El escritor Miguel Ángel Esteban entrevista al pintor Jaume Muxart (Martorell, 1922) en su casa y estudio.
Ahora verás la vida de un pintor
— Me han enseñado tus dibujos. Muy buenos —le dice Jaume Muxart a mi hija de ocho años, que ha insistido en acompañarme en mi visita al estudio del pintor barcelonés—. Yo, hasta los dieciocho no compré mi primera caja de pintar y me apunté a la Llotja
M. se sienta en silencio al lado nuestro, mientras da cuenta de un helado que Eugeni Muxart, único hijo varón de Jaume, le ha ofrecido.
— Ahora verás la vida de un pintor —insiste.
M. escucha sin dejar de lamer el chocolate derretido que baja por el palo, fruto del intenso bochorno barcelonés que padecemos esa tarde. El sol agrieta la brisa que llega del patio, tomándonos como rehenes de su tiranía.
—Hace un año que no pinto. Físicamente, me falta un poco de energía.
M. asiente. Muxart decide prestarme algo de atención. Clava sus ojos en mí y me dedica una sonrisa que solo puede significar “A ver qué quiere éste”.
¿Monsieur Goya no ha venido?
—Muxart –dice la voz que llama desde Egipto—, te voy a dar dos noticias. Una buena y una mala. La buena es que hemos vendido todos tus cuadros expuestos en Alejandría. La mala es que Nasser no deja salir las divisas.
Vista la situación, convencí a mi amigo Marc Aleu y nos fuimos a Alejandría a gastarnos el dinero correspondiente a la venta, que nos habían dejado en un sobre en la embajada.
Cuando llegamos a El Cairo a recoger el dinero, los funcionarios de la misión diplomática estaban preocupados por un paquete que les habían enviado desde Madrid. No sabían qué destino darle. “Algo de Goya”, me dijeron. Lo abro y es un paquete que contiene los grabados de Goya, de series bajas, los de mayor valor. Para mí, lo mejor de Goya. Terribles, muy vivos.
En 1955, el Gobierno de España estaba en plena campaña para relanzar la imagen exterior del país y enviar obras de arte a las embajadas era una de sus políticas escogidas para esta misión.
“Podríamos hacer una exposición de grabados de Goya y dos pintores españoles actuales”, le propuse el agregado cultural, que aceptó de inmediato.
Como los árabes empiezan por detrás, en el catálogo, nosotros dos estábamos al inicio del libro. La exposición fue un éxito. Todas las fuerzas vivas del régimen y el cuerpo diplomático se encontraban en la inauguración.
—¿Monsieur Goya no ha venido? — me preguntó el Ministro de Cultura de Nasser al despedirnos.
No supe contestar. Miré al embajador.
—“Malheuresusement, el Señor Goya no ha podido llegar” —contestó.
—En aquella época, se hablaba francés como lingua franca —comento yo, como si no hubiera entendido la comicidad de la situación.
La construcción
Una tarde con Jaume Muxart (Martorell, 1922) produce tal acumulación de anécdotas que uno no sabe cómo colocarlas en un texto, sin convertir el mismo en un deslavazado patchwork de encuentros entre seres míticos y cotilleos de alcahuetas del arte. Ya me advierte varias veces durante la sesión que todo cambio de orientación pictórica empieza por la construcción.
—¿La estructura? ¿La composición?” —pregunto.
—La construcción —contesta Muxart—. El color llega más tarde.
Para él, ese primer y principal cambio en su orientación pictórica se produce al entrar por la puerta de la Galeria Louise Leiris y confrontarse con el Picasso lienzo, “La joie de vivre”, en particular, y el Picasso hombre, que demuestra tal cariño por el entonces desconocido Muxart, mientras François Gilot le reclama desde el coche, que consigue desbordarle.
El Picasso pintor le produce una impresión tan fuerte que todo lo producido hasta ese momento deja de parecerle válido. Hasta tal punto que es incapaz de atender la amable propuesta del malagueño de llevarle su obra para comentarla.
—No me atreví —me confiesa—. Después de ver esos Picassos, mi pintura ya no sería la misma.
Más tarde, su gran amigo Antoni Clavé le advertirá: “La influencia de Picasso nos mata a todos”. La sombra del genio español es tan alargada que se convertirá en una fábrica de imitadores. “De pintores de malos Picassos”, me dice Muxart. De entre ellos, salva a uno, Óscar Dominguez, del que declara que es el único capaz de pintar buenos “falsos Picassos”.
