Ando leyendo estos días el libro de Hilario J. Rodríguez, Construyendo Babel, reeditado después de una década por la editorial oscense Contraseña. En los primeros capítulos, dedicados a su infancia y juventud, Rodríguez nos habla de sus primeros libros, de sus primeros intentos de construir su biblioteca, su particular Babel (“Fundar una patria. / Levantar una biblioteca. / Construir Babel”, escribe). Sitúa su primer libro en los cómics: Spiderman contra el Duendecillo Verde. También nos habla de la urgencia de la lectura juvenil, de dejarse arrastrar por Céline y Burroughs.
Esta lectura me ha incitado a pensar en mis propios orígenes lectores. ¿Cuál fue el primer ladrillo de mi Babel? Recuerdo que mi padre me ponía deberes en verano: primero, leer Platero y tú. Tendría doce años y no entendí nada. Solo recuerdo un pueblo silencioso, unos niños hablando de sus padres, una lejana escopeta. También me hizo intentar leer Viaje al centro de la tierra. Tal vez demasiado pronto. Solo recuerdo una extensa llanura de páginas repletas de letra muy junta, muy negra, como un zoco repleto de gente en movimiento perpetuo, un abecedario de hormigas de inquietas antenas. ¡250 páginas!, pensé, acostumbrado a los libritos de letra gorda y tapas azules de El Barco de Vapor.
Aquellos intentos infructuosos dejaron su semilla en mí. Cada cierto tiempo me asomaba a la biblioteca para curiosear, ver lo que encontraba, tal vez el deseo de vencer a aquellos libros que me habían ganado a mí un par de años antes. Fue así como descubrí Siddhartha, de Hermann Hesse. Una edición de Bruguera, de enero de 1981, completamente amarilleada ya por entonces, que valía 200 pesetas. No recuerdo por qué empecé a leerlo, pero nunca he vuelto a mirar atrás, nunca he dejado de leer, de correr, de vivir dentro de ese hormiguero de letras inquietas, de ese zoco de significados que bullen y se mezclan y te atrapan y te muerden.
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