Conversamos, en una bulliciosa plaza de Gracia, con el escritor Álex Chico. Han pasado casi cuatro años desde que nos explicó en Kopek algunas de las interioridades de su oficio, y hoy continuamos recorriendo con él los lugares que ha ido atravesando su escritura hasta desembocar en su último y reciente libro, Los nombres impares (Ed. Candaya).
Su obra abarca desde la poesía hasta esa narrativa híbrida y fronteriza sobre la que reflexiona y que le ha convertido en un referente del género en nuestro país.
X: La memoria. Esta pregunta, tal como la enfoco, puede relacionarse con la de los géneros literarios por los que, como autor, pareces sentir querencia: la denominada autoficción, la crónica, el reportaje, el cuaderno como género de escritura, incluso la poesía. ¿Consideras que la, de momento, dilación o renuncia a abordar la ficción pura tiene que ver con tu tendencia al uso de la memoria con terreno cognitivo, literario, experencial prioritario? ¿Crees que la ficción pura, con su necesidad de inventar personajes, crear situaciones, tejer tramas te permitiría moverte con la misma comodidad por los terrenos que prefieres?
Á: Me has hecho pensar una cosa: creo que ocuparme de la memoria me permite abordarla desde diversos géneros. El hecho de que la memoria sea maleable, que sea un terreno poco menos que pantanoso, inestable, hace que la aborde también de una forma inestable y pantanosa. La memoria es algo que cada vez me resulta más complejo de definir o de explicar. Me he dado cuenta, principalmente escribiendo este último libro, de cómo la memoria es algo modificable, falseable, y eso me hace pensar que soy coherente con la propia materia de la memoria: si la memoria es manejable, si la memoria es maleable, si la memoria es huidiza, también los géneros o los textos que yo empleo para definirla se prestan muy bien a que lo sean.
X: ¿Te refieres al estilo, a la estructura?
Á: Casi siempre, en todos mis libros, el estilo, el tono, la estructura, son consecuencia del contenido del que trato.
X: ¿Qué método utilizas?
Á: Si te fijas, esto ya lo vi desde Un final para Benjamin Walter. Si yo hablaba en ese libro de territorios fronterizos, ¿cómo no iba a utilizar entonces un género también fronterizo? Si me propongo hablar de la memoria, de ese terreno que te comentaba antes tan huidizo, tan maleable, necesitaba utilizar un género parecido para reflexionar sobre ella y tratar de definirla.
X: ¿Se te impone primero el estilo y luego el tema o viceversa?
Á: Se me impone primero la idea. Llámalo idea, recuerdo durmiente, pulsión que continúa a pesar de todo. A partir de ahí surge una documentación, que es la parte con la que más disfruto, porque es donde percibo que la realidad se dispara, donde todo se puede conectar de una manera casi mágica, diría. Anécdotas, historias que parten de un lugar y se disparan hacia otros lugares totalmente distintos…
Cada vez me doy más cuenta de lo fundamental que es para un escritor encontrar una estructura o un tono. No es que parta de ellas, primero tengo la idea. Sigo pensando que en la fase de documentación es cuando percibo si ese material se dispara o no hacia otras partes, pero añado que cada vez me resulta más arduo hallar un tono, una estructura.
X: A colación de lo que comentas, como lector es cierto que uno encuentra en tu penúltimo libro una estructura más o menos previsible o coherente con el asunto que tratas, el de reseguir la andadura en el exilio de tu abuelo. Sin embargo en el último, Los nombres impares, parece que la estructura que utilizas (crónica, algo de novela de intriga, guion documental, diario) parece pensada para hacer estallar desde dentro las estructuras.
Á: Cierto, pero no tanto para destruir nada, sino para poner en conexión los elementos con cosas distintas, es decir, que esos pedazos sean capaces de separarse, de disgregarse y alcanzar otros lugares no previstos. Eso es lo que me interesa. Ya no valía con elucubrar con la existencia o no de un autor, etc., sino que había que encontrar un tono que permitiera al lector entender la historia: de ahí el empleo del documental, de la primera persona, la necesidad de explicar al poeta perdido; todo eso, que gira alrededor de la idea de un documental, es lo que me ha resultado más difícil. Encontrar esa estructura adecuada a lo que quería narrar.
