Conversamos con la narradora y periodista Sabina Urraca (San Sebastián, 1984), flamante Premio Javier Morote por su libro «Las niñas prodigio» (Ed. Fulgencio Pimentel), y colaboradora de diversos medios como Tribus Ocultas, Vice, Ajoblanco, Eldiario.es, El Comidista, entre otros.
Y lo hacemos acerca de las motivaciones de fondo de su escritura, de la hibridación de géneros, del auge de la autoficción, del propio cuerpo como origen y fin de una narrativa, la suya, que invita a los lectores a situarse en el centro de la acción para observar desde adentro y por sí mismos lo que pasa y cómo pasa.
Su sarcasmo, ácido, dolorido y punzante, no deja indiferente a nadie.
–Hablas en tus artículos, más bien describes, situaciones y ambientes, vas al encuentro de personajes que, como poco, pueden definirse como “bizarros”. Querría preguntarte si eres tú quien se los propone a los editores de los medios en que colaboras, o te dan completa libertad para ser tú quien los elija.
Por norma general los propongo yo, bien porque se me ocurre que podría ser interesante abordar tal o cual cuestión, bien porque el tema se me planta delante por sí solo y ya no siento que pueda huir de él. Con respecto a «lo bizarro», en realidad, si te acercas mucho a cualquier cosa o persona, todo es extrañísimo, todo tiene una historia, de todo se puede sacar carne.
-Por lo que explicas en tu libro, sin ir más lejos su título «Las niñas prodigio» así lo manifiesta, fuiste una niña dotada con un poder excepcional de observación, de percibir los matices de las cosas; leyéndolo, he creído entender que eso a la vez te otorgaba una especie de, no sé si pesada, responsabilidad, la de dejar testimonio ante adultos ausentes, ajenos o desinteresados. Una niña solitaria que parece que dijera «no creeréis lo que he visto. He visto…».
Creo que casi todos los niños están dotados de un gran poder de observación. Supongo que la diferencia radica en mantener esa mirada, y -esto es muy importante- elevar a la categoría adulta las ideas, imágenes y frases que escuchaste de niña. Ese poder y esa hipersensibilidad, arrastrados hasta la edad adulta, provocan una disonancia con respecto a la vida que debes llevar y cómo tienes que manejarte en ella, y además mucho dolor, pero también mucha felicidad, a veces demasiada. Eso que dices de la responsabilidad lo siento, más que como una responsabilidad, como una especie de manía persecutoria: hay veces en las que salgo un momento de casa, veo tres o cuatro situaciones o rostros, escucho una frase, leo algo puesto en la pared, y siento como si, aunque no quisiera, todo lo que está pasando se me mostrase de forma exagerada. A veces intento pasear sin percibir ni anotar nada, pero es imposible. Y esta manía persecutoria (que en realidad es al revés; soy yo la que persigo a la realidad, aunque a veces me parezca que es al revés) deriva en la necesidad de contar lo que he visto. De pequeña esta necesidad se encontraba con un muro comunicativo: ¿A quién iba a contarle todos esos disparates que se me ocurrían al escuchar una frase, al ver el gesto de alguien? Por suerte, me di cuenta más o menos pronto de que escribir era eso, contar cosas que se te ocurrían y que no tenían cabida en una conversación normal, transmitir lo visto o lo que lo visto detonaba en tu cerebro. Es por eso que el libro empieza con ese fragmento de poema de Nika Turbina, la niña poeta torturada rusa: «Espero a que alguien me pregunte / qué vi, con quién / dónde estuve».
Hasta qué punto sientes que también, en tu labor periodística, actúas del mismo modo ante una sociedad pretendidamente adulta, que no oye o no puede o no quiere oír.
