Charlamos con el escritor Franco Chiaravalloti (Buenos Aires, 1979) sobre su último libro de cuentos: El teatro perpetuo (Tres hermanas, 2024).
Todo cuentista ha sufrido la obsesión periodística por la novela, esa pregunta recurrente, ese mantra: «La novela, ¿para cuándo?». Si uno es capaz de superar esa primera e inevitable pregunta inicial, el asalto continúa: tal vez en busca de algún tipo de similitud con la novela, al cuentista se le pregunta por la unidad. «¿Cuál es la unidad del libro de cuentos?».
Me gustaría saltarme esas dos preguntas y, en cambio, comentar la diversidad de un libro como El teatro perpetuo. Agrupados en dos bloques («El grito astillado» y «Geografía materna»), tenemos trece cuentos muy diversos. Desde un punto de vista temático, ¿cómo has trabajado esa diversidad?
Intento partir de mí para salir de mí. Uso mi mirada como masa o lava que se entremezcla con experiencias ajenas, de gente cercana a mi mundo, o bien de gente con la que nunca me cruzaré en mi vida o con quien ni siquiera comparto su perspectiva política. Y ensayar. Ensayar registros, perfilar escenarios, tonos, semblanzas. A partir de la unidad formal que da un universo temático específico —la familia, en el caso de El teatro perpetuo—, procuro buscar la diversidad en la homogeneidad. Las relaciones familiares son vistas según las vive una hija con su padre, un hijo con su madre, entre hermanos o hermanas, parejas, familia política. En la segunda parte del libro, «Geografía materna», los cuentos pivotan sobre la figura de la madre, ese puntal familiar que contribuye y condiciona la naturaleza de los personajes. Hay madres ausentes, madres ubicuas, madres perdonadas y madres abnegadas, madres llenas de secretos, y también la tierra es vista como madre, una madre que acoge y que a veces expulsa.
También llama la atención la diversidad técnica de este conjunto de relatos. Desde cuentos con una propuesta más clásica hasta relatos como Abrasadoramente, que cierra el volumen, de raíz más poética. ¿Cómo te acercas a la escritura de cada cuento? ¿Esta diversidad técnica es consciente, o persigues cada idea y esta te lleva a técnicas y lugares diferentes?
No sigo un método fijo para cada relato; mi enfoque cambia según la etapa de mi vida, mi tiempo disponible y las ideas que me seducen. Sin embargo, suelo estar atento a los estímulos que surgen en mi día a día, esas emociones que me impulsan y que pueden provenir de una palabra expresada por alguien de mi entorno, de una inquietud personal o de un pequeño detalle. Reflexiono sobre ello y lo dejo reposar. Voy explorando qué posibilidades tiene esa idea para convertirse en un argumento o en un conflicto narrativo. También considero un posible desenlace, el destino final del relato; para mí, definir el final es crucial para que el cuento en ciernes tenga una base sólida desde la primera línea. Luego, elaboro un esquema, una simple escaleta o mapa que, probablemente, durante el proceso de escritura, termine cambiando o ajustando. A veces, el final que había imaginado puede volar por los aires. No obstante, todo este proceso me ha servido como una plataforma para crear la primera versión del cuento, esa base que luego iré moldeando y revisando durante semanas o meses hasta llegar a la versión que realmente me satisfaga.
© Paula Román Ferrer
En Insular, tu anterior libro de cuentos, el tema del desarraigo estaba muy presente. En el proceso de escritura de El teatro perpetuo, ¿fue esta una cuestión central para ti? ¿Cómo afectan las obras anteriores en la escritura de las siguientes?
El desarraigo es un tema que aflora en mi obra de manera involuntaria, y esto es algo natural y lógico debido a mi condición de inmigrante. Pero el desarraigo no es una problemática recurrente en todos los inmigrantes que escriben, o al menos en las autoras y autores que conozco y con quienes he podido contrastar esta idea. Hay quien la distancia con su tierra de origen no les supone ningún faro creativo, y me parece perfecto que así sea. Todo depende del recorrido vital que moldea la propia sensibilidad hacia los temas que nos inquietan. En mi caso, puede que el desarraigo aflore incluso cuando no me propongo escribir sobre ello debido a las circunstancias desafortunadas que me obligaron a abandonar Argentina hace más de veinte años; si aquellos hechos no hubiesen ocurrido, estoy convencido de que no me hubiese ido de mi país, e, incluso, de que tampoco me hubiese dedicado a la escritura.
