Con motivo de la publicación de su última novela, El banquete anual de la cofradía de sepultureros, repasamos en esta entrevista la trayectoria de Mathias Enard, uno de los mejores exponentes de la gran literatura europea; ganador el Premio Goncourt con su anterior obra Brújula. En sus respuestas, como no podía ser de otro modo, vida y obra se entrelazan para mostrar a un autor en el que parecen confluir Lawrence de Arabia, Gustav Mahler o Balzac y en el que el sentido de la aventura, la pasión y el rigor se dan la mano.
Leyendo tus novelas, plagadas de referencias librescas, parece que te hayas pasado toda la vida leyendo. ¿Cómo nació el lector Mathias Enard? ¿Eras un niño de jugar en la calle o un ratoncito de biblioteca?
Durante la primera parte de mi infancia jugaba más en la calle, porque vivíamos en un pueblo muy pequeño que ahora forma parte administrativamente de la ciudad de Niort. La vida de pueblo era genial porque teníamos libertad absoluta. Nadie nos controlaba. Pero siempre encontraba tiempo para leer. Leer era algo vinculado a la soledad, la noche, la posibilidad de tener tu propio mundo.
¿Y cómo accedías a los libros?
Mi abuelo materno, que era una especie de intelectual y escritor, me llevaba a librerías cuando venía a verme o cuando íbamos a verlo a París o a Biarritz. Me compraba todos los libros que yo quería. Hasta los siete u ocho años muchos cómics, después literatura infantil, adaptaciones para niños de Jules Verne o de Dumas con ilustraciones y texto. Luego pasé a la colección Biblioteca Rosa, donde estaban editados todos los libros de Enid Blyton. Los devoré todos, los leía rapidísimo. Me encantaban porque tenía ansias de aventuras.
Entonces, ¿los libros llegaron antes que el cine o la televisión?
El amor por los libros fue muy temprano. La televisión y el cine llegaron un poco más tarde. El cine lo asocio a la adolescencia. La primera película que fui a ver al cine con una amiga fue E.T. El cine fue importante durante una época de mi vida, entre los catorce y los veinticinco, pero después dejó de serlo. Cuando me fui a Oriente Medio se acabó el cine. Allí hay muchas cosas buenas, pero el cine es horrible.
¿Y la relación con la música? En varios de tus libros, especialmente en Brújula, puede apreciarse tu intensa melomanía. ¿También te viene de la niñez, es cosa de familia?
A los siete u ocho años estudié música, pero era muy negado. Me matricularon en una academia con una señorita de unos sesenta años. Piano y solfeo. Era una mujer horrible. Te obligaba a ponerte de rodillas para cantar las notas. La academia estaba en su propio apartamento, éramos nueve o diez alumnos. En una ocasión, me expulsó de la clase. Me envió al rellano. Me dio tanta rabia que me meé allí. Intenté aprender durante un par años, pero no funcionó. Sin embargo, escuchar música y tener una formación musical teórica, sí me fue bien. Mi tío, el hermano de mi madre, es un gran experto, estudió musicología además de arquitectura y es un fanático de la música clásica. Me enseñó. Me gustaba muchísimo.
Como alguno de los personajes de Blyton, durante un tiempo estuviste en un internado.
Sí, en Poitiers. A los trece años. Fue un experiencia importante y formativa. En Francia, los tres últimos años de estudios obligatorios van aparte de la escolaridad anterior. Ahora es diferente, pero antes, cuando acababas el college tenías que escoger estudios entre varias opciones. Mi madre y mi abuelo creían que el instituto público de Niort, donde me tocaba ir, no era muy bueno. Pensaron que un internado en Poitiers sería una opción mejor. Pero, al cabo de un mes de internado, les dije que no me gustaba y que había encontrado una habitación en una casa de estudiantes universitarios en la ciudad. Era un edificio de tres plantas solo con habitaciones para estudiantes. Mi madre, todavía no sé por qué, dio su visto bueno.
¿Y fuiste a vivir allí solo, sin nadie de tu familia? ¿Tan independiente te veían?
