«Del estadio inocente (y el western también dejó de serlo muy pronto) pasamos a la conciencia de un género que trazaba su propio desarrollo al compás de la historia norteamericana. Mito y representación, leyenda y realidad.»
Quim Casas, El western
El nacimiento del «wéstern crepuscular»
No por casualidad, 1962 será siempre señalado en los almanaques como el año en el que el «wéstern crepuscular» conquistó el lugar que el «wéstern clásico» había ocupado desde hacía más de veinte años.
Dos películas estrenadas ese mismo año, El hombre que mató a Liberty Valance (The man who shot Liberty Valance), de John Ford, y Duelo en la alta sierra (Ride the High Country), de Sam Peckinpah, vendrían a certificar la defunción del clasicismo en el wéstern, al tiempo que anunciaban el advenimiento de los nuevos tiempos.
Justo un año antes, el propio Ford ya había mostrado síntomas evidentes de este cambio dentro del género con una película que, vista desde la distancia, vendría a plantar la semilla que germinaría más adelante, y no solo dentro de su filmografía, sino en la de otros cineastas que estaban comenzando su trayectoria, como el propio Peckinpah.
Esa película que podríamos considerar seminal fue Dos cabalgan juntos (Two Rode Together, 1961), y vendría a marcar la pauta de lo que posteriormente se denominó «wéstern crepuscular», una variante del género que jugaba a reinventarse en la época de decadencia, y que Ford desarrollaría en películas posteriores como El hombre que mató a Liberty Valance y El gran combate (Cheyenne Autumn, 1964), su último gran wéstern.
Y es que el Wyatt Earp de Dos cabalgan juntos muy poco o casi nada tiene que ver con aquel que Ford retrató en Pasión de los fuertes (My darling Clementine, 1948), y no solo porque estuviese protagonizado por un James Stewart maduro, que se encontraba en los años finales de su carrera (nada que ver con el joven y enérgico Henry Fonda que se había enfrentado a los Clanton en la pantalla una década antes), sino porque su reflexión sobre el mestizaje, o mejor dicho, sobre los problemas de integración que ocasiona el mestizaje, era una de las más amargas y desmitificadoras de la historia del género, únicamente a la altura de otra reflexión, no menos amarga y desmitificadora, que seis años antes ya contenía su película Centauros del desierto (The Searches, 1956), otro clásico del género.
Podríamos decir que 1962 en un año en el que el «wéstern crepuscular» todavía se está buscando a sí mismo, y con muy buenos resultados, conviene tenerlo en cuenta, después de tentativas como la de Dos cabalgan juntos o la de Los comancheros (The comancheros), de Michael Curtiz.
Todavía faltaban dos años para la sacudida que propició el spaguetti western de Leone dentro del género: un wéstern deslocalizado, carente de pedigrí, de estética sucia, elaborado con materiales de derribo, una mutación genética del modelo original que con el paso de los años se convertiría en un nuevo modelo a seguir (¿verdad Quentin?).
También faltaban seis años para que el propio Peckinpah erigiese otra obra monumental (no primeriza, sino de madurez) del «wéstern crepuscular», elegíaca, nostálgica, redonda, a la que llamó Grupo salvaje (The Wild Bunch, 1969), y que en esta ocasión realizó con todos los trucos que solo él sabía sacar de la chistera al relatar la épica de los perdedores: con esos movimientos esquizofrénicos de la cámara, con esa multiplicidad de encuadres alternativos, con ese montaje hiperactivo y cortante, con esa forma de ralentizar las escenas de acción, con esa estética tan depurada de la violencia (¿verdad Quentin?).
Baste como síntesis del más depurado «estilo Peckinpah» aquella escena final de la película, en la que los cuatro amigos de tan salvaje grupo cargan sus armas y, sin mediar palabra entre ellos (¿para qué?), con toda la entereza que son capaces de reunir a esas alturas de la función, conscientes de lo que se juegan en el lance que les espera al final de la calle, se dirigen estoicamente al encuentro del infausto destino, como aquellos que se dirigen al encuentro de una cita, no por postergada menos inevitable.
