Existe un tipo de ser humano cuya existencia corroe todo lo que toca. Este sujeto es el idiota, que tiene nada de estúpido y sí mucho de poeta. Para mostrar a qué nos referimos primero tenemos que distinguir entre dos acepciones del término. Por una parte la negativa correspondiente al sustantivo idiôtès, lo propio de un ser apático; el hombre privado parapetado aquende a su yo narcisista. Por otra parte tenemos al grandioso aguafiestas, el perfecto idiota. Etimológicamente nos referimos a este último con el adjetivo idios, sujeto único y distinto. Su forma de eludir lo socialmente convenido despierta, como mínimo, una sonrisa. Es por esta particularidad por lo que nuestro idiota es una mezcla especial de bufón y de poeta.
Este mago de las periferias del entendimiento habita la existencia como alguien de otro mundo. Apátrida del ser se encuentra siempre en los límites de lo posible; replicante de aquello que dijo en el Tractatus Wittgenstein: «de lo que no se puede hablar, mejor es callarse». Pero nuestro idiota no calla, esta es su fuerza. Cualquiera de sus gestos, acciones o palabras vienen encintas de dinamita. No tiene más que abrir la boca para mandarlo todo a la nada. El perfecto idiota es el poeta de lo desconocido, el que infunde temor y temblor en lo cotidiano.
Es por esto que la poética del idiota corresponde a una estética de lo inestable, lo inclasificable, lo inasible. Actúa como absurdo inmediato y abrupto. Tras él la razón se vuelve juguetona, no cabe ya más formalismo cerrado. La lógica se transforma en poética y se confunde, a la vez, ésta con aquella. Todo anda alterado, revuelto, atravesado por la nada que el idiota ha traído al mundo. Su comportamiento de bufón desestabiliza y poetiza a partes iguales, es decir, trastoca la percepción unívoca y gris de una realidad predecible. El sujeto que le observa recibe así una arremetida de absurdos que no entiende; su única escapatoria ante esta situación es partirse de risa.
Y es la risa la mayor transgresora, enemiga de las conclusiones definitivas. No basta sino tener oídos y unas mínimas entendederas para percatarse de que estamos rodeados de esbozos de totalitarismos. La duda desterrada ya no mantiene a raya toda aspiración a un absolutismo. Su expulsión del saber la ha llevado a cabo un tal ismo —ser que nadie ha visto reír nunca—. Este sujeto no puede entender el mundo sino de forma maniquea, jamás recibirá de forma afable a la duda. Y toda idea que no se cuestiona desemboca en totalitarismo: la verdadera eliminación de lo otro, de lo distinto.
La manifestación visible del derrumbe de una idea calcificada es la risa; el totalitario está salvado en el momento en el que ríe. ¿Hace falta, quizás, menos ideas y sí más chistes? Quién sabe. Pero lo que sí necesitamos —a mi juicio— es este tipo de idiotas. ¿Y para qué semejante sujeto? Para inducir una fisura en las ideas definitivas, para rescatar del destierro a la duda sometida, para hacer reír —en definitiva— al «estúpido razonable».
Y para terminar un chiste:
—Me pregunto qué puedo hacer —le preguntó Nasrudín a su amigo Wali—. La gente me considera grosero cuando empujo mi carretilla detrás de ellos y les chillo: «¡Cuidado con sus espaldas!».
—No hay mayor dificultad en eso —dijo Wali—. Los ingleses son cultivados, y no les gusta la rudeza, eso es todo.
Ambos se volvieron a encontrar dos meses más tarde. Wali dijo:
—¿Cómo te va con tu carretilla?
—Tu consejo no era bueno. Probé con un poco de cultura, pero la gente sigue pensando que soy un inculto.
—¿Qué forma adoptó tu conducta culta?
—En lugar de gritar: «¡Cuidado con sus espaldas!», chillé con todas mis fuerzas, para estar seguro de que me oirían: «¡SHAKESPEARE!». Se enfadaron bastante.(Idries Shah, Las sutilezas del inimitable Mulá Nasrudín)
- Imagen: Stańczyk en un baile en la corte de la Reina Bona tras la pérdida de Smolensk, de Jan Matejko (1862)
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