[Viene de Seis puertas a María Zambrano (1/2)]
“Interioridad abierta, pasividad activa”
(“Hacia un saber sobre el alma”: “La metáfora del corazón, María Zambrano)
En la primera parte del artículo habíamos enunciado el sentir como dimensión fundamental del humano, el segundo nacimiento como contacto con la vida sin disfraces, y el exilio como vivencia excepcional de la crisis que puede dar lugar al segundo nacimiento.
La metáfora del corazón
Cualquier definición sobre el hombre atiende un aspecto y desatiende los demás. Podemos encontrar alguna que se refiera a la capacidad de crear técnica y de ampliar el ámbito de lo natural, como cuando dice Homero que el hombre es un ser mortal que come pan. O al sentido del tiempo y a la posibilidad de obligarse que se enmarca en ese tiempo: el hombre es un animal al que le es lícito prometer (Nietzsche). Zambrano tampoco puede dar una definición que lo abarque todo; pero, sin buscarlo, expone una esencial: el ser humano tiene un centro que le permite darse, y ese darse irrefrenable es lo que lo constituye como humano.
El corazón es un símbolo múltiple en Zambrano. Ella misma lo presenta como metáfora; es decir: una aproximación a algo que no se puede someter a los tirantes del lenguaje. La metáfora, coinciden muchos autores, también María, es mucho más que un recurso ornamental: es una imagen que guía, que revela y arrastra a una época. Por eso es crucial, aquí y en los claros del bosque, entender que no vamos a entender, no al modo conceptual, y que cuanto más ahondemos, más se deshará el lenguaje de la no contradicción (o es A o no es A). No es trivial, es una declaración de existencia. Solo se puede esperar y dejar que lo que pueda temblar, tiemble.
El corazón no tiene que ver con el amor romántico ni con el sentimentalismo; tiene todo que ver con el sentir pero, también, aunque no lo diga abiertamente y aunque en ocasiones parezca decir lo contrario, también con el pensamiento alimentado por las acequias del sentir.
Lo que sigue no es un intento ni de esquematizar la metáfora del corazón ni de agotarla. Son aspectos de la metáfora del corazón, percibidos en un centelleo. Como si fueran peces sacados del agua para admirarlos, lo mejor es devolverlos al mar, y admirarlos allí.
- Es la capacidad de intuición, más allá de la causa y el efecto: “una llama que sirve de guía a través de situaciones complicadas y difíciles, una luz propia que permite abrirse paso allí donde parecía no haber paso alguno”
- Da cuenta de la apertura existencial:
Es el órgano de la interioridad, siempre que entendamos que interioridad exige apertura, don. O, más bien que exigirlo, que la propia la interioridad que se queda en encierro, se apaga y se marchita. El siguiente fragmento lo desarrolla: “Es tan pasivo que no deja de serlo al actuar, es el ofrecimiento de aquello que no tiene otra cosa que integridad. Suprema acción de algo, que sin dejar de ser interioridad la ofrece en un gesto que parece podría anularla, pero que sólo la eleva. Se ofrece por ser interioridad y para seguir siéndolo. Y esto: interioridad que se ofrece, para seguir siendo interioridad, sin anularla, es la definición de intimidad”i
En “Claro del bosque” se extrema la afirmación. Se vuelve ontológica, es decir, se presenta como lo constitutivo del ser. La vacuidad, la danza, y la circulación de la vida. Estamos lejos de la razón pura, pero también ha quedado atrás la razón vital de Ortega (y en la medida que le toca, Nietzsche). No son solo las fuerzas selváticas de la vida, de la proliferación, la fuerza y el apetito: es la vivencia de la circulación de la vida en cuerpo, mente y amor.