No lo sé. Me cuesta recordarme con esa edad. En cualquier caso, el resultado fue una catástrofe absoluta. Porque los universitarios vivían vida universitaria. Bebían, fumaban, tomaban otras cosas. Era el año 1986, una época de muchas manifestaciones en Francia contra la reforma educativa, lo que desencadenó huelgas en todas las universidades del país. Estábamos de huelga todo el día. Apenas comía, dejé de ir a clase. Monté todo un sistema para interceptar la correspondencia del instituto y que las cartas no llegasen a manos de mi madre. Acabaron sacándome de allí a la fuerza, en el mes de abril. La aventura acabó fatal.
Suena a película de Truffaut.
Lo recuerdo como un sueño. Como si no me hubiese pasado a mí y me lo hubiesen contado. Pero nunca he hablado de eso con mi madre.
En tus libros, como ya hemos dicho, se aprecia el peso de la tradición, de la alta cultura, pero escasean las referencias a la cultura pop, a pesar de que, como cabe suponer, también la consumes.
No sé por qué esas referencias culturales no entran en mis libros. Consumo todos esos productos, como cualquier hijo de vecino. Quizá entiendo que la literatura es un mundo aparte donde viven personajes de la literatura que hacen cosas de la literatura. Quizá porque es una forma de no hablar de lo trivial. La literatura tiene que ser un espacio fácil de compartir. Tengo la impresión de que esa clase de referencias (pop) dependen mucho del lugar y de la época. En cambio, Mahler seguirá ahí dentro de cien años. Una serie de televisión puede ser importante para nosotros ahora, pero en otro lugar o en otra época… Si meto algo de cultura pop en mis novelas es porque lo he pensado muy bien y tiene un motivo.
Es decir, ¿para ti la cultura se divide en compartimentos estancos? ¿Por una parte la literatura seria y el cine clásico, por otra los productos de consumo masivo?
Bueno, en El banquete anual de la cofradía de los sepultureros o en Calle de los ladrones sí hay más referencias pop.
Tal vez porque esas dos novelas están más pegadas al presente que retratan. Pero, en términos generales, en tus obras parece que pretendas dialogar con el paso del tiempo, con la eternidad. Como si escribieses para que tus libros pudieran leerse dentro de cien años.
Eso es una influencia muy clara de las novelas que he leído. Al final, lo que importa es que una novela tenga su propio mundo y sea coherente. Si dentro de cien años alguien no capta una referencia específica no pasa nada porque se pone una nota y ya está, como sucede con novelas antiguas de Proust, Dumas o Balzac. No lo pienso mientras escribo, pero me gusta pensar que mis libros pueden leerse en cualquier parte del mundo y también podrán leerse en un futuro bastante lejano.
¿Cuándo nació tu vocación de escritor? ¿Cómo se convirtió el lector Mathias Enard en escritor?
No lo tengo muy claro. Hubo un momento, cuando tenía trece o catorce años, en que escribí tres cuentos. Tuvo mucho que ver con mi familia materna, pues los escribí en Biarritz. Me presenté a un premio que organizaba una librería donde íbamos a comprar libros. No recuerdo el título del cuento. No gané, obviamente.
En las brumas de tu pasado, por lo tanto, se mezclan el lector y el escritor, son una sola cosa.
Exacto. Recuerdo también haber visto muchos escritores en la televisión. Veía un programa fantástico de literatura que presentaba Bernard Pivot, el famoso Apostrophes. Se veían escritores fumando y tomando whisky. Nabokov, Marguerite Duras… Todos. Y me decía: qué maravilla estar ahí, en la televisión, tomando whisky. Eso desapareció, por desgracia. Me refiero a lo de fumar y tomar whisky.
Siempre te preguntan por tu formación universitaria, supongo que suena exótico que uno se dedique a las lenguas de Oriente Medio. ¿Qué tuvo de especial para ti la elección de esa carrera?