X: Abundando en el tema de la memoria, quería preguntarte por el tema ético. ¿Cuánto hay de ético en esas investigaciones tuyas alrededor de la memoria? ¿Crees que es posible ejercer la memoria sin posicionarse éticamente? ¿Crees que la reivindicación de la memoria no presupone un posicionamiento ético cuando no político?
Á: No. Desde el momento en que uno emplea el lenguaje, la comunicación, la memoria, lo obliga a posicionarse en un lugar. Si yo decidiera narrar una autobiografía, sería inevitable falsear: cuando seleccionamos unos recuerdos y obviamos otros, por ejemplo, ya estamos falseando, manipulando. Recordemos que peor que una mentira es una media verdad. Por tanto, siempre hay un posicionamiento ético, moral, llámalo como quieras.
Por otra parte, un escritor que acumula antes de narrar una historia demasiados posicionamientos éticos, incluso estéticos, no la beneficia en nada. No hablo de la autonomía de la obra, ni de que el personaje se desgaje del autor. Sí creo que la obra debe seguir cierto camino independientemente del posicionamiento del autor. Demasiado encorsetamiento ético y estético hace perder esa fluidez que también agradece el lector.
X: Al hilo de lo que te comentaba anteriormente acerca de la memoria y su inevitable uso ético y político al ejercerla, percibo en tus libros como un sentido compasivo, no condescendiente, sino reivindicativo, en la persecución, por usar tus propias palabras, que emprendes a la busca de personajes como José Antonio Gabriel y Galán (Un hombre espera), Walter Benjamin (Un final para Benjamin Walter), tu propio abuelo (Los cuerpos partidos) y Darío Galicia-Damián Gallego (Los nombres impares). Como si dependiera de ti un último gesto de piedad, un como cerrar los ojos a un muerto compasivamente, antes de devolverlos, quizá definitivamente, al olvido. Háblame de esta especie de amor propio, de coraje ético ajeno a los gestos grandilocuentes, como en sordina.
Á: Me parece interesante lo que comentas, y para mí tiene una doble lectura. En una estoy contigo, y me alegra que en los libros que mencionas se perciba así. Me encantaría que a través de mi labor narrativa, documental, se recordaran esos nombres, esas historias. Pero también te digo que esto puede tener también una lectura… oscura, distinta, casi opuesta: cuando un escritor ya no piensa en esas personas, sino en ser egoístamente el único capaz de difundir esas historias.
X: En algún lugar de Los nombres impares hablas clarísimamente de esa doble lectura.
Á: Efectivamente. En este último libro me planteo si detrás de la actitud piadosa y reivindicativa el autor no esconde la otra. O dicho de otra manera: ¿qué quiere la voz narrativa de Los nombres impares? ¿Que el mundo conozca la existencia de Darío Galicia o que el mainstream le reconozca como el descubridor de esa historia?
Un escritor está lleno de paradojas, contradicciones que colisionan continuamente en su escritorio. Y una de ellas puede ser la de que la piedad esconda un lado perversamente oscuro, profundamente egoísta.
X: En colación a esto, lo de poco menos que perseguir o acudir al rescate a través de la memoria, y conectándola con tu poética de los espacios, quería preguntarte si consideras que la Historia es para el escritor como un lugar transitable, y así transitar por el París de entreguerras o el Portbou de 1940 como quien lo hace por una plaza, una avenida. ¿El tiempo es un lugar desde el que pueda traerse, como en una maleta, algo, un gesto?
Á: Lo juzgo completamente al revés. No creo que el tiempo sea un lugar, sino que el lugar es un tiempo. Es el lugar el que activa el tiempo. Siempre ha significado eso para mí, como lector, como observador o como escritor. El que ha activado recuerdos propios o ajenos siempre ha sido el lugar. La verdadera potencia, para mí, la tiene el lugar, el territorio. Es lo que me permite activar determinada memoria que tenía almacenada.