“Un ser viviente que resulta ser tanto más ‘ser’ cuanto más amplio y cualificado sea el vacío que contiene (…) centro que alberga el fluir de la vida, no para retenerlo, sino para que pase en forma de danza, guardando el paso, acercándose en la danza a la razón que es la vida”ii
- La percusión de la vida como totalidad, pero también como territorio lleno de pasadizos: “descubrir los poros de la realidad cuando se muestra cerrada”, “es el símbolo y representación máxima de todas las entrañas de la vida, la entraña donde todo encuentra su unidad definitiva, y su nobleza”iii
- La posibilidad de contacto de la palabra con lo originario: el corazón huele en la vida algo que más que lo dado, que eso que nos enfrenta; huele el tiempo no transcurrido, el agua al fondo del pozo oscuro, lo originario. La palabra que abrimos la boca para decir y no decimos porque no conocemos de ella más que el deseo de pronunciarla, esa palabra “no se pierde (…) la palabra diáfana, virginal, sin pecado de intelecto, ni de voluntad, ni de memoria.” También, a veces, el corazón confiere a las palabras simples y cerradas “una suerte de firmeza y hasta de fórmula sacra.”iv Sabemos que ciertas personas, en algunos momentos, hablan de forma que, digan lo que digan, hacen que nos sintamos tocados por una seda invisible.
- Es el horno en el que la experiencia se hace experiencia, en el que lo participativo se hace posible: “es como un espacio que dentro de la persona se abre para dar acogida a ciertas realidades.”
Claros del bosque:
Si ya he tenido dificultades para hablar de la metáfora del corazón, aún voy a tenerlas mayores para hablar de los claros del bosque. Antes de reproducir algunos fragmentos del libro de ese nombre, solo una ¿indicación? A Zambrano la mística le interesó siempre (Ortega se lo reprochaba, como si fuera una ofensa para un filósofo), pero su planteamiento o su vivencia no son, como en San Juan de la Cruz o en Miguel de Molinos, de meta conseguida una vez y para siempre. El ser humano tiene a veces atisbos de algo originario, algo que lo supera, algo totalizador, quieto en el movimiento, que se ofrece filtrándose a través de la malla de conceptos (los afectos también los incluiríamos, porque agarran al mundo por el cuello y le exigen o le recriminan). Ese momento redondeado es el claro del bosque, el hueco en la maraña y el aire fresco en medio de la atmósfera cargada. La visión en medio de la razón. “Es la lección inmediata de los claros del bosque: no hay que ir a buscarlos, ni tampoco buscar nada de ellos”. Lo que ofrece el brote del claro del bosque es inesperado: “Mas si nada se busca, la ofrenda será imprevisible, ilimitada. Lo separado se entrelaza, la mirada del corazón se dilata, porque en el claro del bosque se da “una visibilidad nueva, un lugar de conocimiento y vida sin distinción”, y en él es posible que “el pensamiento y el sentir se identifiquen, sin que sea a costa de que se pierdan el uno en el otro o de que se anulen”.
Ese aire como de mundo de madrugada, de filo que separa luces, evoca algo que el hombre en tanto que hombre no ha podido conocer: “Antes de los tiempos conocidos, antes de que se alzaran las cordilleras de los tiempos históricos, hubo de extenderse un tiempo de plenitud que no daba lugar a la historia. Y si la vida no iba a dar a la historia, la palabra no iría tampoco a dar al lenguaje, a los ríos del lenguaje por fuerza ya diversos y aun divergentes.” Calendarios sin hojas, meses sin días, diccionarios sin palabras, pero a punto de tenerlos: ese es el mundo inundado de vida libre, en el claro del bosque.
Hace poco reencontré una frase de “Hacia una saber sobre el alma” que me había pasado inadvertida (o eso parece, porque no la había marcado) en alguna lectura previa: “somos libres cuando arribamos a lo permanente”. Cuando la releí, no me expliqué que eso que me parecía ahora tan revelador en su momento no me lo hubiera parecido. Releído, eso permanente, ¿qué podía ser? ¿La visión del claro del bosque, donde no hay ni angustia ni exigencia, ni falsedad ni temor?
El claro del bosque es metáfora, en el sentido que indicábamos antes: no adorno sino comunicación con lo indecible, y también, de alguna forma, horizonte. Me parece preferible acabar aquí e invitar a abrir ese libro. Y, si la palpitación de texto y lector se aúnan en ese momento, dejarse entrar, hasta donde podamos, en cada momento.