Para mí fue una de las decisiones más importantes de mi vida. Empecé a estudiar árabe y persa casi por casualidad. Yo quería viajar, ver mundo. Para poder estudiar en París, que debía ser el primer paso, tenía que escoger algo que solo se pudiese estudiar allí. El programa de estudios de Lenguas Orientales ya era un viaje increíble.
¿Y cómo empezó tu aventura por Oriente Medio?
Empezó en mi tercer año de carrera. Primero fui al Líbano. Por casualidad. Me lo propuso un fotógrafo. Pensaba que podría ser periodista. Fui al Líbano para hacer un reportaje sobre la Cruz Roja libanesa. Era el año 91. Todavía estaban presentes los efectos de la guerra. Sabía muy poco del país, más allá de lo que había leído o visto en la televisión. La llegada fue muy impactante. Lo bueno, y eso creo que es la magia del Líbano y de Oriente Medio, es que como llevaban tanto tiempo con guerras, para ellos era normal vivir así. Al lado de esas personas, todo parecía normal.
El Líbano fue tu puerta de entrada a ese mundo.
Más tarde estuve en Egipto. Luego Irán, donde estuve un trimestre. Fuimos los primeros universitarios occidentales en volver a acceder a la universidad de Irán. De ahí me fui a Estambul, varias semanas, porque no me apetecía volver a París. De Estambul me fui a El Cairo. Allí pasé el resto del año. Un año estupendo.
En principio, ahí tenía que acabar esa aventura.
Volví a París, sí, para hacer exámenes. Estando allí, pasé por la administración para cosas de papeleos y vi un cartel: «Se buscan estudiantes para ir a Venecia, Granada…». Pues Venecia, me dije. Y allí estuve un año. De los primeros Erasmus. Sabía que en Venecia había un profesor absolutamente estupendo de literatura persa medieval. También fue un año increíble. Estuve a punto de quedarme. Me ofrecieron hacer el doctorado. Pero también me ofrecieron irme a Siria, con otra beca.
Siria entraba más en tu plan de ver mundo, supongo. Pero Siria no era un lugar al que fuera mucha gente para esa clase de cosas.
Básicamente no iba nadie, para nada. Era un país muy cerrado, con economía comunista. Pocas relaciones con el exterior. Allí estuve tres años. Estudié el máster, aunque no acabé el doctorado sobre literatura árabe y persa contemporáneas. Fue estupendo estar allí. El primer año tuve una beca y los dos siguiente di clase de francés en el sur del país, en As-Suwayda, como cooperante. Eso me convalidó el servicio militar. Y pagaban sueldo francés, lo que me permitía vivir bien. En As-Suwayda, además, era el único extranjero en muchos kilómetros a la redonda. De hecho, todo el mundo pensaba que era un espía.
¿O sea que ahí es donde nace la leyenda del Mathias Enard espía, de la que tanto se habló durante la promoción de tu novela Zona?
Sí. Me controlaban constantemente. Me pinchaban el teléfono, me vigilaban… En Siria eso era de lo más normal. Yo hacía trabajo académico, por eso no temí nada, porque no tenía nada que esconder; podían rebuscar cuanto quisieran. Un poco desagradable, pero dentro de lo que cabía As-Suwayda era una zona de semi libertad porque los drusos tenían acuerdos tácitos con el régimen y eran medio independientes. Habría sido interesante ser espía. Varios amigos que estudiaron conmigo en la universidad acabaron siéndolo.
¿De Siria vienes a Barcelona?
De Siria vuelvo a Francia. Después me voy a Túnez unos meses. Me fui allí esperando a que me dieran la visa para Irán, porque había conseguido una beca de doctorado para ir a Teherán otra vez, en un centro de investigación francés, pero en esa época no daban visas y me quedé parado. Una temporada bastante mala. Volví a París, pero el director del Instituto de Damasco me ofreció la posibilidad de vivir en Siria un tiempo hasta que se arreglase lo de Teherán. Allí fue donde inicié la relación con la que después sería mi esposa. Ella volvió a Barcelona y yo me vine con ella. Y gracias a la experiencia que tenía como profesor de francés en As-Suwayda, el Instituto Francés me contrató en seguida. Luego vivimos un tiempo juntos en Oriente Medio otra vez, entre Beirut y Teherán. Nos casamos en la embajada española del Líbano. Tengo una foto de boda con el retrato de Juan Carlos I a nuestra espalda.
