Podría estar mejor? A lo mejor la escritura es el sano ejercicio de aceptar y negar los mejores en una sola línea, de querer y odiar en un solo paso el mismo tramo de banqueta, de acompañar el tránsito individual y el contacto con el otro con un ojo empático y otro avieso sin acabalar la síntesis, y de traer de aquí y de allá, pendiente de los labios, el babahílo de la confusión, la duda indescifrable.
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