Razón poética:
Desde el comienzo de su obra, María mantuvo un interés paralelo por la filosofía y la poesía. Era consciente de que la segunda no es menos vía de conocimiento que la primera. En “Filosofía y poesía” traza la suerte de la filosofía en Occidente. Es sabido que, en “La República”, Platón dice que los poetas serían expulsadas de esa ciudad ideal (aunque en otros diálogos la posición respecto a la poesía está muy matizada). En todo caso: desde el Mundo Antiguo, en el que la poesía se aferra a lo de aquí, a la vida inmanente, al apego a lo pasajero y cambiante (por oposición al Mundo de las Ideas, la verdadera realidad) hasta la Modernidad inaugurada por Baudelaire. “En cada criatura vulgar está el misterio de su ser y el de la creación entera”v. La poesía también querrá, además de vindicar lo de aquí, transparentar el origen, aquello irreconquistable de lo que salimos.
Por eso, para pensar y ofrecer todo eso no vale una razón hecha solo de mecanismos que desechan lo pasional y lo material; pero tampoco la razón vital, que hace sitio a las fuerzas materiales del mundo, es suficiente. Es la razón poética, que recoge las dos anteriores, y las trasciende al incorporar el sentido de unidad y de origen, la que da puede dar cuenta de la Realidad. Entonces, la razón póetica no es una elección de expresión entre otros medios posibles, sino la forma necesaria de pensar, cuando pensar está expandido hasta ser casi indiscernible de la sensación, el sentir, las puertas secretas del mundo, el origen que rezuma su jugo en todas las cosas.
“¿Quién, en verdad, la vive?”, pregunta Rilke sobre la vida, en los versos citados en la primera parte del artículo. Quien de vez en cuando es admitido en los claros del bosque; quien deja que la vida resuene en su corazón; quien entra en el día investido de razón poética. Esa podría ser la respuesta de María Zambrano.
Epílogo en falso
Para acabar: lo que sigue no es ni siquiera literatura ficción, es solo una fantasía. Tiene que ver con el encuentro del poeta José Ángel Valente y María Zambrano. Encuentro en el sentido más potente posible de ese bello hecho humano. Fue un darse de exquisita germinación poética. Valente ordenó y ayudó a publicar “Claros del bosque”; fue la comadrona del libro. A su vez, María dirigió el interés de Valente a la mística, a Miguel de Molinos, a la intemperie que ella misma llevaba a cuestas. La poesía de Valente acusó el encuentro, fue bendecida por el encuentro.
Acabaron distanciados y más que distanciados. Uno querría ver reconciliados a aquellos a los que quiere y admira. Así que me gusta pensar, sin justificación, que cuando María escribe “la actualidad plena de lo que somos únicamente es posible a la vista de otra cosa, de otra presencia, de otro ser que tenga la virtud de ponernos en ejercicio”, cuando escribe eso en 1939, la onda expansiva de ese sentir y pensar alcanza décadas después a Valente, que la deja reventar en la última estrofa de “Sé tú mi límite”. Es un poema amoroso, da igual de qué amor.
Esta es la estrofa:
“No te alejes jamás.
Los hondos movimientos
de tu naturaleza son
mi sola ley.
Retenme.
Sé tú mi límite.
Y yo la imagen
de mí, feliz, que tú me has dado.”
Y aquí puede leerse el poema completo: https://www.poesi.as/jav66023.htm)
i “Hacia un saber sobre el alma”: “La metáfora del corazón”
ii “Claros del bosque”: “”La metáfora del corazón”
iii “Hacia un saber sobre el alma”: “La metáfora del corazón”
iv “Claros del bosque”: “”La metáfora del corazón”
v “Filosofía y poesía”, “Poesía”. En “Claros del bosque” escribirá: “Todo alude, todo es alusión y todo es oblicuo”. El recorrido filosófico de María está más que enunciado, desde el principio.
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