Cuando llegaste a Barcelona, pensando ya en escribir tu primera novela, La perfección del tiro, no tenías ningún conocimiento del mundillo literario ni editorial.
Ninguno en absoluto. De hecho, la historia de la publicación de La perfección del tiro es muy curiosa. Por una serie de coincidencias, acabé dándole clases particulares de árabe a Maruja Torres. Darle clases a Maruja era muy extraño. Le interesaba aprender árabe, pero sobre todo me hacía preguntas. No podía dejar de ser periodista ni un minuto. Ponía la tele, Al Jazeera, y me preguntaba: «¿Qué están diciendo? Tú me vas a ir explicando». Era poco después de lo de las Torres Gemelas, en 2001. A ella le gustaba charlar, salir a pasear al perro, ir a tomar algo al Dry Martini… Las clases con Maruja eran apasionantes. Ella hablaba más que yo, claro. Cuando acabé la novela, como iba del Líbano y ella es una apasionada del país, le pasé el manuscrito. Le gustó mucho. Como yo no sabía dónde publicarla, me dijo que se la enviase a Enrique Murillo, que era amigo suyo. Murillo ya no era editor, pero me dio el nombre de alguien en Actes Sud. Envié el manuscrito dirigido a la persona que me había dicho Murillo, Elisabeth Beyer. Ella no era editora, se encargaba de Derechos Internacionales. Es decir, nadie le enviaba nunca manuscritos. Tal vez por eso leyó el mío. Y le gustó mucho. Y se lo pasó al director editorial. Pero entre el momento en que lo leyó Maruja y cuando se publicó pasó año y medio. Cuando se publicó, yo ya había empezado a colaborar en la revista Lateral de Barcelona.
La revista Lateral supuso tu entrada en el mundo de los escritores, de la literatura.
Sí. Entré por mediación de otra alumna mía, Valentina Litvan, del Instituto Francés. Conocí a Mihály Dés y a Juan Gabriel Vásquez, que todavía era el redactor jefe. Me publicó una reseña y, al cabo de unos meses, Mihály me dijo: «Estaría bien que vinieses al consejo de redacción». Y empecé a ir. Es decir, Lateral tuvo una importancia capital en mi vida literaria.
¿Cómo viviste la publicación de tu primera novela?
Fue muy raro. Yo estaba en España cuando se publicó el libro en Francia. Tan solo salieron un par de artículos, nada más, aunque uno de ellos fue en Le Monde, que para un francés es… Vendió poco. Pero al año siguiente me concedieron el Premio de la Francofonía. Me pilló por sorpresa. Fui a Uagadugú para recoger el premio. Viajé bastante con el premio, por África, Canadá… Pero eso no aumentó las ventas del libro. No fue un éxito, precisamente.
Y Remontando el Orinoco, tu segunda novela, tampoco tuvo la recepción que esperabas, ¿no?
Fue peor. No hubo apenas críticas. Salió en febrero, que no es el mejor momento. No pasó absolutamente nada.
¿Es el libro con el que tienes una relación más conflictiva?
Volvería a reescribirlo con mucho gusto. Le quitaría la mitad, más o menos. Seguramente lo escribí demasiado rápido. Además, intenté mezclar de una forma muy rara dos cosas que no tenían nada que ver. Siempre he pensado que algún día volvería a contar la misma historia, tal vez de otra forma…
Escribiste después, por encargo de la editorial vertical, Manual del perfecto terrorista, una especie de entretenimiento situacionista y gamberro, pero visto desde la distancia da la impresión de que estabas haciendo tiempo para escribir la novela que realmente querías escribir: Zona.
