«Nuestra relación con los lugares está filtrada por una subjetividad caprichosa, más próxima a un impulso momentáneo que a una explicación razonada.»
Álex Chico, Los cuerpos partidos
No existe una única ciudad, sino muchas ciudades, aunque su fisonomía no cambie o cambie muy poco con el paso del tiempo. Existen tantas ciudades como miradas que se posen sobre ellas, que se detengan a escudriñar sus rincones, que intenten descifrar sus enigmas.
Muñoz Molina sugiere que, de tanto caminar por ellas, las ciudades dejan de ser simples paisajes para convertirse en un estado del ánimo. Con obstinada perseverancia, con fidelidad de amante, cada mañana la ciudad regresa para establecerse ante nosotros, pero también dentro de nosotros, para estimularnos o para apagarnos, quizás para conducirnos hacia un presentimiento de felicidad.
En el imaginario colectivo, en el fondo de nuestras ensoñaciones, Nueva York es mucho más que un laberinto simétrico de calles, con su aceleración vertiginosa y su verticalidad imposible, sino que es el escenario donde King Kong se encaramaba a la fachada del Waldorf Astoria para proteger a su amada y enfrentarse en solitario a los aviones que querían acabar con él.
Es el Nueva York moderno y estiloso de Con la muerte en los talones, por el que huye constantemente un Cary Grant atribulado que ignora los motivos de su persecución; es el Nueva York tórrido y claustrofóbico de La ventana indiscreta, en el que un James Stewart con la pierna escayolada espía lo que ocurre en su edificio, los movimientos sigilosos aunque no tan secretos de sus vecinos; es el Nueva York de los ambientes nocturnos de El buscavidas, el mismo que volvió a recuperar años más tarde Martin Scorsese para continuar la historia de Eddie Felson, «el rápido».
Sin salir del universo creado por Scorsese, es el Nueva York violento y sanguinario de Gangs of New York, asediado por bandas callejeras que monopolizan los negocios turbios de la ciudad; el Nueva York sociópata y noctámbulo de Taxi Driver; el Nueva York de los excesos financieros retratado en El lobo de Wall Street.
También es el Nueva York pendenciero y corrupto de Distrito Apache, el paraíso de la heroína que corría por las venas de la ciudad; el Nueva York de Érase una vez en América o de la saga de El padrino, controlado por los tentáculos de la mafia; el Nueva York paranoico y alucinado de Birdman, desplegado en un único plano secuencia; el Nueva York glamuroso y reluciente de Desayuno con diamantes, recorrido a primera hora de la mañana por una impecable Audrey Hepburn, mientras suenan de fondo los acordes pegadizos de Moon River.
Eso por no mencionar el Nueva York de Woody Allen, al menos de buena parte de su filmografía, de algunas de sus mejores películas: el poema visual en blanco y negro que recorre todos los fotogramas de la nostálgica Manhattan; el Nueva York de los misteriosos asesinatos cometidos por maridos ignominiosos, que casi nunca son lo que aparentan ser; el Nueva York que mezcla realidad y ficción cinematográfica en La rosa púrpura de El Cairo, un homenaje indisimulado a El moderno Scherlock Holmes de Buster Keaton; el Nueva York de Maridos y mujeres, escenario contemporáneo de las incertidumbres existenciales aprendidas de Bergman.
Pero no solo el cine, con su espectacularidad de artificio, consigue fijar iconografías indelebles en la memoria colectiva de los espectadores. También otras disciplinas, como la literatura, la fotografía o la pintura, contribuyen a forjar otras imágenes de las ciudades que se superponen a las de la ciudad real.
No podemos volver a ver Nueva York de la misma forma después de haber contemplado los lienzos de Hopper, con sus escaparates de cafeterías desoladas a altas horas de la madrugada, con esas estampas tan contundentes de incomunicación y de soledad y de extrañamiento.
La literatura es también una fuente inagotable de resonancias míticas: casi sin pensarlo, de manera inmediata, hay ciudades que inevitablemente asociamos a ciertos escritores, que las eligieron como los espacios de sus creaciones literarias.
De ahí que identifiquemos el «Madrid de Galdós» como el ambiente refinado y pueblerino al mismo tiempo del siglo XIX español; la «Praga de Kafka» como un sitio oscuro y opresivo; el «París de Hemingway» como un lugar eternamente festivo o la «Lisboa de Pessoa» como el fértil territorio de la saudade.
Si ampliamos el foco y pensamos en el caso de las ficciones literarias, poco importa que las ciudades figuren de verdad en los mapas y en las guías de viaje, como cualquiera de las anteriores, o sean ficciones procedentes de la audacia de los escritores, como sucede con la «Santa María» de Onetti, el «Macondo» de García Márquez, la «Comala» de Rulfo o el «Yoknapatawpha» de Faulkner, paisajes identificables por la memoria de los lectores.
Incluso podemos llegar a conocer mejor estos lugares (su historia y su idiosincrasia, las vicisitudes de sus habitantes, el ruido y los aromas que desprenden sus bares), que ciertas zonas del barrio en el que vivimos, las calles adyacentes y nunca recorridas a la nuestra.
Gracias a la magia de la literatura, nos referimos a ellos como lugares comunes y habituales, hablamos sobre ellos con una entusiasta familiaridad, como si hubiésemos recorrido con parsimonia su geografía inventada, como si conociésemos perfectamente cada uno de sus rincones.
Basta el encuentro entre la ciudad y una mirada para que surja un nuevo espacio, idéntico y al mismo tiempo autónomo, con entidad propia, confeccionado a partir de nuevos elementos que se superponen como capas tectónicas sobre el escenario original.
Disfrutamos y fomentamos a partes iguales este arte de la distorsión, tal y como lo define Juan Gabriel Vásquez: como animales narrativos que somos, nos encanta contar y que nos cuenten historias. Sobre todo, las historias que podemos asociar a lugares determinados, territorios reconocibles o geografías diferenciables del resto.
Poco importa que sean lugares reales o meros productos de la imaginación. Lo único verdaderamente importante es que nos permitan explicar y explicarnos a nosotros mismos a través de ellos.
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