(Reseña sobre Un andar solitario entre la gente, de Antonio Muñoz Molina)
«Mi oficina, vaya donde vaya, es el cuaderno, el lápiz, la pluma, el tintero, el sacapuntas, las tijeras, la barra de pegamento, una carpeta con recortes, tres o cuatro libros, todos ellos livianos.»
Antonio Muñoz Molina, Un andar solitario entre la gente
Alguien que camina por la ciudad y escribe
Un narrador innominado transita por las calles de Madrid con la mirada ávida por descubrir, con los oídos bien abiertos, con una curiosidad insobornable. Pasea con su libreta en la mano, con la grabadora del móvil preparada para registrar cuanto acontece a su alrededor, con la paciencia y la dedicación de un entomólogo.
Como nada de lo humano le es ajeno, cualquier tema es susceptible de ser compartido con el lector; cualquier detalle merece ser registrado en su cuaderno o en la grabadora de su iphone; cualquier emoción o recuerdo, digno de ser narrado: lo mismo traza el perfil de un pintor o de un fotógrafo, como habla de lecturas y de escritores predilectos, o comenta mensajes publicitarios y noticias del momento.
Fruto de esos recorridos erráticos, de esas diletantes divagaciones por la ciudad, incluso se permite crear una nueva disciplina pseudocientífica, la «Deambulogía», con su séquito de seguidores y su particular genealogía, en la que figuran nombres como Fernando Pessoa, Thomas de Quincey, Charles Baudelaire o James Joyce, entre otros escritores ilustres.
Ese podría ser el argumento principal de Un andar solitario entre la gente, de Antonio Muñoz Molina, un libro que quizás no fue muy bien recibido por el público ni por la crítica en el momento de su publicación.
Sin embargo, puede que parte de ese fracaso tuviese muy poco o nada que ver con la calidad del libro en cuestión, y que más bien fuese consecuencia de una pésima promoción editorial, empeñada en hacer pasar por novela (lo afirma en su contraportada hasta en dos ocasiones) un texto que en realidad no lo es.
Las razones de este despropósito todos sabemos cuáles son, y también todos sabemos que no está directamente relacionado con las posibles intenciones del autor. El problema es que el lector que se lleva el libro a casa puede acabar decepcionándose desde las primeras páginas, en el mejor de los casos, o arrinconándolo en algún lugar perdido de su biblioteca, en el peor de ellos.
Porque lo primero que conviene advertir sobre Un andar solitario entre la gente es que de ningún modo se trata de una novela. Al menos, no se trata de una novela en el sentido más convencional del término, con sus personajes de ficción y sus tramas, con una estructura convencional de «inicio-nudo-desenlace». Y, desde luego, no se trata de una novela semejante a cualquier otra de Muñoz Molina, como El jinete polaco, Beltenebros, Beatus Ille o El invierno en Lisboa, por citar algunos ejemplos conocidos.
Para no defraudar a nadie y, sobre todo, para no acabar perdiendo a los posibles lectores de un libro tan singular como este, sería mucho más adecuado vincular este libro a otros géneros literarios, aunque eso implique que las editoriales pierdan un pellizco de las ventas.
En este caso, decir «singular» en absoluto equivale a decir «raro» o «atípico», y más si tenemos en cuenta que Muñoz Molina, además de ser un reputado novelista, ha desarrollado una intensa actividad en otros géneros que suelen englobarse dentro de la categoría de «no ficción».
Es precisamente dentro de esta categoría de «no ficción» donde habría que situar este libro híbrido, misceláneo, ecléctico, formado por partes heterogéneas, como una especie de «monstruo de Frankenstein» literario, a medio camino entre la crónica periodística y el ensayo literario, pero siempre desde un punto de vista muy subjetivo, decididamente testimonial.
Como decimos, nada «raro» o «atípico» dentro de la trayectoria de Muñoz Molina, que anteriormente ya había dado numerosas pruebas de cada uno de estos géneros.
Véase, si no, libros como El Robinson urbano, Diario del Nautilus o La vida por delante, que son antologías de artículos periodísticos. Otros, como Todo lo que era sólido, Pura alegría y El atrevimiento de mirar, que podríamos citar dentro de la categoría de «ensayo literario». O incluso, algunos títulos aparentemente menores, como El faro del fin del Hudson o Días de diario, que constituyen pequeñas muestras de literatura testimonial.
