“…me hice perdidiza, y fui ganada”
(Cántico espiritual, San Juan de la Cruz)
Los años duros
Hace algo más de un año viajé a Málaga. Era viernes, llegué temprano, Míriam trabajaba, y Francesco accedió a llevarme a Vélez-Málaga, donde nació María Zambrano, y donde está la fundación que lleva su nombre. Las instalaciones son muy modestas; más que yo, que sentí cierto pellizco de vanidad al comprobar que en la biblioteca de María había un libro que también yo tengo: las “Cinco lecciones de filosofía” de X. Zubiri. El patio andaluz, muy bonito, un estanque de luz, en un edificio que apenas contaba con una sala dedicada a Zambrano, con fotografías y objetos personales, y otra contigua en la que está su biblioteca. Me dio pena; seguramente, sin motivo, porque de qué otro modo pueden ser un museo o una fundación dedicados a una filósofa. Además, el lugar coincide suavemente con la obra de María, muy modesta, no porque no sea importante: es probable que haya pocas cosas más importantes, o tan importantes, en el ámbito del pensamiento del siglo XX (pero decir pensamiento para hablar de María es quedarse a medias, y quizá no con la mejor mitad). Intentar situar una obra y una vida hechas descenso, corazón y soplo, en las academias tal como las conocemos hoy, carece de sentido. Se puede preguntar en el examen por los juicios sintéticos a priori, pero cómo se pregunta en serio sobre los claros del bosque… Tratar así lo que hizo y dijo María Zambrano es como ir a comprar ropa sin probársela, y dejarla abandonada en la percha.
Los años de María Zambrano fueron muy duros y muy pobres. Hizo todo lo que humanamente pudo, no por sobreponerse sino, en coherencia con su obra, casi indiscernible de su vida, apurar la experiencia a fondo. Quiso estudiar piano pero su padre se negó porque creía que no podría ganarse la vida. “Entonces, filosofía”. El padre tampoco lo vio claro, pero no tuvo estómago para un segundo ‘no’.
Fue alumna de Zubiri y de Ortega. En su ancianidad, con la muerte cerca, todavía se presentaba, creo que con exceso de humildad, como discípula de este segundo, cuando sabía que había entrado en sitios a los que Ortega ni quiso acercarse. Es una intersección rarísima, María: su respirar del tiempo la acerca a Unamuno, a Ortega, a Heidegger, a Nietzsche; pero, desde luego, también a los griegos –post y presocráticos- o a San Juan de la Cruz. En otra dimensión, fue republicana y participó en un programa pedagógico. En 1937 volvió de Cuba, a la que había viajado con su entonces marido. En el prólogo a “Filosofía y poesía” recuerda que les preguntaban por qué volvían a España justo cuando más inevitable parecía la derrota de la causa republicana. “Pues por esto, por esto mismo.”
Desde entonces y hasta pocos años antes de su muerte, su vida fue nada más que exilio. Con su hermana Araceli peregrinó, una vez y otra, a México, a Cuba, a Paris. Vivieron años en Roma, donde se encontraron con numerosos amigos e intelectuales. Llegaron a tener trece gatos; algunos asguran que un político fascista las expulso del país pretextando la falta de higiene en la que vivían con tanto gato; otros dicen que María prefirió abandonar un país en el que no se amaba a los animales. Antes de aquello, en París y durante la Segunda Guerra, Araceli su hermana y su pareja habían sido torturados la Gestapo; el marido de Araceli, además, murió fusilado por las fuerzas franquistas. Araceli quedó destrozada, sin regreso a la paz, para siempre. Años después, cuando las dos hermanas vivían en La Pièce en la frontera franco-suiza, alguna vez que recibieron visita, Araceli aprovechó una ausencia de la habitación de María para proponer al visitante, con algo que no es frialdad ni inhumanidad, suicidarse juntos. Hay registros sonoros de María hablando de su hermana y frenando en seco: “Ay, no quiero seguir.”
Su padre había muerto en España antes del final de la Guerra Civil. La madre murió en París. Araceli murió en La Pièce. María volvió a España y murió en Madrid, pero fue enterrada en su tierra natal, porque así lo pidió. Era irremediablemente del Sur, eso decía.