X: Un uso, y me voy a inventar un concepto, de la memoria transversal: no necesitar estar en Berlín para hablar de Berlín, ni en la Verneda para hablar de la Verneda, ni etc. Hablar de Berlín desde Plasencia, de París desde Granada.
Á: Exacto. Y eso no hay que vivirlo como una carencia, sino como una añadidura, como una ampliación de ese territorio.
X: ¿Podría ser entonces la memoria como una especie de hipertexto, lleno de referencias y enlaces?
Á: Es que si yo no juzgara la vida como un gran mosaico, como un gran hipertexto, seguramente no me dedicaría ni a leer. Precisamente la literatura que me gusta leer y escribir es aquella que te conecta con otros espacios, donde el lector descubre no únicamente el lugar sino la necesidad del autor de poetizarlo. Esta antesala, este previo, a veces me interesa incluso más que el asunto del libro.
X: Respecto a lo geográfico, creo no equivocarme si literariamente sitúo tres ejes: Península Ibérica y sus literaturas, Latinoamérica y luego esa zona un poco nebulosa, centroeuropea, París, Alemania, de la mano de Modiano y Sebald.
Á: Cierto. Hay lugares biográficos claramente referenciales, Barcelona, Plasencia, Salamanca, Granada, y luego, es curioso, porque me he dado cuenta de que no hay un solo libro que haya escrito que no transcurra, al menos en parte, en París.
¿Hablaría tanto de París o de Francia si no hubiera leído a Modiano? ¿De Alemania si no hubiera leído a Sebald? Probablemente no. Ni hubiera hablado de Polonia si no hubiera interiorizado la obra de Zagajewski o Szymborska. Hay un filtro literario que se cruza y te afecta de manera muy intensa. Además, estos países, Francia, Alemania, Polonia, tienen una relación muy particular con la Historia conflictiva. En Francia, donde hasta hace poco no se podía mencionar la existencia de campos de concentración, la Francia de Pétain, Vichy y todo eso; Alemania ni te cuento. Sebald habla de ello en su Historia natural de la destrucción, por ejemplo. Todo ese pasado acallado que condiciona y de qué modo tu presente, es lo que me interesa, al margen de lo que te comentaba al principio sobre lo maleable de la memoria. El silencio es un discurso. Un discurso muy potente. Cada vez estoy más convencido de eso.
X: Hay algo que, como lector, me sorprende y maravilla en tus libros: la capacidad de afianzar unos engranajes, citas, referencias, motivos a partir de los cuales pones en marcha lo que has denominado en alguna ocasión realidad disparada.
Por ejemplo: la técnica japonesa del kintsugi, la reelaboración de la técnica del paseante azaroso y urbano, del flâneur, y que viertes en frases como El azar existe porque el lugar lo convoca, entre otras, o la de los árboles de Paco Candel que aparece en varios de tus libros.
¿Cuándo surgen estos motivos? ¿Tienes constancia de por qué se impusieron a otros?
Á: Eso deberías habérmelo preguntado hace… veinticinco años (risas). Sé que puede sonar a dandy trasnochado, pero te voy a explicar por qué. Creo que buena parte de los temas que uno elige desarrollar surgen en la adolescencia, en su época de formación adolescente.
Considero que al final de la infancia, principio de la adolescencia está el germen de lo que luego un autor escribirá.
Por ejemplo, Modiano parece que siempre esté escribiendo el mismo libro, únicamente cambiando el título. Por eso lo adoro tanto. Lo digo porque uno, en esos momentos conflictivos, violentos incluso, porque así es como juzgo la adolescencia, se enquista en asuntos, temas, inquietudes y creo que luego vamos añadiendo epílogos; aumentamos las citas, los autores, los referentes, pero simplemente para desarrollar algo cuyo germen se encuentra en esos años. Los temas que como escritor más me preocupan han surgido ahí. El tema de la identidad, por ejemplo, sobre el cual reflexiono más de lo creía. Cómo lo vivido en esos años condiciona lo que somos ahora. Mi lucha contra la identidad no tiene tanto que ver con el Álex de los 41 o 42 años, sino con el caos mental que uno puede tener con 15.