Dentro de este precario repaso, quizás merezca mención aparte Como la sombra que se va, publicado justo antes que este, que alterna la trama novelesca sobre el asesino de Martin Luther King con la propia biografía del autor, un ejemplo de mezcla de géneros, ficción y no ficción, dentro del mismo libro.
Lo que sí parece una novedad más o menos intrépida es el intento de mezclar todos estos géneros (ensayo, periodismo, literatura testimonial) en un mismo volumen, quizás con la excepción de Ventanas de Manhattan, un libro que se encuentra muy cerca de la misma órbita descrita en Un andar solitario entre la gente, y con el que está directamente emparentado.
Del benéfico encuentro entre un escritor y una ciudad

Tanto Ventanas de Manhattan como Un andar solitario entre la gente comparten el mismo aroma, el mismo parecido de familia, pues ambos pueden presumir de tener una estructura anárquica que (valga el oxímoron) les proporciona una coherencia interna: su argumento no parece responder a un plan premeditado, sino que se va construyendo a través de una especie de monólogo interior, como si fuese una telaraña de ideas expansivas, que incluye reflexiones, comentarios, recuerdos, sucesos cotidianos, perfiles de otras personas y un largo etcétera de impresiones o elucubraciones personales.
En este sentido, la cita de James Joyce incluida al principio de Un andar solitario entre la gente (junto a otras dos citas, coincidentes, de Luís de Camões y Francisco de Quevedo, que dan título al libro), constituye en sí misma toda una declaración de intenciones, al afirmar que «un libro no se debe proyectar de antemano: a medida que uno escribe irá tomando forma, sometido a los impulsos emocionales de uno».
Precisamente, un proyecto que va tomando forma mientras se escribe, es lo que encontramos, en ambos libros anteriormente citados: de forma más tenue y dirigida en Ventanas de Manhattan, en el que había un protagonista perfectamente reconocible, debido a las inequívocas referencias laborales (el Instituto Cervantes de Nueva York, cuya dirección fue ocupada por Muñoz Molina durante dos años), personales (su predilección por los locales de jazz, por la música clásica, por las exposiciones de los museos neoyorkinos) e históricas (los atentados del 11-S); de manera más vehemente y anárquica en Un andar solitario entre la gente, que quizás tenga una contextualización más ambigua que el libro anterior, pero igualmente reconocible.
En ambos encontramos únicamente la voz de un narrador que, aunque no se mencione explícitamente, los que conocen la trayectoria de su autor, saben perfectamente que se trata de un trasunto literario del propio Muñoz Molina, incluso cuando se refiere a temas más íntimos o cercanos, como la relación con su mujer, a la que también todos los lectores conocemos de sobra.
Tanto Ventanas de Manhattan como Un andar solitario entre la gente son el resultado del encuentro entre la singular mirada de un escritor y una ciudad: Nueva York, en el caso del primero, y Madrid (aunque también hay breves referencias a otras ciudades), en el segundo.
Ciertamente, de ese provechoso encuentro entre ciudad y autor, ambas partes de la ecuación salen ampliamente beneficiadas y reforzadas. O como se menciona en otra parte del libro, «la mezcla de la extrema soledad y la sobreabundancia de voces escuchadas o imaginadas o leídas induce a un principio de delirio».
La ciudad aporta al autor no solo el escenario de sus paseos, sino también, y sobre todo, la excusa y la oportunidad para que este despliegue sin cortapisas sus divagaciones personales.
Con su ritmo vertiginoso y su tendencia a la desmesura, la ciudad estimula la imaginación enciclopédica del escritor a partir de lo que este observa a su alrededor, en las huellas del paisaje urbano, en las costumbres de sus habitantes, en el simbolismo de las obras de arte. Y también la estimula a partir de lo que escucha al azar, por ejemplo, en trozos de conversaciones furtivas, en programas de radio y de televisión, en cientos de anuncios publicitarios.