Era el sino de los tiempos pretéritos (el restablecimiento del orden, la expiación de los pecados, los férreos dictados de la lealtad), pero contado por la nueva generación de cineastas a la que pertenecía Peckinpah, con un lenguaje insumiso que las antiguas «vacas sagradas» de Hollywood (Ford, Hawks, Hathaway, Mann) ya no querían (ni podían) entender.
Y aún más: faltaban treinta años (se dice pronto) para que Clint Eastwood, gracias a Sin perdón (Unforgiven, 1992), consiguiese resucitar el viejo género crepuscular, y que lo hiciese a lo grande, tal y como se hacen las cosas de calidad, erigiendo una gigantesca catedral donde antes había un solar yermo, con una nueva historia de perdedores, de antiguos héroes caídos, y con una amarga reflexión sobre el uso indiscriminado de la violencia.
Pero volvamos al principio del fin, a las dos películas estrenadas en el año 1962, las dos con un soberbio duelo en el clímax de la historia. Una de ellas, El hombre que mató a Liberty Valance, podría considerarse el testamento vital de un cineasta en el ocaso de su carrera, el mismo que contribuyó como pocos a sentar las bases del género, aquel que salvó la leyenda del Oeste para poder contar la verdad.
No en vano, al paisaje más recurrente en los wésterns de Ford, Monument Valley, se le denomina Ford´s Country, el «país de Ford», y muy pocos cineastas se han atrevido a volver a utilizar un escenario tan emblemático para rodar sus wésterns, entre ellos, el Leone de Hasta que llegó su hora (C´era una volta il West, 1968), que pretendía hacer un indisimulado homenaje al maestro.
La otra película filmada en 1962, Duelo en la alta sierra, casi la opera prima (no lo era, en realidad, pero como si lo hubiese sido, debido a la escasa consideración que el creador profesaba a su obra anterior) de un director en ciernes, Sam Peckinpah, que ya apuntaba maneras, y que estaba afinando los instrumentos musicales con los que llegaría a tocar partituras más excelsas.
Sin duda, a juzgar por el resultado, y teniendo en cuenta la evolución de su obra, el experimento le sirvió a Peckinpah para poner a punto el instrumental quirúrgico con el que posteriormente desmenuzaría sus famosos wésterns poblados de perdedores: Mayor Dundee (Mayor Dundee, 1965), la citada Grupo salvaje (1969), La balada de Cable Hogue (The Ballad of Cable Hogue, 1970) y la elegíaca Pat Garret y Billy el niño (Pat Garret and Billy the Kid, 1973), posiblemente el más crepuscular de los «wésterns crepusculares» de Peckinpah.
La llegada de los nuevos tiempos
Para hacer Duelo en la alta sierra, Peckinpah se quiso rodear de dos actores que ya se encontraban en el ocaso de sus carreras profesionales (dos leyendas vivas del género, dos ases de la baraja), toda una declaración de intenciones que el cineasta primerizo no solo no quería disimular, sino que pretendía utilizar como principal estandarte de su causa.
Todos los espectadores reconocerían y se identificarían de forma inmediata con estos dos actores que se habían prodigado en la serie B de los wésterns (en ocasiones, injustamente denominada de esta forma), ambos con largas trayectorias a sus espaldas que avalaban la calidad de sus interpretaciones, pero sin llegar a las cotas de popularidad que alcanzaron actores clásicos del género como John Wayne, Gary Cooper o James Stewart.
Joel McCrea se hizo un hueco en el imaginario colectivo gracias a una película como Wichita (Wichita, 1955), de Jacques Tourneur, como encarnación del mítico Wyatt Earp, antes de su aventura en Tombstone y su enfrentamiento con los Clanton, un incidente de sobra relatado en películas como Pasión de los fuertes, anteriormente citada, o Duelo de titanes (Gunfight at OK Corral, 1957), de John Sturges, otra maravilla perteneciente al género de los «súper-wésterns» que proliferaron en la década de los ´50.