Nadie es adulto. El mundo, y el mundo periodístico en particular, es un gigantesco patio de colegio. Me incluyo a mí, obviamente. Veo, y no ya sólo en la labor periodística en sí misma, sino en todo esa ampliación de territorio que es el universo de los comentarios, ese mismo infantilismo mal llevado, los mismos «pues ya no te ajunto», «no sé quién mola», «esto otro no mola, merece ser apedreado», el lado más cutre de la infancia. Si con la pregunta te refieres a que aprovecho la capacidad de observación para encontrar historias que mostrar a potenciales lectores, la respuesta es sí, claramente. Y la sociedad quiere oír estas historias, porque si hay algo que le sigue gustando a la sociedad, de eso no hay duda, son las historias. De ahí a que algunas de estas historias conciencien a la gente y les hagan cambiar algo hay un largo trecho que no se suele recorrer. Creo que he logrado más con un post de Facebook en el que animaba a la gente a dejar secar las toallas al sol o a la intemperie después de la ducha que con un artículo en el que mostraba el escabroso mundo de la donación de óvulos.
Al hilo de lo anterior, preguntarte acerca del activismo, si hay una intención política, en su sentido más amplio, en la literatura y el periodismo que propones, una intención consciente.
Creo que no hay un activismo político en mi literatura, o al menos yo no soy consciente de que lo haya, y eso será que no lo hay. En cuanto al periodismo, obviamente, sí que pretendo señalar injusticias, levantar velos que ocultan mucha mierda, mostrar mundos que deberían cambiar. Pero creo que, en el fondo, lo que más me interesa y en lo que siempre incido, sobre todo en la columna de opinión, es en la autocrítica, en el cambio íntimo, local.
-Me gustaría preguntarte por Guy Debord, su «Sociedad del espectáculo», sus tesis situacionistas acerca de salvar la distancia entre el Arte y la vida, el creador, su obra y la sociedad que refleja, para implosionarlas desde adentro, en una especie de anarquismo poético e instrumental.
Del situacionismo me interesa principalmente el diseño de situaciones para observar los efectos que producen, el crear un dispositivo cotidiano que poner en marcha, sin contárselo a nadie, sin planificarlo más que contigo misma, para ver qué pasa. Recuerdo leer acerca de esto y pensar que llevaba toda la vida haciéndolo, y luego ver cómo ese provocar situaciones se convertía en un trabajo. Hay bastante de eso en mi siguiente libro, y también en mi vida, que en realidad son un poco lo mismo. Me gusta pensar que hay más gente a mi alrededor que está jugando a juegos internos, que está haciendo experimentos constantes.
-¿Por qué crees que de un tiempo a esta parte tiene tanto auge la autoficción? ¿Lo consideras como un cansancio «generacional» a las formas alternativas de representación del mundo, la novela, sin ir más lejos, de la que durante décadas se anunció su muerte, y que ha pasado por toda suerte de metamorfosis hasta morir de vieja? Partiendo del hecho de que escribir, aunque sea sobre uno mismo, siempre conlleva, por el instrumento utilizado, el lenguaje, y la materia, tan voluble, que somos nosotros, una gran dosis de invención, querría preguntarte por tu opinión al respecto.
Parece que lo que ha sido contestado ha sido el género, la invención de personajes, una trama, un mensaje, pero no el impulso primigenio de narrar, de explicar(se). Como una necesidad de regreso a lo primigenio, al caldo elemental, precisamente en una generación que tiene a su alcance recursos audiovisuales, literarios, teatrales, etc, inimaginables para, pongamos por caso, las Brontë o Balzac.
Bueno, todo este asunto es muy confuso. Mucha gente da por hecho que mi novela es mi biografía, y entonces la desdeñan. Cuando les digo que no, que todos los personajes, excepto quizás la protagonista, son inventados, de pronto parece cobrar valor para ellos. ¿Qué significa esto? ¿Debería especificar en la trasera del libro qué es verdad y qué no, unos cómodos porcentajes, como si el libro fuese un yogur ecológico? Creía que la literatura no precisaba de tanto detalle, de tanto miramiento a ese respecto. Una historia funciona o no funciona, gusta o no gusta. Ni siquiera mi editor, que se ha convertido en un gran amigo, me ha preguntado nunca qué es real y qué no, porque no es necesario. Las únicas personas a las que les despiezo de vez en cuando un capítulo en términos de verdad, semiverdad, ficción, datos tomados de este sitio y características de un personaje real mezcladas con las de una persona con la que me crucé una vez en un campamento, es a los asistentes a mis talleres. Y sólo lo hago por ofrecer un ejemplo y mostrarles que el juego que pueden realizar con las historias, la mezcla de verdad y mentira, es infinito.