Seis puertas
Los mejores libros nos exigen leerlos, no ya con toda la atención intelectual, sino con toda nuestra vida. Cuando escribo ‘mejores’ me refiero a aquellos que permanecen con nosotros, aunque sea como un vaho leve sobre el cristal: leve, pero persistente. Si escribir sobre filosofía, o sobre cualquier experiencia fundamental, ya es complicado, aún lo es más escribir sobre una filosofía que no se restringió a uno o dos aspectos (el conocimiento o la ética, por poner dos ejemplos) sino que intenta captar la vida en su unidad, pero también su movilidad, como plantas acuáticas mecidas por corrientes que solo percibimos por el movimiento de esas plantas; en su misterio, donde lo esperamos y donde no lo esperamos. Esta es la declaración de un fracaso previo a la batalla: no voy a poder marcar el paso a lo que sigue, sería como esperar una erupción ordenada. Necesito al lector más que nunca.
Las seis puertas de las que hablaremos (hay más, y otros medios de abordar estas) son el sentir, el segundo nacimiento, el exiliado, el corazón como metáfora, la razón poética y los claros del bosque.
El sentir
Durante siglos, la ocupación de buena parte de la filosofía fue el origen del conocimiento, la unión del cuerpo y el alma, la posible trascendencia del mundo material, la restricción de las pasiones… Lentamente, se fue preparando el camino para la aparición del gran ausente de muchas tradiciones filosóficas (no de todas): el hombre concreto, la mujer concreta. Spinoza hizo de la inmanencia (este mundo, del que no hay que escapar otro) el campo de juegos de la vida humana; Schopenhauer abrió las compuertas de lo individual a la Voluntad, los cauces ciegos de Vida que rigen las nuestras individuales. En su estela, Nietzsche decretó que había llegado el momento de descender a las profundidades. Kierkegaard había hecho la puesta de largo de la angustia moderna.
A principios del siglo XX, Rilke había escrito:
“Existe un gran milagro en este mundo:
Yo lo siento: se vive toda vida
¿Quién, entonces, la vive?”i
Rilke había intuido, quizá a tientas, el zeitgeist, el clima del momento histórico, y sus versos nos permiten entrar de lleno en lo que queda de artículo. Porque, aunque no fuera la pretensión de Rilke, podemos entender la pregunta de esa parte del poema de dos maneras: una, ¿quién el sujeto de la vida?; dos, ¿qué es vivir la vida, y hay alguien que la esté viviendo?
La respuesta a la primera: el hombre, la mujer íntegros y específicos, los que arrojan sombra, encastrados en la pluralidad de sus circunstancias. No solo la razón, no solo los impulsos biológicos, como si fueran sistemas mecánicos que giran desconectados de cualquier otro, sino la totalidad de la persona, que apenas ha sido tenido en cuenta por la gran tradición filosófica de los últimos siglos. De todas las circunstancias que constituyen al ser humano, el sentir es su experiencia originaria, o aquello que permite toda experiencia, el subsuelo de toda experiencia. El sentir como información sensorial, y también como palpitación de la emoción, como anhelo, dirección, empuje. “Yo lo siento: se vive toda vida”.
Unamunoi y Zambrano coinciden en eso: el sentir es el estallido a partir del cual se expanden nuestras vidas individuales. Sin engañarse: no es posible el regreso a un sentir primordial. No se puede plantear desprenderse de la razón, o la voluntad, o la inclinación moral. Ya estamos atravesados de razón; no se trata de negarla, sino de reconocer que está inervada de sentir. Durante siglos, la filosofía dominante ha sido una jirafa con las patas tan largas que ha olvidado que pisaba tierra y se creía solo cabeza: razonamiento puro y abstracción.
Ese tiempo, a principios del siglo XX, es un tiempo que ya se ha acabado.