Por su parte, el autor aporta a la ciudad su particular mirada, cargada de referencias culturales, su manera de fijar en el tiempo detalles aparentemente insignificantes para los ojos de los demás, convirtiéndola en un escenario mito-poético reconocible por los lectores.
Igual que hicieron en su momento Benjamin con Berlín, Pessoa con Lisboa, Hemingway con París o Kafka con Praga, por citar solo algunos ejemplos conocidos, el Madrid que trata de describir Muñoz Molina comparte algo del anecdotario de Crónica de Berlín; algo de la belleza poética del Libro del desasosiego; algo del jolgorio interminable de París era una fiesta, y también algo del ambiente opresivo y absurdo de La metamorfosis o El proceso.
Por eso, el proyecto literario de Un andar solitario entre la gente, va más allá de la tradición literaria cultivada por otros paseantes ilustres, como Benjamin o Thoreau, que han hecho del arte de caminar un corolario del ejercicio de pensar, y han dejado magníficas pruebas literarias de ello.
Es cierto que Muñoz Molina comparte con estos autores su propósito literario de reflexionar mientras camina, pero, al mismo tiempo, su proyecto está más relacionado con la intención omniabarcante de la obra de Proust, con la desmesura literaria de Joyce, con el afán enciclopédico de Borges, con el destello aforístico de Nietzsche, o con el estilo estridente y furioso de Faulkner.
El resultado es un libro tan anárquico como imprevisible, con ambición totalizadora, elaborado con materiales heterogéneos. Una especie de «oficina itinerante», en palabras del propio Muñoz Molina, a modo de collage espontáneo, que trata de registrar una realidad en movimiento: «Llevo conmigo mi oficina ambulante, mi oficina de instantes perdidos, de los titulares y los anuncios recortados o copiados, de los cuadernos escritos a lápiz de la primera a la última página, intercalados con recortes de periódicos diarios, de folletos de publicidad o de revistas de modas, ilustrados por siluetas, eslóganes y palabras sueltas que pego en las páginas interiores, en la cubierta, en cualquier espacio libre».
La impresión que deja en el lector todo este batiburrillo, este «cajón de sastre» literario, es el de una prosa envolvente, de difícil encasillamiento, que aumenta su dinamismo a medida que avanza, gracias a su ritmo acompasado, y que progresa sin tropiezos al tiempo que propicia la reflexión, como el lento fluir de un río caudaloso.
Por eso resulta imposible definir el libro como «ensayo literario», «crónica» o «testimonio personal», y quizás sea mejor afirmar que contiene un poco de cada uno de ellos, pero sin llegar a identificarse del todo con uno solo.
Cada capítulo representa un nuevo comienzo, como una escena dentro de una obra de teatro que se despliega ante nuestros ojos: se abre el telón, aparecen unos actores que empiezan a hablar, sin que el espectador sepa exactamente de qué hablan ni por qué están hablando de eso.
Con el paso tiempo, poco a poco, la trama se va aclarando, hasta que el espectador consigue conectar la escena que observa en ese momento con la que ha visto anteriormente, y que a su vez tendrá relación con otra escena que vendrá a continuación, como si fuese el proceso de montaje de una película inacabada.
Un nuevo lenguaje para un libro diferente

Para llevar a cabo ese proyecto literario, a Muñoz Molina no le queda más remedio que inventar un nuevo lenguaje. O mejor dicho, utilizar el lenguaje de siempre pero de una forma inusual, para tratar de aprehender una realidad compleja, a ratos vertiginosa, invadida por titulares de prensa y por mensajes publicitarios.
Hablamos de una prosa fragmentaria, que fluye a golpe de trazos narrativos, como las pinceladas de un pintor impresionista, o como los enérgicos brochazos que podemos observar en un cuadro de Jackson Pollock.
No puede decirse que dicha característica desmejore la coherencia ni el rigor del conjunto, pero resulta imprescindible avanzar unas cuantas páginas del libro, alejarse un poco del resultado y ganar cierta perspectiva, para poder apreciarlo mejor, igual que sucede al observar un lienzo impresionista o del mismo Pollock.
Al principio, este estilo anárquico y fragmentario, a modo de puzle que se va formando, puede resultar un tanto desconcertante, sobre todo, si lo que el lector desprevenido espera leer es una novela.
