Me preocupa la desmemoria. En los últimos tiempos tardo más de la cuenta en encontrar la palabra justa, esa palabra que ilumina lo que quiero decir. Deambulo por el campo semántico del término que busco, dando palos de ciego: “Iguana”. No, no era eso. “Lagarto”. Tampoco, y además te has alejado. Hasta que, a menudo demasiado tarde, la palabra sale de su madriguera y se hace la luz: “Camaleón”.
“Esto es un camaleón”, le digo a mi hija mientras señalo el bicho que va cambiando de color conforme pasamos la gruesas páginas de cartón del libro.
La memoria, ese viejo tema filosófico que ya abrió el mismísimo Platón. Más recientemente, George Steiner, no recuerdo en qué libro, vino a decir que memorizar algo era quererlo, o que, para querer algo, para demostrar que era importante, había que guardarlo en la memoria. En cualquier caso, establecía un vínculo entre amor y memoria, entre importancia y memoria. La idea, puede que por antigua, por romántica o por inútil, me conquistó de inmediato. Ya hace unos años tuve un ataque transitorio de memorización (de cuyos esfuerzos apenas ya queda nada) cuando leí una carta en el mismo sentido por parte de Umberto Eco, publicada a la oscuridad de su muerte. Pero ahora me siento más desmemoriado que antes, como un árbol sin tierra, como un camaleón descolorido, y me reafirmo en mi deseo de hacer caso de Steiner, de Eco, de Platón nada más y nada menos.
Así que el otro día, mientras mataba los minutos (una hija no permite homicidio masivo de tiempo, uno se ve forzado a ser mucho más humilde) en el balcón, vi una abeja volar delante de mí, entre las hojas del árbol que crece ante mi piso. Volaba de una manera peculiar: con movimientos rectos y precisos, rápidos, más propios de un caza de guerra que de una abeja. Guiado de nuevo por ese amor que tengo por las ideas inútiles (podría haber recurrido a un número de teléfono o a alguna nueva palabra), decidí que aquella imagen era bonita, que tenía algo especial que no sabía explicarme y que, por tanto, bien merecía ser memorizada, que yo quería seguir recordando a esa abejita dentro de veinte años. Había leído (yo qué sé dónde) que la memoria funciona por asociación, cosa que ya sabíamos por Proust y su magdalena mojada en té, no por haberlo leído, uno no está aún en esas alturas, sino por haber leído sobre él mojando una magdalena en té (cada uno tiene sus gustos, creo que el Cola-cao no se estilaba tanto en el XIX) y flipándolo muy fuerte y recordando a tope a lo largo de tropecientas páginas inolvidables; en fin, que la memoria funciona por asociación, uniendo lo nuevo con lo que ya se conocía. Así que uní aquella abeja nueva, con su vuelo militar, a los dibujos de las abejas de los libros que leo con mi hija. Son unas abejas gordas, redondas, sonrientes y vivarachas que, después de las mariquitas, son lo que más le gusta en el mundo.
Y aquí es necesario que me detenga a hablar de esos libros. Se trata de ¿Dónde está la señora mariquita?, pero también de otros títulos igualmente notables como ¿Dónde está el señor búho? o la edición especial de Navidad, pero que nosotros leemos con fruición sin importar la época: ¿Dónde está Papá Noel?, de la ilustradora sueca Ingela P. Arrhenius.
Valiéndose de una estructura narrativa experimental, fragmentaria, a base de la utilización de elementos diversos, como retales de tela, relieves y otros giros nunca antes vistos, Arrhenius nos sumerge en un mundo propio, en esta obra maestra del suspense y la intriga. Uno puede haber descubierto, con la inestimable ayuda de su hija, dónde se encuentra la mariquita, pero quién sabe cómo dará con el búho. Está por ver si esta serie pasará a la historia de la Literatura, si entrará en el canon occidental que tanto trabajoso esfuerzo costó a nuestro amigo Bloom, junto a Joyce y Cervantes. En cualquier caso, y dejando que el futuro se teja a su antojo, podemos y debemos consignar que ¿Dónde está la señora mariquita? nos ha proporcionado incontables horas de diversión lectora y visual.
De manera que yo, y vuelvo ahora al tema central, había asociado las abejas gordas y ufanas de Arrhenius a la abeja común, de vuelo trenzado, que se paseó una tarde sin lluvia delante de mi balcón.
Lo curioso es que funciona. Cada vez que repasamos los libros y mi hija señala con alegría una abeja, en el fondo de mi mente se reproduce aquel instante, aquel vuelo inútil. La memoria funciona, tal vez Steiner sonríe levemente, sin movimiento apreciable, dentro de su tumba, y yo tengo la sensación de que pongo un poco de tierra bajo mis pies, para no tener las raíces tan al aire, y me reafirmo en cuánto me gustan las ideas que no sirven para nada.
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