Conseguí escribir Zona porque me di la libertad para hacerlo. Hasta entonces no me atrevía a hacer algo así, a nivel formal. Al leer más literatura contemporánea me di cuenta de que la novela podía ser muchas cosas, no estrictamente algo lineal. Podía ser un mosaico. Entonces me dije: lo puedo hacer. Mi primera idea para la novela era una historia lineal. Pero estando en Roma, gracias a la beca de la Vila Médicis, me dije que tenía que ir más allá. Tenía que abrir la forma de la novela a algo más complejo que me permitiese contar más cosas. Recuerdo perfectamente el momento en que se me ocurrió el modo de enlazarlo todo. Fue un proceso largo, con momentos de gran desesperación y también momentos de inmensa alegría.
La publicación de Zona te convirtió en un escritor «serio», incluso en un escritor «grave».
Fue la primera vez que una novela mía salió en la reéntre. En Francia tiene muchísima importancia y repercusión. La recepción fue espectacular. Artículos en todas partes. Me concedieron dos premios. La novela se tradujo a muchos idiomas. Lo de ser considerado un escritor serio, creo yo, tuvo mucho que ver con el tema, con el hecho de que hablase de la guerra.
Fue entonces cuando decidiste dejar de dar clases y convertirte en escritor profesional full time.
Nunca tomé la decisión de dejar de dar clases. Se acabó el contrato con la UAB y tenía suficiente dinero para mantenerme, sin más. Pero siempre pensé que volvería a la universidad, como las clases que imparto ahora en Suiza, por ejemplo. Empiezas a sentirte un escritor profesional en tanto en cuanto es la única profesión que ejerces, pero en realidad no lo eres nunca. Porque no se trata solo de escribir sino, sobre todo, de vender tus libros. La mayor parte del tiempo, un escritor, al menos en Francia, se dedica a vender, a hablar. El escritor que solo se dedica a escribir ya no existe. Incluso Pierre Michon tiene que dedicarse a esa clase de cosas.
Habladles de batallas, de reyes y elefantes supuso un cambio radical respecto a lo que venías haciendo hasta Zona. Vista con perspectiva, ¿esa novela te parece una rareza en tu trayectoria?
Yo veo una continuidad porque, para mí, cada proyecto entraña una forma distinta. El proyecto nació cuando estaba escribiendo Zona, en Roma. Leí en un libro lo de la invitación a de Miguel Ángel a Estambul por parte del sultán y dije: quiero escribir esa historia. Pensaba que podía ser un cuaderno de dibujo, con capítulos breves. Pero mi editor me dijo: «Esto está casi acabado. Estos apuntes que tú dices, son la forma del libro, no hay que buscar mucho más». Y lo escribí así. Yo me decía: ¿quién va a leer un libro sobre Miguel Ángel y Estambul? Pero el libro tenía poder. Que tuviera éxito me permitió comprar el restaurante Karakala, en Barcelona.
Calle de los ladrones, tu siguiente novela, es una regreso a tus obsesiones, una sencilla pero efectiva aproximación a un tema siempre complejo: la relación entre el ámbito árabe y Europa.
Esa novela tiene mucho que ver, por una parte, con la primavera árabe, y por otro con el movimiento del 15M, los indignados, la acampada que hicieron en Plaza Catalunya. Quería escribir una especie de reportaje novelístico que estuviese a medio camino entre esas dos historias. Pero no quise tocar el tema de lo que estaba ocurriendo en Siria, lo cual ahora entiendo como un error.
¿Por qué no quisiste hablar de Siria en esa novela?
Me resultaba muy doloroso. Tenía la tentación de ir a Siria, como hizo Jonathan Littell. Pero por motivos de seguridad no lo vimos muy claro. Podía también hablar de ello desde la distancia, pero me resultaba frustrante. Ver arder Damasco, Alepo, una detrás de otra, era sumamente triste. Gente cercana que moría o tenía que exiliarse y dejarlo todo atrás. No sabía cómo escribir sobre eso. No me veía como periodista. Y tampoco sabía cómo plantearlo desde un enfoque literario. Por eso me decanté por la zona del Atlántico, por Marruecos, y también por Barcelona. Creo que fue un error no hablar de Siria porque Calle de los ladrones tiene partes interesantes y la voz del narrador es simpática, pero las circunstancias en las que lo escribí no eran las más adecuadas: un plazo de tiempo muy corto, ocho meses, para poder hablar desde el presente. A mí eso no me conviene, yo no sé hacer eso. Por eso creo que el libro no está a la altura.