En mi caso, llevo toda la vida observando la vida con tanta atención, anotando en mi cabeza cada cosa que podía ser novelable, que no aprovecharlo sería una estupidez. Me gusta partir desde bases cercanas, para después dejarme avanzar por terrenos completamente ficticios. «Entonces -me dijo una lectora- hay una voluntad clara de engañar, porque tú nos haces creer que esa es tu vida». ¿Alguna vez un escritor no ha tenido la voluntad de «engañar» al lector, de embaucarlo en una historia que lo embriagase? Yo quiero que me engañen. Todo ha sido siempre autoficción en distinta medida, sólo que ahora se le ha dado un nombre. Y este nombre funciona, porque ofrece la imagen de verdad, el chasquido de la revista del corazón abriéndose. ¿Qué nos gusta más, en estos tiempos de redes sociales y vidas expuestas, que ver las vidas de otros, aunque no los conozcamos? La etiqueta de autoficción funciona de la misma manera por la que de pronto empezó a funcionar la etiqueta de reality. Nos dimos cuenta de que la realidad era un tesoro que pasaba todo el rato delante de nuestros ojos. Para mí tienen el mismo valor emocional, para entendernos, Karl Ove Knausgard cortándose la cara por desamor y Ramón el Vanidoso, aquel señor yonqui recién salido de la cárcel al que entrevistaban en Callejeros, que decía «hay cinco derechos básicos que son innegables a la raza humana: uno es la vivienda, otro es la ropa, otro es la dignidad, y, en fin… los otros dos se me han olvidao«.
-Otra cosa interesante que se me ocurre preguntarte tras leer tus artículos y tu libro, es si eres consciente de la actitud punk, sofisticada, por el bagaje cultural que se entrevé, en el sentido de que con tu ejemplo estás dando pie, invitando de algún modo a que los lectores se sumerjan también en lo extraño y a la vez cotidiano, que los rodea, comenzando por el propio relato de sus propias vivencias y experiencias. Un poco o bastante como los chavales que montaban su propia banda después de ver en concierto a los Ramones a base de tocar y tocar y tocar, en lugar de acudir a un profesor de música que antes los enseñara.
Me hace muy feliz que pienses que leerme puede llevar a alguien a sumergirse en lo extraño. Capto esto entre los alumnos de mis talleres: hay gente que es observadora de por sí, que ya viene con eso aprendido de casa, que sabe captar lo curioso; luego están los que al principio no son conscientes de que la novela que quieren escribir les ha pasado o se la han contado o puede ser creada a partir de algo que ya tienen o que han escuchado en algún sitio. Cuando veo que lo descubren, mi emoción es tan grande que me da miedo de que se note. Dar clase ha sido todo un descubrimiento en el último año. En los talleres tengo la posibilidad de ver en directo cómo una persona va dándose cuenta de que su realidad es un tesoro y que puede hacer lo que quiera con ella. Hay dos momentos muy emocionantes que he vivido en los talleres. Al finalizar uno, una alumna me dijo: «Ahora miro todo el tiempo, ahora no me aburro nunca». También, en otro taller, en medio de un ejercicio esencialmente autobiográfico, pero siempre dejando claro que no había por qué apegarse a lo real, una alumna que estaba muy enfrascada escribiendo, dijo en alto: «Estoy empezando a saborear la posibilidad de mentir».
-El tema del cuerpo. Creo que tanto en tus artículos, de algún modo, y sobre todo en el libro, el cuerpo, tu cuerpo, es una especie de central eléctrica, de nave nodriza donde van a parar las sucesivas experiencias que tu personaje, si no eres tú misma, atraviesa. A menudo se advierte tanta intensidad en las mismas, que la escritura es como si apenas pasara de puntillas o indicara algo que el lector adivina. Como una fiebre que dejara entrever, como síntoma, algo más profundo.
Ese brillante sarcasmo que rezuman tus adjetivos, principalmente, y que dejas caer como verdaderas bombas de racimo.