X: ¿Tiene que ver entonces con esa piedad de la que hablábamos antes? ¿Con una especie de acudir en ayuda de ese adolescente que fuimos?
Á: No lo veo tan así como que a quien trato de proteger es a mi yo actual, es decir, no escribo sobre el pasado para solucionarlo, sino para entenderlo. Creo que la escritura tiene, en mi caso, dos funciones: la de entender el pasado y prevenirme del futuro.
X: Siguiendo con las cuestiones de estilo, advierto también en tu estilo una sagaz intencionalidad de utilizar preferentemente los tonos grises de tu paleta de escritor, salvo momentos bien administrados y puntuales en que el color, lo rutilante sale a la superficie. Se me ocurre pensar que ese determinado estilo prosístico concuerda bien con los horizontes que se propone la crónica, el diario, la autoficción. Como si un permanente estilo colorista, brillante, lo asociaras -interpretación mía de lector- a la ficción pura de la cual, de momento, te has apartado. ¿Es así?
Á: Muy bien visto. Puede ser que esa floritura verbal la asocie más a cuando soy consciente de que estoy ficcionalizando, mientras que ese tono más grisáceo, oscuro, lo utilice cuando trato de ser consecuente con el tema que trato, ese terreno íntimo del que hablo.
X: Lo cual concuerda con lo que comentabas antes sobre los terrenos pantanosos de la memoria.
Á: Exactamente. Si hablo de terrenos fangosos, no voy a utilizar… no sé, un rosa chillón. Quizá esto sea algo a mejorar en el futuro. O a matizarlo, al menos.
X: Pero yo lo veo intencionado, como si fueras consciente de ello y lo utilizaras a voluntad.
Á: Es posible, sí, que cuando abordo una serie de historias emplee unos recursos más coloridos que no uso cuando me detengo a hablar de otras cosas.
X: Lo vi claramente en tu libro sobre Walter Benjamin, cuando pasas de describir el Portbou fronterizo, ferroviario con esos tonos grises, y de repente pasas a narrar la historia de la pintora Sílvia Monferrer y los colores saltan de la página.
Á: Está muy bien identificado ese momento porque en realidad es el más ficticio de la novela. Para algunos lectores esa es la parte más ficcional del libro, otros han buscado la existencia real de Sílvia Monferrer, pero bueno. Para mí sí que existe…
X: Quizá el autor no es siempre consciente, ni deba serlo, de sus trucos.
Á: Claro. Es como si por ejemplo alguien me dice que ve influencias en mi poesía del poeta Aníbal Núñez. Pues no lo he leído tanto. Pero sí a Álvaro Valverde, que es un gran lector de Aníbal Núñez. Es lógico que sea el lector quien descubra esas influencias. A menudo en cuestiones de influencia o estilo el propio autor no cae en la cuenta, y son los lectores informados los que se las hacen ver.
X: Siguiendo un poco más con cuestiones de estilo, creo que es en Los cuerpos partidos o quizá Los nombre impares, donde aparece con claridad la dicotomía que te comentaba antes entre novelista y narrador. En tu caso, estaremos de acuerdo en que eres narrador, un narrador que, además, reflexiona sobre la escritura y llega a impugnarse a sí mismo y su principal herramienta, el lenguaje. ¿Consideras que en tu narrativa, grosso modo, puede haber algo de eso? ¿Qué hay en la novela, per se, que no te convence? ¿Qué hay, al contrario, en la autoficción, en la crónica, que sí lo hace?
Á: Aquí voy a ser un poco más simple. Me gusta aquello que decía Camilo José Cela sobre que la novela es todo aquello que está detrás del título de novela. Salvo nuevo aviso, la novela es un género muy maleable, heterogéneo, que a lo largo de la Historia de la Literatura ha llevado mejor que otros géneros ciertos cambios.
En todo caso, la etiqueta en la que más cómodo me puedo sentir es en la de narrador, porque una narración puede ser cualquier cosa: hasta un epitafio puede ser una narración, es decir, algo que puede emplear cualquier tipo de técnica. Narración puede ser un poema, puede ser un ensayo. Alguna vez he dicho que escribir consiste en tener algo que decir y buscar el mejor modo de expresarlo. Tiene que ver con un incentivo íntimo y personal.