Tal vez tenías que dejar que pasara más tiempo, para ver hasta dónde llegaban las ramificaciones. Eso fue lo que hiciste después, en Brújula. No solo hablaste en él exhaustivamente de una visión del mundo árabe sino que, sobre todo, trataste la relación de esa visión con Occidente, del puente entre ambos mundos.
Brújula es una novela melancólica, refleja más mi estado de ánimo en relación a lo que estaba pasando en el mundo árabe y en Siria en particular. Explorando esa historia de amor, casi metafórica, entre los protagonistas del libro pude hablar de la relación entre Oriente y Occidente. Y también pude trata mi propia relación con ambos mundos.
Con Brújula, debido al Premio Goncourt, de repente te viste en todas las televisiones. Te convertiste en el hombre del momento en Francia.
Me paraban por la calle. En París, por ejemplo, la gente me saludaba cuando se cruzaba conmigo. Así te das cuenta del poder de este premio en Francia. Recuerdo que estando un día en Niort, comprando en un supermercado, con mi carrito, se me acercó un señor, me miró y me dijo: «Qué bien verlo por aquí». Pero eso no dura. Es el efecto de la televisión.
Pero durante los siguiente dos años no pudiste escribir. Estuviste de promoción todo el tiempo por medio mundo.
Fue agotador. Al final ya no podía más de tanto repetir siempre el mismo rollo en todos los idiomas del mundo. La novela es la misma siempre. Las preguntas vienen a ser también las mismas. Pero pasó tanto tiempo entre la primera versión en Francia y la última traducción, que ha salido hace muy poco en Estonia, que te aseguro que al cabo de todo este tiempo acabas odiando a tus propios personajes.
Después de la publicación de Brújula es cuando te estableciste durante un largo periodo de tiempo en Francia. Visto desde fuera, da la impresión de que, después de tanto vagar, buscabas un punto fijo. Supongo que no fue casual que eligieses la zona de Marais-Pointevin, cerca de Niort, donde creciste.
Yo siempre había querido tener una casa a la que volver, con mis libros, donde poder escribir, donde poder centrarme. No es casual que sea cerca de Niort, porque ahí está mi familia y mis amigos de la infancia. Y los paisajes me gustan. Y es Francia. Pero creo que podría haber sido cualquier otro lugar.
Tampoco es casual que tu última novela, El banquete anual de la cofradía de sepultureros, con la que tenías que apartarte del efecto Brújula, hable de ese lugar de tu infancia y también de tu presente.
Es cierto que El banquete... es algo casi opuesto o simétrico a Brújula en ese sentido. A nivel formal no, pero sí a nivel geográfico y personal. Es un proyecto que viene de muy atrás. Lo tenía en la cabeza justo después de Zona, en 2009. En un viaje que hice ese año a Praga es donde vi, en una sinagoga, tres cuadros que contaban esa historia: la celebración de un banquete anual de sepultureros para consolarse de las tristezas de su oficio. De hecho, hice una lectura pública, en un ciclo que prepara mi editorial, Actes Sud, de una parte de mi nuevo proyecto y lo que leí fue una parte del diario de David, de la primera parte de la novela.
Por lo que cuentas, parece que siempre trabajas en varios proyectos a la vez.
Sí. Empiezo cosas que tengo guardadas y no sé si voy a utilizar o no. Algunas crecen y se adelantan a otras. Otras historias se quedan ahí. No solo apunto ideas, normalmente le adjunto algunas páginas de la narración.