Por su parte, Randolph Scott llegó a destacar en los wésterns graníticos de Budd Boitticher, director «de segunda fila» que supo sacar lo mejor de su físico rotundo y de su semblante imperturbable en películas como Cabalgando en solitario (Ride Lonesome, 1959), otro wéstern que anticipa la etapa crepuscular del género.
Joel McCrea cumplió 56 años a los pocos días de culminar la filmación de Duelo en la alta sierra; y después de esta, hizo algunas películas más antes de retirarse a mediados de los setenta. Randolph Scott contaba casi con 64 años cuando se inició el rodaje y, después de culminarlo, se retiró del mundo del cine, pero todavía conservaba todo el porte y la distinción que había mostrado a lo largo de su carrera.
Contar con estos dos iconos del género, estos clásicos en vida, era como empezar la partida con magníficas cartas, una ventaja que Peckinpah supo aprovechar de forma admirable, pues la historia que narra la película trata sobre viejos cowboys que han perdido su sitio en el mundo.
Que las circunstancias han cambiado drásticamente para los dos protagonistas de Duelo en la alta sierra, es algo que queda patente desde las primeras imágenes de la película, como indican varios detalles aparentemente insignificantes relacionados con el personaje de Steve Judd, interpretado por Joel McCrea.
Recién llegado al pueblo, Steve Judd casi es atropellado por ¡un automóvil!, no por un carromato o por otro jinete a caballo, lo cual no puede dejar de interpretarse como un signo de los nuevos tiempos.
El recurso del automóvil, y de los contrastes que origina en las antiguas ciudades, en la que todavía pasean con feliz alegría peatones y jinetes, sería utilizado en otros wésterns de la época justamente para simbolizar el tránsito de los viejos a los nuevos tiempos, en los que artilugios mecánicos autopropulsados acabarían sustituyendo a los emblemáticos caballos de antaño.
No por casualidad, en dos wésterns realizados por esos años, Los valientes andas solos (Lonely are the Brave, 1962) de David Miller, y en La balada de Cable Hogue, de Peckinpah, un automóvil se convierte en el involuntario culpable de acabar con la vida de los protagonistas principales, circunstancia extremadamente atípica (por no decir imposible) en los wésterns clásicos: sería un despropósito imaginar a John Wayne, a Gary Cooper o a James Stewart atropellados por un coche en el momento más inoportuno, por ejemplo, a la hora de batirse en duelo con sus enemigos.
En segundo lugar, la persona que le indica agriamente a Steve Judd que se aparte del centro de la calle (debido a la celebración de una carrera entre un camello y varios caballos), es un ¡policía de uniforme!, cuyo atuendo recuerda más a los de la antigua metrópolis, el Imperio Británico, que al de los sheriffs intemporales que estábamos acostumbrados a ver en los wésterns: los de pañuelos en el cuello, espuelas en las botas y estrella de latón en el pecho.
Y por último, Steve Judd necesita sus lentes para poder leer un contrato antes de firmarlo. Por supuesto que Judd, consciente de la pésima imagen que ofrecería a sus nuevos patronos, oculta dicho signo de «fragilidad» (¿de vergüenza?), impropia de un pistolero, que necesita de gafas para ver correctamente, y pide poder leer el contrato en privado, lejos de las miradas indiscretas de sus jefes.
Esta característica, la carencia de una buena vista de un pistolero, ocupará un lugar central en ese wéstern hiperrealista y desmitificador como Sin perdón, del que ya hemos hablado, y no solo porque el joven que acompaña a los protagonistas principales está medio ciego, como se demuestra a mitad de la película, sino porque el propio William Manny (el personaje interpretado por Clint Eastwood) necesita una escopeta de perdigones para poder acertar al blanco en las escenas iniciales de la película.