Entendemos a los artistas
Cuenta la leyenda que Dolly Sinatra lanzó un zapato a la cabeza de su hijo Frank cuando descubrió su voluntad de convertir en profesión la pasión musical. Más tarde, una vez comprobado que The Voice nunca sería otra cosa que The Voice, por muy modestos que fueran los primeros pasos en el bioclima musical, Dolly se convertiría en su principal apoyo.
Jaume Muxart jamás tuvo que lidiar con ese problema. Bastó una visita del pintor Puig i Perucho, uno de los profesores de la Llotja, para convencer a su padre de que, a sus dieciocho años, el joven Muxart debía abandonar los estudios mercantiles para dedicarse plenamente a la pintura.
Muxart sonríe cuando le digo que su familia se saltó las dos primeras partes del “Auca del Senyor Esteve”, pasando directamente al último tramo de la novela de Santiago Rusinyol.
—Mi padre siempre me apoyó. Siempre creyó en mí —sentencia cuando le cuestiono cómo aceptó su familia que, en plena postguerra, el “nen de la casa” abandonara la seguridad de los estudios mercantiles para abrazar la bohemia.
Años después, su padre también le salvaría de un seguro conflicto con el ejército, escribiendo al mismísimo Ministro de la Guerra, para que perdonase a Jaume el descuido de olvidarse de cumplir sus últimos cuatro meses de milicias, mientras rehacía su corpus pictórico en Paris.
—Entendemos a los artistas —escribió el ministro a mi padre—, pero no le perdonamos los cuatro meses de servicio militar. Que vuelva, cumpla y a volver a pintar.
En cuanto se acabaron los fondos de las sucesivas becas, Muxart se subió en un tren y se presentó en su destino militar en la calle Tarragona.
—“¿Usted es el célebre Muxart?”, me dijeron al entrar por la puerta. “Vaya agarraderas tiene”.
El intercambio epistolar había producido sus frutos.
Su padre, Hermenegildo Muxart i Llopart, ya había dado sobradas muestras de creatividad, aplicada al comercio, en su caso, siendo entre muchas otras aventuras, impulsor inicial del Jamboree, mítica sala de conciertos de flamenco y jazz, sita en la Plaza Real de Barcelona, donde Muxart tuvo su primer estudio, y donde su progenitor regentó otro local, desaparecido en este caso.
—El Brindis, se llamaba —me dice Muxart—. Mi padre era muy así… – completa, con una expresión que despierta las risas de Eugeni y quién suscribe estas líneas.
Roser, maca
—James, stop writing! —solía gritar la mujer del mítico cuentista James Thurber cada vez que éste perdía contacto con la conversación y pasaba a absorber la escena que se desarrollaba en la mesa de al lado.
Conversando con Muxart tienes la impresión de que podrías gritarle al audífono, “Jaume, deja de pintar y contesta a lo que pregunto”, hasta que aparece su esposa, la también pintora Roser Agell, y entonces ahogas el “Jaume, deja de amar” en la emoción que desprende su mirada.
—Roser, maca —dice Muxart, como todo saludo.
Una corriente de amor y empatía cruza la estancia, para no abandonarla ya.
Asistí a la inauguración del Espai Muxart Art, en Martorell, hace algunos años ya. Cuando le pregunté sobre la influencia del expresionista alemán Ernst Ludwig Kichner en uno de sus cuadros presentes en la muestra, Jaume Muxart me cogió del brazo y me acompañó a enseñarme la obra de su mujer, que ocupaba una sala junto a la entrada, mientras la llenaba de elogios y mi pregunta quedaba arrinconada.
Muxart habla sin parar, pero solo de lo que él desea hablar. Te sientas a su lado e intentas canalizar el flujo errático de sus recuerdos, hasta que asumes que ese erratismo no es tal, y responde a un guión interno que debes asumir y disfrutar. Dejar que aquello que transmiten sus ojos te penetre por un canal no siempre racional, una suerte de ósmosis cultural, basada en la proximidad y la experiencia, no en la ya tan habitual acumulación de información que jamás será digerida.
Detrás de cada una de las anécdotas con un icono cultural o preboste de los Siglos XX y XXI, irreproducibles en su mayoría, censuradas por mi innecesario pudor, corre el río subterráneo de un amor insobornable por la pintura. Solo comparable al que, aún hoy, demuestra por su mujer, aquejada de un Alzheimer que no le permite acompañarnos en la conversación, pero sí con su presencia tranquilizadora para el pintor.