Pero luego, pasada esa prueba de fidelidad, ganada la perspectiva adecuada, a medida que el lector avanza páginas, entonces empieza a tener una idea cabal del conjunto, vislumbra la originalidad y la audacia de la propuesta.
Quizás por esto conviene advertir que Un andar solitario entre la gente precisa de un abordaje que tiene poco de convencional y mucho de paciencia hedonista: un lector capaz de abrir el libro por cualquier página y encontrar una trama que dé sentido a la totalidad, porque se trata de un texto sin linealidad ni centro, una «historia sin argumento», en el que cada parte remite necesariamente al resto, y viceversa.
Una prueba de este modelo de escritura es el tipo de materiales de diversa procedencia utilizados en su confección («materiales de derribo», en palabras del propio autor), como los que pueden encontrarse en un rastro o en una tienda de ocasión.
Decir «materiales de diversa procedencia» o «materiales de derribo» no equivale únicamente a elementos disímiles o heterogéneos, sino que también son materiales heterodoxos, de difícil acomodo en cualquier otro texto que no sea misceláneo, fronterizo, híbrido, y que la tradición siempre ha desdeñado debido a su naturaleza poco «literaria».
Entre el asedio de la publicidad y la redención del arte
Quizás para acentuar su carácter extraordinario, su naturaleza híbrida, su intención lúdica, todo en este libro es diferente a un libro convencional: desde la maquetación del texto (sin justificar a la derecha), hasta los comienzos de cada párrafo, pasando por las ilustraciones y los recortes personales.
Hablamos, por ejemplo, de la repetición constante de eslóganes publicitarios, insertados en los encabezamientos de cada párrafo del libro, a modo de título destacado en negrita, algo que permite leerlos como una especie de «cadáver exquisito» absurdo y sin sentido.
Hablamos de los llamativos collages del propio Muñoz Molina que acompañan al texto, formados por siluetas recortadas, letras manuscritas o párrafos sueltos de sus cuadernos.
Hablamos de la inclusión de noticias reales que se publicaron en el momento de su escritura (incluso varias juntas a veces, una tras otra), como manifiesta la extensa lista de «derechos reservados» pertenecientes a medios de comunicación diferentes.
Hablamos de noticias descritas como si fuesen poemas improvisados; de las fotografías de algunos protagonistas mencionados en el texto (artistas o escritores, en su mayoría); de las numerosas referencias culturales, y no solo literarias, sino también musicales o artísticas; de la confesión, un tanto impúdica, de ciertos estados de ánimo o circunstancias del autor mientras abordaba la escritura del libro, justo después de una depresión y en medio de una mudanza que obligó al autor a permanecer en un hotel.
Pero por encima de todo esto, destaca el marcado tono poético del conjunto, sobre todo en los pasajes dedicados al amor de una mujer, con chispas de belleza por todas partes y grandes destellos de calidad, como si fuese un gran poema en prosa.
Como ya se habrá podido deducir, lo que importa aquí, en medio de esta larga pieza meditativa que se despliega a lo largo de casi quinientas páginas, no es tanto lo que se cuenta sino la manera de contarlo, con momentos de gran asombro, de genialidad total. Y eso a pesar de su lado desmesurado, de su tendencia al ensimismamiento, del peligro de la autocomplacencia.
Al final, después de tanta fragmentariedad y heterodoxia, cabe preguntarse qué es lo que queda tras la lectura del libro, cuál es la imagen que permanece en la mente del lector.
Diríamos que además de la originalidad de una propuesta que tiene mucho de digresión personal y muy poco de convencionalismo, permanece una cierta forma de narrar, tan característica del estilo de su autor, capaz de desdoblarse en un «yo literario» que divaga sobre las cuestiones que le interesan, que le preocupan o que le llaman la atención.
Permanece el quimérico intento de aprehender con palabras una realidad multiforme y cambiante, a medio camino entre el asedio de la publicidad y la redención del arte, aunque dicho proyecto se revele al final como una tarea imposible, inabarcable, que conduce irremediablemente al fracaso.
Y, finalmente, permanecen algunos destellos conmovedores, con un gran sentido poético, de una cualidad casi hipnótica, que celebran la golosa prodigiosidad del mundo.
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