(«The Rider», 2017)
1
Un hombre habla con su hermana. Lilly es autista, tiene casi quince años, se niega a llevar sujetador, canta canciones infantiles. Son canciones que tranquilizan el mundo, lo hacen inteligible, previsible. Hablan de soles que se ponen y de estrellas que se encienden, o acompañan las acciones de la chica a medida que las ejecuta, del modo que decía Vigotsky que hacen los niños: describir en voz alta la acción que realizan para, así, ayudarse a llevarla a cabo.
El hombre se llama Brady. Seguramente sin saber que está hablando del telos de Aristóteles, aquello a lo que cada ser tiende y que constituye su realización, Brady dice a su hermana: “¿Sabes, Lily? Creo que Dios nos da a todos un propósito (…) El del caballo es recorrer la pradera. El del cowboy es montar”.
Brady ha sido jinete de rodeos. Sufrió un accidente casi mortal, meses atrás. Un caballo le rompió el cráneo, y tuvieron que ponerla una placa. Lleva la herida cubierta, y para poder ducharse debe quitarse la gasa y colocarse un turbante de celofán.
No podrá volver a montar.
2
Estamos hablando de “The Rider”, de Chloé Zao, estrenada en 2017. Un western vulnerado que trata, sobre todo, de esto: si quien eras antes de la enfermedad es la única manera en que puedes concebirte, y si después de la convalecencia no serás quien eras, entonces la enfermedad es una negación de tu destino, y la convalecencia no es el final de la enfermedad, sino su instalación definitiva en nuestra vida. Más brevemente: cómo pensarse, cómo seguir adelante, cuando el propio destino está agotado o es inaccesible.
3
Los westerns son muchas cosas. Al igual que otros géneros, al igual que nosotros, han librado formidables peleas para que los rasgos de identidad que los definen no sofoquen la vida que los recorre. Tantas veces tienen que ver con la intemperie. Con hacer de la piedra, o del tronco, una almohada. A veces la intemperie es una naturaleza inmensa bajo cuyo pulgar crujen las vidas humanas, como en las grandes películas de Anthony Mann. Otras veces, es la intemperie de la codicia humana, frente a la cual algunos se unen en una camaradería de compasión y reciedumbre, como en ciertos títulos de Howard Hawks.
Chesterton –que no debió de ver ninguno- tal vez nos diría que el western tiene que ver con el avance del orden sobre el caos, con el despliegue de cuadrículas de calles sobre espacios áridos. Pero lo cierto es que en “The Rider”, igual que decíamos en la nota de “Lucky” de hace pocas semanas, estamos en un espacio de frontera. Es decir: un lugar que sabe que el desierto mira y aguarda el momento de recobrar el terreno perdido.
4
Si no digo que el western tiene que ver con la fragilidad es porque pocas obras o ninguna obra se libran de esa genealogía. Si dejamos de lado los ejemplares más zafios –los hay en todos los géneros-, y las películas de exterminar indios –un subgénero bien distinto- a menudo encontramos a pistoleros ridiculizados por una mujer (“El Dorado”), a hombres que no encuentran su sitio o se llevan la derrota sentimental a cuestas (“Centauros del desierto”, “Shane”), a hombres que no encuentran la piedad y el corazón acogedor que necesitan (“Horizontes lejanos”). Es verdad: hombres. Pero hombres heridos.
3
Una de las mejores cosas de “The rider” es que no pretende saber qué está diciendo. Los corrales, cerrados por vallas o alambradas, son una forma de acotar el terreno infinito, y por tanto de aliviar la angustia ante la pobreza de nuestros esfuerzos. Pero lo decimos nosotros, no la película. Los corcoveos de los caballos salvajes son iguales que las crecidas repentinas de la vida; una fuerza incontenible ante la cual solo cabe apretar las rodillas contra el cuerpo del animal y acomodar la postura para no caer. Todo reducido a la fuerza e instinto. Tampoco lo dice la película.
Aunque sí hay cosas que dice. Sí dice que tenemos que estar juntos. Lo dice uno de los amigos cowboys de Brady, con esas mismas palabras. Están alrededor de una hoguera, en las lindes del desierto y bajo la oscuridad cerrada. La luz palpitante de la hoguera es toda la oposición que pueden plantear a la noche.
También está muy cerca de afirmar algo cuando uno de los caballos broncos escapa del corral. Brady, que quiere dedicarse a domarlos, lo echa de menos y lo encuentra en medio de una pradera cuya hierba recuenta el viento. Al escapar, el caballo se ha desgarrado profundamente una pata con el alambre de espino. Es irrecuperable y deben sacrificarlo. Un caballo se cumple recorriendo la pradera, ha dicho Brady a su hermana, y hay que sacrificarlo cuando eso ya no sea posible. Entonces, qué debe hacerse con un hombre que ya no puede montar caballos salvajes. Y qué debe hacerse con Lilly. Cuál es su telos. Tal vez, cuestionar la idea aristotélica del fin y hacernos sospechar que existe otra justificación más allá de toda justificación formal.
4
Otra de las cosas reveladoras de la película son los títulos de crédito. Si no lo sabíamos antes –yo no lo sabía-, descubrimos que Brady, Tim y Lil (protagonista, padre del protagonista, hermana autista del protagonista), se llaman igual en la zona de la ficción que llamamos vida real, que en la película. Brady, Tim y Lil, y comparten también apellido: Jandreau. El parentesco no es fingido. Tampoco es fingida la terrible herida que Brady en el cráneo, cuya mitad derecha lleva rapada: deja ver una especie de raíl de grapas que mantiene unido el hueso y la vida del verdadero jinete de rodeos Brady Jandreau, al que un caballo le partió la cabeza. Si no sabíamos –yo no lo supe hasta después de ver la película- que Chloé Zhao dio forma al guión a partir de los Jandreau y, del accidente real de Brady, entonces, ¿qué hemos visto? ¿Una película, un documental? ¿Eso que se llama docuficción? De nuevo, igual que decíamos de “Lucky”, hace pocas semanas, intentar separar elementos forenses de elementos líricos no tiene sentido. “Englishmen are always degrading truth into facts”, decía Wilde, pero lo podríamos decir de todos nosotros. Si algo nos ha tocado no es porque sea cierto de una manera historiográfica, externa, genérica, sino porque lo es de una manera singular, interior, específica.
5
El espacio es infinito, la fuerza es irreductible, y el corazón no tiene fondo. De noche, los cuerpos se tienden y el sueño se alía con el silencio del cielo. Algo repta desde rincones sin sonido. Te saca abruptamente del sueño. También a ti. Aunque seas un cowboy.
Comentarios sin respuestas