Hace unos minutos llegamos a las viejas instalaciones del Pozo Polio mientras hablábamos de sus años de esplendor y de una de las poblaciones que surgió con la actividad minera: Rioturbio. Esto nos da pie para hablar del pasado y del presente.
Ahora hemos dado la vuelta y paseamos cerca del río San Juan, que un poco más allá se une con el Caudal, que a su vez afluye en el Nalón, que llega al mar en la playa de Los Quebrantos, en Soto del Barco, cuya arena aún hoy arrastra carbón y colorea la costa con su característica oscuridad. Recuerdo ir a esa playa y mirar simplemente su color negro, sin pensar de dónde venía ese carbón. La estética es olvidadiza. La imagen no tiene memoria, necesita palabras.
Mientras caminamos el aire se llena de pequeñas pelusas blancas que flotan suspendidas en la mano azul del cielo. El suelo está tapizado de esas burbujas de pelo blanco. Parecen mis propios pensamientos, que buscan tocar tierra perezosamente entre los cálidos hilos del sol de mayo. Un alto álamo que se alza largamente en la ribera del arroyo es el culpable. Vivir fuera significa que uno no es ninguna cosa y es varias a la vez. Estar en el medio y entender muchas cosas y puede que no entenderse demasiado a uno mismo. No saber muy bien qué carajo está pasando.
He tenido que venir aquí para entender lo que había escrito. Será que uno no entiende la mirada hasta después de haber mirado. Hay que escribir para entender lo que se escribe. Quisiera ser esa pelusa que se sostiene y parece sonreír en el brillo del sol, pero me ha tocado ser el grano de carbón que viaja arrastrándose a lo largo de las décadas por el lecho de los ríos hasta que, si tiene suerte, acaba felizmente coloreando una playa. O no, tal vez soy ambas cosas y ninguna. En resumen, hay que vivir para entender la vida y morir para entender la muerte.
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