Creo que todos tus libros pueden entenderse como una declaración de amor a algo, ya sea a un lugar, un tema, un tiempo. ¿Para qué o para quién es la declaración de amor de El banquete…? ¿A tu pasado, a la zona del Marais-Poitevin?
Es una declaración de amor básicamente a una zona geográfica, a esa zona en concreto. A lo mejor también a mi infancia, porque los recuerdos de Lucie son mis recuerdos; lo único autobiográfico de la novela. Pero sobre todo, a ese lugar. Una muestra de agradecimiento por todo lo que me dio, que en última instancia posibilitó una infancia feliz. Y también agradecimiento a ese lugar por fomentar mis ganas de descubrir el mundo. La posibilidad de dejarlo sabiendo que podía volver. El banquete… es la materialización de ese gesto: volver sabiendo que, al mismo tiempo, no me fui nunca.
En esta novela, algo que no se había visto en tus obras anteriores, hay humor. ¿Pretendías con ello contrarrestar la nostalgia, la gravedad y la tristeza de Brújula?
Sí, claro. En mi proyecto literario tenía que acabar tocando el tema del humor, que en la novela está en partes muy concretas, aunque en otras no está presente. La posibilidad de pasar de la sonrisa a las lágrimas es uno de los grandes recursos de la literatura. Es el personaje de David Mazón el que me hizo enfocarlo de ese modo. Me di cuenta muy pronto de que el decalage entre lo que él piensa, lo que ve, y la realidad que podemos intuir detrás de todo eso es muy cómico. Pero es que a mí me gusta mucho el humor.
Entonces, en cierto sentido, ¿ha sido como si hubieses tenido que llegar a un punto concreto de tu vida y de tu carrera para darte permiso para utilizar el humor?
Quizás sí. Para mí el humor es algo difícil. Nunca sabes si la gente se va a reír, es un misterio. Aunque, por lo que veo, el personaje de David Mazón hace gracia.
Este libro tiene un mensaje más positivo y esperanzador que el resto de tus libros, en los que suele haber tragedia, drama, nostalgia… Aquí, sin prescindir de eso, porque hablas de la muerte, el enfoque es más posibilista.
Es mi libro más divertido y también el que más esperanza transmite. Yo creo que sigue siendo posible salvar el mundo. Si te fijas bien, en la naturaleza puedes encontrar la esperanza de un mundo mejor. Es lo que está fuera de la humanidad lo que nos transmite esa esperanza. Si observas los actos humanos solo puedes desesperarte. El banquete… es un libro que habla de la relación entre los humanos y el medio ambiente, la naturaleza, por eso tiene ese punto esperanzador. Me gusta que se lea así, aunque uno también puede decantarse por el lado más oscuro, extraer de la novela que todos vamos a morir y que todo va a desaparecer…
No estoy de acuerdo. No encuentro el modo de leerlo desde un lado oscuro. La presencia de la muerte no es amenazadora. Es inevitable, pero al mismo tiempo da la impresión de que forma parte de un proceso. Como la propia naturaleza. De hecho, la lectura final tiene un aire muy budista.
Me interesa mucho el discurso budista, aunque no sé si lo suscribo. Me fascina como forma de concebir el mundo. Me parece mucho más acertado que, por ejemplo, lo que te cuentan católicos, judíos y musulmanes: el paraíso, el infierno, nosotros en medio… En cambio, la visión budista es muy difícil de contradecir. Todo lo que veo y puedo experimentar no me dice nada que esté en contradicción con la filosofía budista. Una filosofía compartida por muchos pensadores y filósofos que no fueron budistas a lo largo de la historia. Me interesa la posibilidad de ver el mundo como una relación interdependiente, que todo sea un solo mundo o un solo destino.
Dime la verdad, ¿realmente crees que puede salvarse el mundo, tal como has dicho antes?
Creo que hay esperanza en la destrucción de los seres humanos. Es como si tuvieras una plaga en casa: tendrías que reducirla. Yo me pregunto si los árboles, los pájaros, las abejas no nos ven así, como una plaga que algún día desaparecerá.
Comentarios sin respuestas