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Cuando, de adolescente, leí las palabras de Browning que cita Borges: “Cuando nos sentimos más seguros ocurre algo, una puesta de sol, el final de un coro de Eurípides, y otra vez estamos perdidos”, a mi hiperestesia de entonces le parecía que alguien le había leído la mente y el corazón sangrante. El victimismo, uno de los excesos del yo. Ahora, esas palabras o mi reacción ante ellas me parecen una mamarrachada.
Otra vez estamos salvados, o algo parecido.
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Este es un resumen a hachazos de un libro muy breve de William Styron, “Darkness visible”, “Esa visible oscuridad” en castellano (“La oscuridad hecha visible”, más preciso, más difícil de manejar).
A mediados de los ochenta, Styron, que ha abusado del alcohol durante años, es incapaz de seguir bebiendo. Su cuerpo frena en seco y rechaza hasta sorbos inocuos. Styron deja de beber. El alcohol, además de instigador de visiones y empuje literario, ha retenido durante años la ansiedad y el terror existencial. Sin guardia fronteriza, la depresión se le echa encima. Con signos inapreciables, primero. Después, hasta el punto en que Styron se rinde a la desesperación y decide suicidarse, tras meses de sufrimiento profundo. Una noche, con la casa helada porque la caldera no funciona, su mujer ya acostada, “comprendí que no podría superar el día siguiente”. La televisión está encendida. Emiten una película en la que participa una actriz a la que Styron conoce. En una escena, los personajes están en un conservatorio, y de una sala sale el sonido amortiguado de la “Rapsodia para contralto” de Brahms.
Styron reconoce la música. Ha estado anestesiado durante meses a la alegría y al placer. Pero la música se lo pone todo frente a él, se lo devuelve todo, o le promete un regreso: el recuerdo del amor, los juegos con los hijos, el trabajo literario.
Styron sube al piso de arriba y despierta a su mujer. Hacen unas llamadas. Al día siguiente, ingresa en una clínica.
(Les recomiendo vivamente que lean las menos de noventa páginas de “Darkness visible”.)
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Hace años leí mucho a Kawabata. Tanto como algunos pasajes de novelas, recuerdo su conferencia “La existencia y el descubrimiento de la belleza”. Creo que el inicio de la misma es conocido:
Kawabata, temprano por la mañana, sale a la terraza del hotel en el que se aloja. Está en Kahala, en Hawaii. A las mesas del desayuno aún no se ha sentado nadie. Decenas de vasos de diferentes tamaños están colocados boca abajo. El escritor frente a esa escena, esclarecida contra el horizonte ilimitado del océano Pacífico. En quietud, en ese silencio de los ruidos de la naturaleza cuando no quieren decir nada en particular. Entonces: la luz se abre paso entre las nubes, se estira desde el fondo del cielo, y llega hasta la terraza del hotel: los vasos se encienden, como si irradiaran luz propia. Doscientos o trescientos vasos, jarras llenas con agua y hielo, fulguran. La luz es intensa, afilada, cuando rebota contra los bordes de los vasos; o suave y pulida en los costados.
“Es probable que retenga en mi corazón, durante el resto de mi vida, la imagen del sol matutino reflejado en los vasos de la terraza del Hotel Kahala”, nos dice.
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La esencia de la belleza, lo bello, es indescriptible, y no se puede pensar que lo vamos a cazar con lazo: otra de las restricciones que nos señaló Wittgenstein. Lo que sí se puede intentar hacer es describir su efecto (casi escribo ‘función’) dentro de las distintas cosmovisiones. Mencionaré dos.
Para Schopenhauer, la obra de arte está ligada a la interrupción de la Voluntad. La Voluntad es la fuerza ciega que guía, crea y destruye el mundo, y que todos sentimos como instintos y tensiones que se manifiestan en nuestro interior. Gracias a la obra de arte, o a la experiencia estética, durante unos momentos, podamos vernos libres de su exigencia inexorable. Aquí el efecto es la belleza es casi narcotizante, ansiolítica.
Heidegger, empeñado en hablar del Ser en círculos, dice de la obra de arte que “nos abre los ojos para que percibamos la realidad en su carácter abierto y, en cuanto tal, ‘habitable’”. Tal vez sea más claro lo siguiente: “Lo que admitimos como natural es, presuntamente, lo consuetudinario de un largo hábito que ha olvidado lo insólito de que se originó.”
Los objetos de arte no están más próximos al Ser (del que no se puede decir nada) que el resto de objetos, solo que en ellos es más evidente su filiación al Ser: al romperse el lenguaje de la percepción y la representación convencionales, el mundo muestra un rostro que es el de siempre y, sin dejar de serlo, está al margen de las mudanzas del tiempo. El mundo (no solo la obra de arte) aparece como algo insólito.