El cuerpo es un tema fundamental para mí, y creo que voy a tardar mucho en cansarme de escribir sobre él. Me provoca miedo (no saber qué hay dentro, saber que está oscuro), cansancio (tener que cargar siempre con él y todas sus bacterias y enfermedades escondidas es como llevar a rastras una mochila llena de basura y gusanos) y fascinación (me obsesionan las pruebas médicas que te permiten ver tu cuerpo por dentro, me encantaría asistir a operaciones o que me operaran con anestesia local y poder verme por dentro; ayer, sin ir más lejos, estuve casi una hora mirándome las amígdalas inflamadas en el espejo, intentando alumbrarlas, intentando fotografiarlas). Me parecen increíbles la enfermedad y la curación. Me resultan fascinantes las excrecencias varias (de hecho, recuerdo al menos a dos lectores que se quejaron de mi insistencia con la escatología). Luego está la extrañeza por la parte externa del cuerpo, el no reconocimiento en el espejo. Hay veces en las que me gustaría tomar un tema y no parar hasta descuartizarlo en trozos pequeñísimos, en haberlo mirado desde todos lados. El cuerpo es uno de esos temas.
-El tema de la ternura. Se me ocurre pensar si de algún modo no te sientes, como articulista y narradora, como una alicia que atravesara un país maravilloso, zafio, caótico y en ocasiones brillante, y que corresponde contigo misma y con la sociedad de tu época, y conservara a la vez, bajo su militancia desmitificadora, la ternura que la lleva a defender y a denunciar la prepotencia de ciertos personajes o clases dominantes en la esfera, privada o pública, que sea: sexual, económica, social. Como una niña que estuviera buscando siempre en las demás, en la sociedad entera, su verdadera familia. Quizá sea ese el verdadero motor del artista, del escritor en este caso.
En uno de mis talleres (siento mencionarlos tanto; no es por hacer publicidad, es que me resultan lugares idóneos para darme cuenta de muchas cosas) hablamos mucho sobre la potencia literaria de la adopción, de la búsqueda de ese verdadero origen de uno mismo. Y concluimos que casi todos, en algún momento, sentíamos que no pertenecíamos al entorno que nos había tocado, y aspirábamos a haber sido adoptados, para así tener la posibilidad de encontrar el verdadero lugar de origen y poder entender algo acerca de nosotros mismos. Lo más seguro es que lo que se encuentre no sea ese origen que ofrece un final definitivo, una plenitud, sino más bien alguna familia desastrosa, tristeza, realidad. Así podría, tal y como dices, resumirse mi búsqueda: una especie de huida hacia delante y hacia los lados para intentar entender algo de lo que queda atrás. Al mismo tiempo, me siento muy semejante a este mundo convulso y malcriado en el que vivimos.
-Por último me gustaría preguntarte por autores que estés leyendo ahora y te estén interesando, y por proyectos futuros, principalmente narrativos.
Estoy escribiendo un libro nuevo, que, como segundo libro, me está costando lo que me comentan que suele costar un segundo libro. Mi manía de querer hacer libros en los que se condense todo de lo que quiero hablar me está pasando buena factura, pero, aun así, a ratos consigo divertirme escribiendo. Escribir canciones ha resultado un gran descubrimiento en los últimos tiempos: una nueva forma de narrativa más lúdica, en el sentido más infantil de lo lúdico, menos solitaria que la escritura de narrativa. Esta nueva escritura trae un poco de luz, porque me encanta la jarana y alternar socialmente, así que llevo regular lo de estarme quieta y sola y escribir.
Al mismo tiempo, preparo un libro que saldrá antes que la segunda novela, una cosa más periodística, que me está requiriendo hacer algo bastante difícil, que es echar la vista atrás y repasar cosas escritas hace años sin avergonzarme demasiado.
Estoy leyendo al mismo tiempo a Ana Llurba, Judith Thurman y a James Schuyler. Y releyendo a Valérie Mréjen, autora fetiche que siempre me ayuda a la hora del atasco creativo por acumulación. Tenerlas cerca en el pensamiento a ella y a Natalia Ginzburg, y a veces también tener cerca sus libros, releer trozos, mirarlos ahí de pie en mi mesa, tocarlos, hace menos complicada la escritura. Son dos ejemplos de sencillez magistral, de simplemente poner una palabra detrás de otra y seguir hacia delante.
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