Sin embargo, esto es algo que quiero cambiar. Existe una similar postura temática y estética en mis dos libros de cuentos previos, Esos de ahí afuera e Insular, por lo que terminé elaborando una “trilogía involuntaria”, parafraseando a mi admirada escritora argentina Tatiana Goransky. Quizás, lo próximo que escriba se aleje del tema del desarraigo, o, en relación a lo que comentaste antes, puede que no escriba cuentos sino algo más extenso. Lo estoy rumiando.
Uniendo los dos primeros temas sobre los que hemos hablado, me gustaría que nos comentaras el lenguaje y el estilo de los cuentos. Llevas en España desde 2003, ¿cómo transforma tu lenguaje de escritura esta experiencia?
Aquí me vi obligado a reaprender el castellano de cabo a rabo. Por léxico, por sintaxis, por giros e idiosincrasia. Sufrí bastante los primeros tiempos. A poco de llegar a España empecé a trabajar como redactor publicitario —eso que llaman copy creativo—, y si bien tuve una temporada de adaptación no exenta de rispideces, la urgencia de mantener el curro me obligó a acelerar la asimilación. Así, esa necesidad sumada el canibalismo que implica trabajar en publicidad me llevaron a tener un dominio bastante versátil del castellano peninsular en poco tiempo, al punto que hoy hay giros del castellano rioplatense que ya no utilizo. Hoy puedo decir que aquellas vicisitudes me entrenaron para poder escoger el registro a utilizar, sea peninsular o rioplatense, según la historia que quiera narrar.
Otro de los aspectos más destacados de El teatro perpetuo es que sus cuentos, en su mayoría, están protagonizados por mujeres. A menudo es una narradora protagonista quien nos cuenta la historia. ¿Cómo ha sido para ti el proceso de trabajo para llegar a escribir desde un punto de vista femenino y obtener un resultado natural y verosímil?
La literatura es para mí el territorio de la alteridad. Me interesa la despersonalización, salir de mí mismo, y en ese procedimiento que me permiten las letras muchas veces mi mirada aterriza en el de una mujer. Intento, para ello, efectuar un profundo trabajo previo de adecuación con el que obtener una voz verosímil. Para ello es menester estar atento a voces, giros, expresiones, miradas, actitudes. Hay que preguntar, contrastar, sopesar. Reescribir. El escritor tiene que aguzar más el oído que la vista. La vista ya la tenemos demasiado entrenada, a veces excesivamente contaminada; el oído, en esta pugna, suele quedar relegado.
Muchos de estos cuentos se sitúan en un contexto de final de vida. Los hijos viajan desde muy lejos para acompañar a sus padres en el momento de afrontar la muerte. El dolor ante la muerte podría ser un posible hilo conductor que une todos los relatos. ¿Qué efectos tiene la muerte en la familia, en ese teatro perpetuo que encontramos en el título?
La partida de un miembro de la familia supone un ladrillo menos en la pared. Para que la pared se mantenga en pie, es esencial y hasta casi natural reordenar los ladrillos. Es entonces que el papel que solíamos cumplir en la familia se modifica. No volveremos a ser los mismos, ni en la familia ni en nosotros mismos. Cambian los vínculos, cambia nuestra percepción del tiempo. Quizás, también, aprendemos por fin a perdonar, incluso si sentimos que ya es demasiado tarde. Pero nunca es tarde para aprender a perdonar.
Si hablamos de cuentos en concreto, y en esa diversidad que comentábamos al principio, hay relatos que destacan por su fuerte componente emocional, como, por ejemplo, El gran vidrio. Háblanos un poco de este cuento.
Este cuento fue fruto del testimonio que me relató una mujer argentina residente en París, hija de desaparecidos de la dictadura de los años setenta, en una visita que hizo a Barcelona. Un encuentro azaroso, una charla fortuita pero que me dejó tremendamente conmovido. Me contó que nació en la cárcel, su madre estaba presa y era torturada a menudo por ser disidente política. Ella pasó sus primeros meses en la cárcel y después se la entregaron a su abuela, que la crió hasta los siete años, cuando a la madre le otorgaron la amnistía y salió de la cárcel, a condición de que abandonara el país. Cada jueves, durante esos siete años, visitó a su madre en la cárcel; los encuentros estaban dominados por un grueso vidrio que las separaba. Fue un relato tan volcánico, tan movilizador, que apenas volví a casa me puse a escribir. Escribí lo primero que me salió, a las tres de la mañana, medio borracho. No paré de escribir hasta las cinco, y de ahí obtuve la primera versión de El gran vidrio.
Para terminar, si tuvieras que describir “El teatro perpetuo” con una sola frase, ¿cuál sería?
Quizás este libro sea un punto y aparte en mi obra. Puede que se trate del final de una época vital, el inicio de un camino que me llevará a otros derroteros literarios.
Comentarios sin respuestas