Romper y volver a empezar
—El legado no me preocupa. Dejaré lo que he podido aportar. Me preocupa volver a pintar, y pintar vivo. Ahora prefiero pintar en mi cabeza, basado en el sentimiento. El resto no me interesa ya. Si la técnica te domina, se estropea el cuadro. Lo primero es la vida. La verdad es la vida. La emoción. Yo siempre he priorizado que la vida se cuele en el cuadro. No me interesa el academicismo. Lo único que teníamos en común los integrantes de “Dau del Set” era nuestro rechazo al academicismo.
—¿Qué pintor ha sabido trasmitir mejor la vida al lienzo?
—Van Gogh. Una zapatilla pintada por cualquiera no vale nada. Pintada por Van Gogh pasa a ganar valor.
—La mayoría de los artistas que admiramos han sido pésimos compañeros y padres de familia —digo, dejando que mis obsesiones personales se cuelen en la conversación—. Estaban, antes que nada, casados con su arte.
—Yo, también.
—Ese egoísmo, esa obsesión, si lo dulcificamos, del que existen infinitos ejemplos, ¿es imprescindible para desarrollar una obra artística?
—Yo no habría podido ser otra cosa que pintor. La pintura ha pasado por encima de todo. De mí mismo, de mi propia voluntad, incluso. Desde los dieciocho años, toda mi vida ha sido pintar. Creo que aún puedo dar más, pero el físico me está fallando ahora.
—¿Cómo conviven dos artistas en un hogar?
—Conviven como pueden —se gira y mira a su esposa—. Roser me ayudó mucho. Pintó Christmas con los que mantenía a la familia. A mí no me salían —dice, mientras guarda silencio por un minuto en el que fija su mirada en el ventanal que da al patio de manzana—. Yo he vendido siempre que he podido, pero no he sabido pintar otra cosa diferente de lo que pintaba.
—¿Su pintura ha sido entendida?
—No mucho. Pocos lienzos. Los cuadros buenos. Yo también hago falsos Muxart —dice entre risas.
—¿Se ha visto influenciado por otras disciplinas, como la literatura o el cine?
—No. Me han gustado, pero yo me he encerrado en la pintura. En cambiar en base a ella misma. Durante una época, me interesaron las religiones esotéricas también, pero siempre volvía a la pintura.
—Diría que los viajes sí introdujeron cambios en su paleta.
—Sí. Cuando volví de París, todo lo pintaba gris. Cuando volví de Roma, todo luz y color.
—Philip Roth nos anunció el fin de la novela. ¿Asistiremos al fin de la pintura?
—No creo.
Muxart no sigue la actualidad del mundo del arte. Después de mucho insistir, consigo arrancarle algún elogio hacia Miquel Barceló: —Es de los pocos artistas actuales que tienen algún interés.
En seguida, el flujo del discurso vuelve a su propia persona.
—Quiero volver a pintar este verano. En papel. Pintar y romper muchas cosas. Hasta sueño con ello, con hacer una pintura que no es figurativa, ni abstracta, pero que esté viva. Crear. Me despierto pensando que he conseguido algo mientras dormía pero tengo que traspasarlo al papel. Siempre he creído que debía hacerlo mal, romperlo y volver a empezar encima. Esa destrucción y basura enriquece el cuadro. Es lo que de verdad te hace avanzar. Mi mujer siempre me gritaba “¡Ya lo has estropeado!” Sí, quiero estropearlo, para volver a empezar y hacerlo mejor. Así he funcionado siempre.
Picasso
—Después de conocer el trabajo de Picasso y el cubismo, hice un cambio total. De un figurativo moderno, pasé a pintar desde dentro. A dejar que la emoción hablase. Sin esa construcción emocional, apenas el color, todo es frío.
Muxart no esconde su preferencia por Pablo Picasso, respecto a otros titanes de su época como Joan Miró, “frío y arisco”, o Salvador Dalí, “todo en él era falso”.
—Me gusta Picasso porque no se dejó arrastrar por la política. No hizo pintura comunista. Siempre pintó lo que sintió. En mi época se decía que Picasso era un comunista que vivía debajo de un puente, pero un puente con aire acondicionado, porque le gustaba vivir bien. Todo eso me da igual. Además, Picasso era buena persona y no era pavero.
Le pregunto sobre la relación del malagueño con sus contemporáneos.
—Picasso estaba comiendo una especie de escudella y cogió un fideo con la mano y dijo: “Mira, un Matisse”—. Hace una pausa. Mientras espero una segunda maldad, Muxart cambia de rumbo—. Pero a pesar de la rivalidad, se apreciaban. Y Picasso tenía un montón de buenos Matisse.”