Segundo Nacimiento
Esa toma de conciencia de la totalidad del ser humano es también toma de conciencia de del sentir y de la necesidad de sentido. Aquí es donde se hace más visible lo existencialista en María. Aunque es claramente cristiana, en ella eso no es algo dogmático, algo que momifica. Afirma la condición flotante del ser humano: el ser humano es homo viator, criatura en camino, como escribiría Gabriel Marcel, también existencialista cristiano. Escribe María: “Ni estamos acabados de hacer, ni nos es evidente lo que tenemos que hacer para acabarnos; no está prefijado cómo hemos de terminarnos a nosotros mismos”ii. La vida es descubrimiento, transformación,carne viva y caliente, improvisación o al menos vacilación, paso firme pero en vilo. Algo que sobrepasa el mundo militar de los juicios de Kant, o la visión panorámica del desfile del Espíritu de Hegel, por ejemplo. Todo eso será o no será así, pero al omitir la vivencia de lo impreciso, lo dubitativo, el deseo y el temor… deja una especie de hueso seco que no se parece a nosotrosiii.
Esa libertad puede conducir en algún momento, a la crisis: el momento privilegiado de descubrimiento lo indeterminado y crudo de la vida. La crisis es el pozo del que sacar una verdad que se siente en la sangre, que transforma y de la que no podremos hablar. También es la evidencia de lo inacabado de la vida y de lo incapaces que son nuestras armaduras para separarnos del contacto con la vida, para ocultar nuestra vulnerabilidad. Evidencia, más que símbolo: el símbolo pertenece parcialmente al mundo del lenguaje, y tiene un lado tal vez calcificado. Aquí se nos quiere hablar de lo vivido a pelo, sin apoyo de esquemas, ni sistemas (que para María son el reverso intelectual de la angustia), ni expectativas. Animal que tiembla. Animal que descubre que flota más allá de sus fuerzas individuales. La entrega es total, tal vez, terrible. “En los instantes de crisis, la vida aparece al descubierto en el mayor desamparo, hasta llegar a causarnos rubor. En ellos el hombre siente la vergüenza de estar desnudo y la necesidad terrible de cubrirse con lo que sea”iv.
Añadimos: en esos momentos aparece también la conciencia de todo aquello con lo que nos hemos cubierto, del traje de hombre rana con el que hemos querido evitar el contacto pleno de lo real. Que yo sepa, María no usa el término ‘ego’, pero lo que se produce en la es el desmantelamiento, de forma más parcial que total, de lo egótico en nosotros.
Precisamente ese hundirse en la desnudez de la vida es el segundo nacimiento. “Ver cómo nos quedamos cuando ya no nos queda nada”v. No es algo casual; es un destino humano, que podamos optar por atravesar o no. Aunque a veces no podemos optar. El nombre de segundo nacimiento dirige la atención a los evangelios (“Te aseguro que el que no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo que nace de la carne es carne, lo que nace del Espíritu es espíritu”, en el evangelio de Juan 3:5), pero también a los ritos órficos de la antigüedad, verdaderos ejercicios de atravesar la muerte en vida. “Sabido es que lo más difícil no es ascender, sino descender”vi. La falta de concesiones de este abandono recuerda al ‘traje de trabajo’, como llamaba San Juan de la Cruz a la determinación del camino místico.
En “Claros del bosque” vuelve la idea de despojamiento, de abandono de todo cuando creímos cierto, de toda aparente fuente de fuerza y de resistencia: “Una suerte de desnudez que por sí misma hace sentir que se está renaciendo, pues que como se nació desnudo, sin desnudez no hay renacer posible; sin despojarse o ser despojado de toda vestidura, sin quedarse sin dosel, y aun sin techo, sin sentir la vida toda como no pudo ser sentida en el primer nacimiento; sin cobijo, sin apoyo, sin punto de referencia (…) así es ella, la vida, la recién llegada, la encontrada la aparecida, un puro don. Y así quedará siempre para quienes estuvieron despiertos durante el acontecimiento…”vii Quien quiera que haya vivido un momento de crisis así, al regresar, lo hace con mayor sentido de gratitud y de humildad.
