Desde la galería, la vi aparcar su pequeño vehículo blanco. Un Ford Fiesta, creo recordar. Aunque podría ser cualquier coche viejo, pequeño, blanco, comido por el sol y la humedad.
Las primeras luces del día se filtraban con parsimonia a través de la bruma, cuando T., mi novieta del allí y el entonces, me vino a buscar a un piso en primera línea del paseo marítimo, que me había prestado un amigo de un amigo de un amigo. El último de la sucesión de favores que nunca pude devolver. Ni siquiera agradecer.
T. me llevó a un aeropuerto minúsculo. Deposité mi petate en el suelo. Nos besamos de una manera que hablaba más de nuestros respectivos colapsos, y de las causas que los motivaban, que de un amor o una pasión a la que el arbitrio del calendario militar decidía poner fin.
T. escapó a la carrera, para evitar que la viese llorar, quise creer. Quizás temía el cinismo que producen la sucesión de meses sin dormir. Quizás mi ropa sucia olía a sucia ropa, y a esas horas de la mañana, desprovisto de la prosopopeya que alimentaba mi dieta a base de Anís Machaquito Seco y bivalvos, aún resultaba menos galán.
Una hora más tarde, desde un CASA CN—235, idéntico a otro que caería años después realizando la misma ruta, contemplaba por última vez esa costa abrasada por el sol.
En agosto se cumplirán veintiún años de mi retorno de Melilla. Jeff Buckley no envejece, pero las historias de la puta mili sí.
Hace veintiún años que volví de Melilla. Que descargué el petate en la entrada de casa, me cociné un plato de pasta y me puse a dormir la madre de todas las siestas. Que me desperté por el calor, el reflujo o la simple extrañeza de regresar a una cama que antaño fue mía. A un silencio que ya no reconocía.
Llamé a J., recién llegado, también, de una primera experiencia laboral en Beijing. Nos encontramos en su piso familiar en Les Corts. El sol de fin de tarde del verano barcelonés no aceptaba el corsé de las persianas. Se colaba entre los orificios de las mismas, para dibujar formas geométricas sobre los posters que cubrían la pared. Una montaña de CDs piratas chinos descansaba en el suelo de la habitación, mientras J. me iba sirviendo pequeñas catas de cada uno de ellos.
De repente, sonaron unos acordes desnudos y una voz. La Voz de Jeff.
Jeff Buckley- Lover, You Should’ve Come Over
Mis coetáneos suelen recordar donde se encontraban cuando los aviones hundieron las Torres Gemelas. Yo, también: tumbado en el sofá del piso familiar. Además, recuerdo cuando escuché por primera vez la voz de Jeff Buckley: sentado en el suelo cerámico de una habitación de Les Corts.
No era The Voice. No era Frankie. No era necesariamente masculino, ni seguro de sí mismo. Nunca sería el macho alfa de la manada, por muy chica y sensible que fuera la composición de dicha manada. Nuestra manada, por ejemplo.
Era frágil, cuando no fiera, y hablaba de una fragilidad propia, reflejo de tantas fragilidades ajenas. De tantas influencias, de aquí y de allí, sabores, notas y colores, devoradas a dentelladas pero digeridas con mimo.
De aquella tarde, recuerdo el sueño, mi acidez estomacal, el sol, la portada del “Live at Sin—é” en la palma de mi mano y la voz de Jeff.
Jeff Buckley no envejece, pero mis recuerdos sí.
Por la noche, me subí al último tren que conducía a una población costera.
—Vaya colada traes —me dijo mi madre, con la que no había hablado en casi un año, a modo de saludo.
Durante dos semanas solo comí, dormí, paseé por la playa y escuché en bucle una casete que J. me había grabado la tarde anterior: “Grace”, primer disco de Jeff Buckley.
Muchos cayeron en la heroína por Charlie Parker, Camarón de la Isla o Keith Richards. Con Charlie, con José y con Keith. Yo me pretendí yonki de la voz de Jeff. Junto a la voz de Jeff. Con la imperfección de Jeff. Mecido por sus brazos de faquir, que me aguijonaban y acunaban hasta depositarme en un mar de hipersensibilidad y depresión.
Jeff Buckley no envejece, pero nuestra debilidad sí.
Llegué a Melilla con un walkman y una bolsa llena de casetes, grabadas por J. y M., otra víctima de mis necesidades musicales.
En el cuartel, la apuesta ecléctica de mi bolsa de casetes siempre produjo bromas. Tom Waits era un ladrador. “Bitches brew”, de Miles Davis, la música de la película de Hitchcock. Nick Drake, un tristón que necesitaba una novia o un par de tequilas.
Viniendo de esa inmersión, no es extraño que el aluvión Jeff se me llevase por delante.
Jeff Buckley no envejece, pero nuestras circunstancias sí.
“A pesar de estar cada vez más limpio y cuidado; a pesar de la gentrificación; a pesar de toda esta acumulación de belleza, este gris de París es puro Fin del Bienestar”, escribo a mi mujer desde el RER que me lleva al aeropuerto de Orly. “Es un color que ni siquiera se abre a la esperanza.”
Esta mañana, desde el autobús, he visto ovejas y cabras pastando en un jardín del centro, cerca de los Inválidos. Por un motivo que no sé acertar, omito esta información a Z. Quizás se lo cuente a los niños mañana, camino del colegio.
—Nora m’a quitté. Pourquoi? Je ne sais pas, mais Nora m’a quitté. C’est chaud!