Solo un pintor parece hacer sombra a Picasso en el particular panteón muxartiano: Diego Velázquez.
—El número 1. No hay otro como él. No existe. Mientras vivía en Francia, un pintor amigo fue de visita a España. Al volver, le pregunté cómo había ido. “Velázquez y poco más”, me contestó.
Otros artistas pasarán por su vida, convirtiéndose en amigos, como Joan Ponç, Antoni Clavé o Josep Maria Subirachs, pero dejando menos poso artístico en su obra.
—Chagall me gusta mucho, a pesar de ser un niño.
—Antoñito López era realista, pero muy bueno.
—Subirachs siempre vivió bajo la influencia de Zadkine. Era el único que podía asumir el encargo de la Sagrada Familia.
—A Palau Fabre le conocí en Paris. Se enfadó por el cariño que me demostró Picasso. Él llevaba años intentando contactar con él, sin conseguirlo. Después nos hicimos muy amigos.
—Conocí a Palazuelo y Chillida el día en que llegaron a Paris. Chillida era uno de esos que intentaban pintar como Leonardo. Pintaba un húmero. Después, otro órgano, y a medio dibujo se lo iba a enseñar a Palazuelo, que fue quién, de verdad, le enseñó. Le hizo cambiar.
—Los Futuristas eran todos interesantes. Fueron uno de los motivos que me llevaron a vivir en Roma.
La cueva
El piso de Muxart es un clásico principal del Ensanche barcelonés, con su distribución irracional, para los visitantes contemporáneos, y su enorme patio, al final del cual, Muxart tiene su estudio, único lugar donde uno puede contemplar su trabajo.
El resto de estancias están ocupadas por libros de pintura, lienzos y marcos, aparentemente almacenados en espera de un inminente traslado que se eterniza. Las blancas paredes pertenecen a cuadros de su mujer, Roser Agell, intercalados con alguna obra ajena, como grabados de su amigo Joan Ponç.
Muxart, a sus noventa y seis años no oye bien. No ve bien. No camina bien. Compensa estas limitaciones con una admirable memoria y un amor por el arte y la vida que traspasa cualquier frontera que la edad vaya trazando.
Ante mi insistencia, cruzamos el patio y visitamos su estudio. Muxart se sienta en una butaca a contemplar mi vouyerismo. Nada indica que los pinceles del pintor descansen desde hace un año. Decenas de obras pendientes de acabar, o no; de destruir y volver a pintar encima, o no; reposan contra las paredes, donde podemos leer pintados extractos de poemas y mensajes embotellados para uno mismo.
Mientras ayudo a Muxart a levantarse, olvido por un instante todo lo conversado, y me pregunto de dónde sale la energía que emanan las pinturas que contemplo.
—Para hablar de pintura siempre estoy disponible — me dice Muxart a modo de despedida, mientras sus escasos cabellos y mostacho parecen adquirir vida propia.
—A ver qué puedes hacer con todo esto —me dice Eugeni, su hijo, al acompañarme a la puerta.
El poso
Cuando retorno a la cuadrícula, después de varias horas de conversación, me siento, de repente, exhausto. Aún resuenan en mí las vivencias de Muxart con personas que, para el resto de los mortales, son apenas nombres y cifras, pero para él formaron parte orgánica de su vida.
Gentes, como Joan Ponç, que pasaba por su estudio y le arrastraba a jugar al billar en el Velódromo. O como Anthony Quinn, que le regateaba el precio de un cuadro ya vendido a otro cliente.
Picasso, Matisse, Chagall, Miró, Clavé, Chillida, Matisse, Antonio López, Francis Bacon, Nicolas de Staël, Lucian Freud, Subirachs, Ossip Zadkine, Mayol Suazo, entre otros. En diferentes parajes. Barcelona, París, Estocolmo, El Cairo, Roma, Líbano, Atenas. En diferentes circunstancias.
“Tem muita água pra chegar em Angola, meu filho”, suele decir Mestre Bigo, un maestro de capoeira angola de setenta y dos años, residente en el mismo São Paulo donde su amigo Joan Ponç perdió el contacto con nuestra restringida forma de entender la cordura. Recuerdo que Muxart ha empezado el diálogo declarando que “En la Llotja dejaron fuera a los buenos y aceptaron a los malos.”
Los ojos de Muxart nos muestran una senda entre las olas. Recorrer el camino hasta la orilla corresponde a cada uno de nosotros.
Comentarios sin respuestas