Despiertos a nuestro propio nacimiento: la atención y la conciencia son los testigos del despojamiento, de la transformación y el regreso. Transformación: ya no un compuesto biológico capaz de crecer cuantitativamente, sino la posibilidad de llegar a ser, de una manera antes no sentida, humanos. En “La tumba de Antígona” se dice, tal vez con más precisión: “Un segundo nacimiento que le ofrece, como a todos los que esto sucede, la revelación de su ser en todas sus dimensiones; segundo nacimiento que es vida y visión”viii. No solo vida de la carne, también revelación. Es decir, algo que no es razón conceptual, ni el retumbar del cuerpo y del mundo. Tampoco delirio, sino inspiración poética. Algo que no tiene que ver con la elaboración de poemas y a lo que volveremos después.
No sé si la palabra que corresponde a esta experiencia de descenso a los ínferos (esa era la palabra que ella usaba para referirse a lo que está abajo en el sustrato más secreto de la vida) es purificación, apertura, o cuál. Pero más allá de la sensación de desamparo, aparece el amor, que encuentra en lo profundo, más allá de los sobornos del miedo y la vanidad, su luz más real. “El dado al amor ha de pasar por todo: por los infiernos de la soledad, del delirio, por el fuego, para acabar dando esa luz que sólo en el corazón se enciende, que sólo por el corazón se enciende. Parece que la condición sea ésta de haber descendido a los abismos para ascender, atravesando todas las regiones donde el amor es el elemento, por así decir, de la trascendencia humana”ix
El exilio, el exiliado
Por el tiempo que le tocó vivir, el exilio fue un largo y doloroso segundo nacimiento para ella. El exilio es la figura contemporánea donde se ofrece de nuevo a la vista el carácter de del ser humano: barco sin puerto. O por decirlo con la dolorosa y perfecta metáfora de la propia Zambrano: herida sin bordes. Es un segundo nacimiento radical, uno de los más radicales posibles. Ni siquiera la patria es lo bastante suelo, lo bastante permanente, para arraigarse en él y extraer los mínimos minerales para la vida. El exiliado, el refugiado, transparenta una condición indisponible y una vergüenza íntima. Él muestra hasta qué punto las fuerzas individuales, la razón, la nacionalidad, la pertenencia a un territorio… se nos deshacen entre las manos hasta desaparecer.
El siguiente párrafo, de “La tumba de Antígona” es tan claro y acusador, en particular en nuestros tiempos, como para citarlo y cerrar con él esta sección
“Éramos huéspedes, invitados. Ni siquiera fuimos acogidos en ninguna de ellas como lo que éramos, mendigos, náufragos que la tempestad arroja a una playa como un desecho que es a la vez un tesoro. Nadie quiso saber qué íbamos pidiendo porque nos daban muchas cosas, nos colmaban de dones, nos cubrían, como para no vernos, con su generosidad. Pero nosotros no pedíamos eso, pedíamos que nos dejaran dar. Porque llevábamos algo que allí, allá, donde fuera, no tenían; algo que no tienen los habitantes de ninguna ciudad, los establecidos; algo que solamente tiene el que ha sido arrancado de raíz, el errante, el que se encuentra un día sin nada bajo el cielo y sin tierra; el que ha sentido el peso del cielo sin tierra que lo sostenga.”x
(Sigue)
i El poema completo: https://florecejonia.wordpress.com/2009/03/31/el-libro-de-ho
i “El hombre, dicen, es un animal racional. No sé por qué no se ha dicho que es un animal afectivo o sentimental. Y, acaso, lo que de los demás animales le diferencia sea más el sentimiento que no la razón. Más veces he visto razonar a un gato que no reír o llorar. Acaso llore o ría por dentro, pero por dentro acaso también el cangrejo resuelva ecuaciones de segundo grado”, “Del sentimiento trágico de la vida”
ii “Hacia un saber sobre el alma”, “La vida en crisis”
iii Para María, Kant era “una moral para élites”, alejada de los seres humanos de verdad.
iv “Hacia un saber sobre el alma”, “La vida en crisis”
v “Hacia un saber sobre el alma”, “La vida en crisis”
vi Prólogo de 1987 a “Filosofía y poesía”
vii “Claros del bosque”, “Método. El cumplimiento”
viii Prólogo a “La tumba de Antígona”
ix Prólogo a “La tumba de Antígona”
x “La tumba de Antígona”, “Antígona (II)”
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