En 1854, los ataques maníaco-depresivos de Schumann eran ya insoportables. Se creía rodeado por espíritus. Algunos de ellos eran bondadosos y prometedores. Otros, atroces, y también promisorios, pero lo que prometían era terrible. Unos y otros cantaban y le dictaban música, pero la de los demonios era como ladridos de hienas.
A principios de año, Schumann transcribió una melodía enunciada por los ángeles. Era un coral, con una línea melódica sencilla, melancólica, pero de una dulzura que la acerca también a una canción de cuna, a un hueso de melocotón que un niño relame y no desecha. Con esfuerzo, apartando la vista de las túnicas roídas de los demonios, Schumann logró escribir cinco variaciones y completó una obra, breve, como tantas de las suyas. Geistervariationen, las variaciones del espíritu, las variaciones fantasma. Luego, intentó suicidarse. Era final de febrero. El agua del Rin era oscura y helada, y debió de envolverlo como una sustancia pegajosa y ciega. Lograron rescatarlo unos pescadores. Clara Wieck –la esposa de Schumann- no supo nada del intento de suicidio, pero accedió a que fuera internado. Schumann lo había pedido en varias ocasiones, en sus raptos de lucidez o de manía. Brahms lo visitaría varias veces en el sanatorio. Clara, no: no pudo verlo hasta dos días antes de su muerte. Dicen que Schumann la reconoció.
Las “Ghost Variations” son la última obra completa de Schumann, y ese hecho nos hace escuchar su tristeza leve y sus sonoridades un poco dislocadas con emoción y piedad y respeto ante el esfuerzo de una mente que se estaba deshaciendo rápidamente. Creo que no hay que recurrir a la condescendencia ni a la superstición del final para apreciarla: es una obra hermosa, y Schumann siempre fue un compositor original; particularmente, al piano. Además, hay algo que decir en contra de la interpretación romántica de la posición privilegiada de la última obra, y es lo siguiente: si el coral de las “Ghost Variations” se la habían dictado los ángeles, había sido años antes. Schumann no reconoció su propio tema musical que, a semejanza de su vindicado Schubert, había usado ya en al menos tres ocasiones. El mismo se estaba transformando en fantasma, y creía que venía de la Eternidad la melodía que en realidad venía de la Tierra.
Pero no sé si convence a alguien la frialdad de esa actitud. Yo mismo, cuando escucho la obra, no puedo evitar representarme a Schumann decayendo en la locura, haciendo por última vez aquello que, junto a su matrimonio con Clara, más había justificado su vida. Igual que el último verso conocido de Machado, tan repetido, se nos presenta como palabras finales que son a la vez nacimiento y epitafio, o al revés: “Estos días azules y este sol de la infancia”.
Las “Ghost Variations” no ha sido una obra muy visitada por los pianistas, aunque creo que eso está cambiando. Podemos pensar que era una melodía cercana al corazón de Schumann. De quien sí debió de estarlo fue, precisamente, de su protegido y amigo Brahms. Brahms escribió un conjunto de variaciones sobre el coral de la obra de Schumann. Habían pasado cinco años de la muerte de Schumann, y Brahms seguía en contacto estrecho, como lo estaría siempre, con Clara y sus hijos (de hecho, parece que Brahms, hosco y lírico de una manera imposible de calmar, se enamoró tanto de Clara como de una de sus hijas). No era la primera vez que escribía variaciones sobre música de Schumann; la primera vez, Schumann aún estaba vivo y pudo ver y apreciar la partitura. En esta ocasión, Brahms compuso una obra para cuatro manos, como si invitara a su maestro a tocar con él, a aceptar la variación, y el propio lenguaje musical de Brahms, ya muy madurado, como un homenaje. También, un reconocimiento al cambio constante y a la melodía infinita de la vida, la muerte, el amor, de la que ellos dos solo fueron dos destellos inolvidables.
(No me resisto a mencionar a otra artista muy admirada: Virginia Woolf, que también intentó suicidarse en un río y lo consiguió. Antes de matarse, de convertirse ella misma en fantasma, Virginia escribió una carta de despedida a Leopold. Ella también escuchaba voces desde la adolescencia y ya no aguantaba más. La carta tiene la nitidez expresiva y la contención emocional –de ningún modo quiere decir inexpresividad- tan distintivos de Virginia. En “The Hours”, la película de Stephen Daldry, Nicole Kidman lee la carta. Muy oportunamente para este texto, el compositor Max Richter escribió una pieza –para mí, sobrecogedora-, “Tuesday”, que comienza con la lectura de esa misma carta por parte de Gillian Anderson. Escúchenla. Con paciencia, porque la melodía cíclica, de intensidad creciente hasta ser insoportable, exige dejarse llevar y vivir la espera de otro modo. No sé si es la música que habría compuesto Woolf si hubiera sido músico. Para mí, que admiro profundamente sus libros, reverbera en ellos con magnificencia y amor. También, amor).
Comentarios sin respuestas