El vagón va lleno. El calor, el olor y la humedad evidencian la presencia de otros humanos a nuestro alrededor, pero mi vecino de asiento, un subsahariano enorme, grita al teléfono su desesperación, como si se encontrase en la intimidad de una habitación barata, en un destino lejano.
—C’est chaud. Putain! Moi seul,.., je ne peux pas! J’ai la haine! —continua, mientras yo miro a mi alrededor preguntándome porque nadie comparte mi incomodidad por la huida de Nora—. Je m’en fous! Voilà!
Antes de que sea consciente de que el resto del pasaje vive aislado en el confort de sus respectivos hilos musicales, vía mp3, en mi cabeza Jeff canta “Mama, you’ve been on my mind”. Sin motivo aparente. ¿Por qué debiera haberlo?
Mi vecino y yo nos bajamos del vagón en la parada de Anthony. Nuestros caminos se bifurcan. Él hacia la calle, yo hacia el último trasbordo. Me quedo sin saber si Nora disfruta de otro adorador. Si era joven y bella, como mi vecino abandonado. Si era incapaz de amar. Si este hombre la merecía o no, y si esto es valorable. Si mi compañero de pesares se apiada de su interlocutor y acaba la conversación con un «Ne t’inquiète pas», que suena a “Ne me quitte pas”.
En la navette, en el avión, en el Nitbus a casa; el día siguiente; solo escucho la voz de Jeff. Su sí y su no.
Jeff Buckley no envejece, pero mi fragilidad sí.
Tim Buckley también alimentó mi lasitud juvenil una buena temporada. Sus discos de estudio y un directo, “Copenhagen Tapes”, en particular. Sin necesidad de citar a Tolstói, entre los devotos de la familia Buckley también existen predilecciones, y todos preferimos malcriar al pequeño Jeff.
Tim llegó a mi vida de la mano de una estancia académica de mi hermana en Londres. Unos se van de Erasmus a Londres; otros de Servicio Militar a Melilla. La historia de los hermanos mayores difiere de la de los más jóvenes, aunque solo sea por la mera inercia de los vagones de la vida. Tim no era mejor que Jeff. Y viceversa. Yo tampoco soy mejor que mi hermana menor. Sin viceversa.
Jeff Buckley no envejece, pero nuestros agravios familiares sí.
Apenas escucho a Tim ni a Jeff Buckley estos días. Quizás no maridan con mantener la cabeza debajo del extractor de la cocina, ni el resto de misiones inherentes a la logística familiar.
Mientras busco otras referencias en mi biblioteca de proximidad, me encuentro con una edición ampliada, 2CD Legacy Edition, del “Live at Sin-é”. Reprimo el cinismo de echar en cara a Mary Gilbert la sobreexplotación del legado del hijo ausente. Yo mismo he comprado, y disfrutado, directos en el Olympia de Paris y otras rarezas de Jeff. El cliente no debiera lamentarse de la eficiente manera con que el proveedor satisface su avidez.
Jeff Buckley no envejece, pero nuestra demagogia sí.
La banda del trompetista Ralph Alessi toca en La Garriga, con Ravi Coltrane al saxo. La organización del evento ofrece un taller de manualidades a los hijos de los asistentes, para que los progenitores disfruten del espectáculo sin más incomodidades que la halitosis del resto de adultos que comparten el bioclima del teatro.
Al acabar el show, todavía magullado por alguno de los momentos más palpitantes del concierto, recojo a mis hijos en una sala anexa, donde una monitora los ha mantenido muy ocupados. Salen cargados con dibujos y collages varios de los diferentes instrumentos presentes sobre el escenario.
Sin previo aviso, mi retoño abandona nuestra compañía y se dirige al final del pasillo, donde en la penumbra, junto al hueco de la escalera, Ravi Coltrane toma un vaso de vino junto con Drew Gress, bajista del grupo. Con la espontaneidad propia de un niño de cinco años, mi hijo ofrece su dibujo de un saxo tenor al hijo de John Coltrane, que lo acepta con amabilidad. Observo la escena en silencio durante un par de segundos, no más, hasta que me decido a acercarme y entablar conversación con los músicos. Ravi contesta con sonrisa cortés el cúmulo de obviedades que constituyen mis observaciones sobre las grabaciones de la última gira europea de su padre, como componente de la banda de Miles Davis.
A mitad de conversación, mi hijo vuelve y recupera su dibujo. Los tres nos miramos como si el crío fuera un genio que ha encontrado la excusa perfecta para que su papá pueda asediar al hijo de la leyenda. Como el amigo que presenta las chicas al colega tímido, para después desaparecer entre el gentío de la discoteca.
Ya en el coche, me pregunto si, de producirse la ocasión, habría preguntado a Jeff por su padre; o si había preferido preguntar a Tim por Jeff. Qué habrían contado uno del otro. Cuál de ellos se mostraría más orgulloso y cuál más crítico con la obra de la sangre de su sangre. Y qué cosas serán capaces de contar mis hijos cuando algún compañero o maestra le pregunte a qué dedica las jornadas laborales su padre. La versión de mi progenitor sobre su hijo la conozco de sobras.
Jeff Buckley no envejece, pero nuestras obsesiones sí.
Jeffrey Scott Buckley (Anaheim, 17 de noviembre de 1966 – Memphis, 29 de mayo de 1997), habría cumplido cincuenta y dos años este mes de mayo. Yo he cumplido cuarenta y seis ese mismo mes.
Jeff Buckley no envejece, pero yo sí
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