Pero sigamos con otros detalles muy significativos de Duelo en la alta sierra. También el personaje interpretado por Randolph Scott, Gil Westrum, evidencia el paso del tiempo, al tener que disfrazarse como un trasunto de Búfalo Bill, de forma indigna, para poder ganarse la vida en una atracción de feria cuyas armas están trucadas.
Estos primeros minutos de la película muestran que ambos personajes se encuentran fuera de lugar, en un pueblo que organiza grotescas carreras ¡entre camellos y caballos!, con atracciones de feria trucadas, un escenario insustancial y frívolo, muy alejado de la iconografía clásica del Oeste, anclados a un momento que ya no es el de sus correrías al lado de pistoleros insignes como Wyatt Earp.
Incluso los nombres de las ciudades con los que el joven enamoradizo de la película, Heck Longtree (Ron Starr) pretende encandilar a la muchacha, Elsa Knudsen (Mariette Hartley), para que se vaya con él, ya no son los mismos que los míticos del Far West: nada de Wichita, Tombstone o Río Bravo; ahora, las ciudades que consiguen atraer el interés del público como un imán son San Francisco, Denver o Chicago.
Duelo en el ocaso
Lo que parece un simple encargo de unos banqueros (el transporte y la custodia de una cantidad de oro desde un poblado minero), deviene una entrañable historia de amistad y de lealtad en lo más alto de la sierra.
A pesar de ser un wéstern bastante reposado, con trazas de cierto clasicismo, Peckinpah ya muestra aquí lo que serán las señas de identidad de su discurso cinematográfico: un mundo en transformación, el abuso hacia las mujeres en un mundo dominado por los hombres, la violencia exacerbada, el sacrificio individual, la redención después de la caída, el valor y la importancia de la lealtad.
Como relatan todas las buenas historias, la transformación de los personajes es total a lo largo del viaje que emprenden. Al final, nadie resulta ser quien era al principio del camino, y todos acaban encontrando algún tipo de recompensa que les satisface (el amor, el reconocimiento perdido o el mantenimiento del honor), aunque esta no fuese la imaginada en primera instancia.
Son personajes complejos, con sus luces y sus sombras, muy bien dibujados por el director, cuya personalidad avanza a medida que se desarrolla el viaje. En el centro de la trama, se encuentra una vieja historia de amistad entre los dos protagonistas principales, Steve Judd y Gil Westrum, que no siempre pasa por buenos momentos, con sus errores y sus aciertos, sus triunfos y sus decepciones. Un auténtico canto a la amistad, a la lealtad y al compañerismo, que ni el paso del tiempo ni las adversidades consiguen resquebrajar.
La primera y la última parte de la película son las más luminosas y clásicas; y también las que rinden un indisimulado homenaje al género. Por su parte, la segunda parte contiene algunos brochazos truculentos que rayan la sordidez, con una puesta en escena que fagocita la violencia, una característica que Peckinpah cultivará en películas posteriores y un tanto controvertidas como Perros de paja (Straw Dogs, 1971), y potenciada por la mezquindad y la degradación del pueblo minero al que llegan los protagonistas.
En el último tramo de la película, ese duelo en la alta sierra conseguirá permanecer para siempre en la retina del espectador. Con los rostros curtidos por la edad, con sus gestos lentos de pistoleros experimentados, Joel McCrea y Randolph Scott se enfrentan a los malvados de turno en un duelo memorable, con el aplomo y la entereza que solo la dignidad consigue otorgar.
Merece figurar por derecho propio en los archivos del wéstern, la escena final en la que los dos viejos pistoleros, hermanados en la adversidad, caminan a paso lento, de frente, con sus mentones alzados, la mirada altanera del que se siente indignado y ofendido, los ojos fijos en los movimientos sinuosos de sus oponentes, las manos tensas muy cerca de las cartucheras. Es el eterno ritual del wéstern, filmado con el estilo más clásico. Lo demás, ya lo decía Ford, forma parte de la leyenda.
Comentarios sin respuestas