Deliberadamente, he citado a Schopenhauer y Heidegger, que reflexionan sobre la obra de arte, y no tanto sobre la belleza. Lo bello, la apelación a detener el flujo de pensamientos y acciones y percepciones ordinarios, es una posibilidad que está en una pieza de música (la rapsodia para contralto de Brahms) o en un objeto corriente (un vaso inundado por la luz del Pacífico, en la terraza de un hotel).
Y, ¿en el silencio? ¿En un vaso no inundado de luz?
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Intento de cosmovisión, nada personal por lo demás (y como no puede ser de otro modo).
- Receptividad, que no es pasividad: lo bello, eso que reclama nuestra atención en su máxima potencia, es decir, desligada del resultado inmediato, entra en las venas y circula como la sangre, sin pedir autorización. Nos dejamos hacer por lo bello. No implica que a todo el mundo afecte del mismo modo pero, realmente, en qué balanza pesarlo…
- Es un don, es gratuito, y no es que no tenga sentido, es que está al margen de la pregunta del sentido, igual que el sabor de la horchata en el paladar es irreductible a conceptos, pero es experiencia plena. En ese sentido la belleza es inútil. No solo porque no se pueda hacer una mercancía de ella (el comercio es con el objeto, no con la vivencia), sino porque, como escribe Claudio Rodríguez
“Siempre la claridad viene del cielo;
es un don “
- Es una aparición. Confieso: he trucado la referencia de Kawabata. Él no se refiere al momento en que la luz atraviesa las nubes y hace centellear los vasos. Describe la escena como algo ya dado, algo que se encuentra, no algo cuyo origen presencia sino algo en lo que se ve inmerso. Lo he alterado para enfatizar esa cualidad de aparición. Incluso así, ante lo bello, hay como la experiencia de una revelación, de un secreto desvelado, de un sentido súbitamente aguzado (como si pudiéramos escuchar frecuencias habitualmente imperceptibles)
- No se puede dirigir sin riesgo de que desaparezca en su espontaneidad. Antes escribía que se precisa de una disposición, un abandonarse, una actitud de la que podemos no ser conscientes y que ni siquiera es voluntaria. Seguimos con Kawabata que, al intentar desentrañarse a sí mismo frente a la visión de los vasos luminosos, dice:
“Cuanto yo mismo más persisto en la contemplación de esta belleza y, cogido en el hábito mental de preguntarme cómo aparecerán esos vasos en una mañana determinada, procedo a mirarlos en forma demasiado intencionada, me doy cuenta de que todo se ha echado a perder.”
- No hay mejora moral. Es ridículo pensar que después de escuchar la Misa en Si de Bach la cobardía, la violencia y la codicia se transformarán en arrojo, ternura y generosidad. Pero se abre una grieta, una duda. Que pueden cerrarse enseguida, o descartarse como algo transitorio, porque toda transformación tiene un lado temible (“¿tocar nuestro concepto del universo, por ese pedacito de tiniebla griega?”, escribió Borges al hablar de otro asunto)
Sería demasiado intencional decir que lo bello revela el secreto del mundo, el nuestro propio. Pero ahí queda, enunciado, algo que rebasa el mero placer. Al menos, en potencia.
5
Para mitigar las exageraciones en la que suelo incurrir, voy a explicar algo personal y un poco ridículo. Hace no muchos años pasé unos días en el monasterio cisterciense de Poblet. Cuatro días de silencio, en un diciembre helado y negro, sin nada que hacer salvo asistir a las actividades religiosas de la comunidad, leer (poco, apenas abrí los libros que llevé), y vagabundear por el claustro. Los pocos monjes con los que me cruzaba no saludaban. En una de estas, descubrí una sala junto al claustro. Había un armario bajo y sobre él, tres cazuelas de bronce. Pasé mucho tiempo allí, en oscuridad casi completa, en silencio sí completo. Las tres cazuelas representaban para mí una tríada de fuerza elemental, misteriosa, adusta, muy poderosa. No era temible -como cuando Krihsna revela a Arjuna su verdadera forma-, pero tampoco era compasiva. A veces, un monje salía por una puerta al fondo, cruzaba la sala, y desaparecía por la galería, y solo percibía de él una especie de mancha blanca (habría sido blanca a la luz del día) atravesando el aire. Todo muy fantasmal. Fueron horas de una intensidad cuya profundidad me resulta imposible describir.
Antes de regresar a Barcelona, supe que aquella sala había sido la cocina original del monasterio, y las tres cazuelas no eran ni más ni menos que cazuelas de las que se habían utilizado entonces, ni más ni menos, y no emblemas de fuerzas mistéricas.
Me lo había imaginado todo, ¿no?
Para seguir escuchando y leyendo:
Johannes Brahms, Rapsodia para Contralto op.53. Alfreda Hodgson, contralto; Bernard Haitink, director.
La conferencia de Kawabata Yasunari.
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