X: Hablemos de autores. Además de la miscelánea de autores, algunos conocidos tuyos, que aparecen en tus libros, hay cuatro autores cuyos nombres se imponen claramente sobre el resto y que parecen guiar, acompañar tu escritura: Roberto Bolaño, Rafael Chirbes, W. G. Sebald y Patrick Modiano. Háblanos brevemente, con un apunte, de lo que crees ha aportado a tu escritura, a tu vida de lector, su frecuentación.
Á: Me gusta la fluidez narrativa de Bolaño, cómo discurre un texto de Bolaño, cómo te agita y te provoca seísmos controlados e incontrolados. Me sucede lo que con Javier Cercas. Ambos, Cercas y Bolaño, son animales narrativos. Es cierto que en el último libro la herencia de Bolaño es más bien coyuntural, la historia pasa por Bolaño porque si hablas del DF de los años 70 tiene que pasar.
Chirbes, por la manera de abordar la memoria con una intensidad que me parece devastadora. En los Diarios, por ejemplo, y sus novelas, y ese tratamiento de la memoria de un modo tan claustrofóbico y a la vez tan expansivo.
X: Pasemos a Sebald.
Á: Mmmm. Sebald. A Sebald lo descubrí en Berlín, durante una estancia en que me quedé sin libros para leer. Di con una pequeña librería ubicada en un piso llamada Rayuela donde, entre otros muchos libros de Anagrama, encontré Los emigrados.
X: No empezaste con sus obras canónicas, Austerlitz y Los anillos de Saturno.
Á: No, empecé con ese. Lo empecé a leer y fue el libro que después me llevé a Polonia, a un viaje que hice con mi hermano. Pocas veces un autor me ha hecho comprender un lugar, un pasado, como lo ha hecho Sebald. Da igual haberlo leído en Polonia o en La Vega de Granada. Es un autor tan potente…
X: ¿Hipnótico?
Á: Vamos, sin ninguna duda. Adictivo, sugerente, inagotable. Sebald tiene todo lo que me interesa en un libro. Aparte, claro, del tema del género. Luego fueron llegando el resto de sus libros. Lo de Sebald fue un enamoramiento absoluto.
X: ¿Qué tipo de escritura hacías tú hasta dar con Sebald?
Á: Pues mira, podemos enlazar con el siguiente. Hasta que no leí a Modiano y hasta que no leí a Sebald, no me atreví a dar el paso de la poesía a la narrativa.
X: ¿De qué año hablamos?
Á: Dos mil catorce, dos mil quince. Escribí mi primera novela, Un hombre espera, gracias a haber leído a W. G. Sebald. Ningún autor, hasta entonces, me había dado la pauta para narrar de un determinado modo aquello que pensaba que quería narrar.
X: Para eso están los maestros.
Á: Totalmente. Me hizo ganar en confianza para convertirme en narrador, en novelista. Sin ninguna duda.
De Modiano me interesa que cada uno de sus libros es una pieza de un engranaje más amplio, en el que va abarcando la memoria, el lugar, mientras los envuelve en innumerables círculos de intriga.
X: Un tono visual, también.
Á: Y tanto. Visual, espacial. Mis dos grandes referentes por los que me he lanzado a escribir una novela son ellos, Sebald y Modiano. A veces pienso, de un modo ególatra, que si Sebald y Modiano hubieran escrito un libro conjunto, no tendría sentido que yo siguiera escribiendo (risas).
X: Hablemos de periferias. De esa Verneda a la que vuelves recurrentemente (recuerdo uno de los poemas de Habitación en W, algún fugaz apunte en 65 momentos en la vida de un escritor de posdatas, y por supuesto en Los cuerpos partidos), y también de esa Vallcarca donde sitúas el argumento de tu último libro, Los nombres impares. Hablas también en ocasiones de lo simbólico que para ti resultaba el viaje escolar que realizabas desde La Verneda al centro. A tu entender, ¿qué es el centro de una ciudad?
Á: El centro de una ciudad es el lugar en el que tú nunca te encuentras. Puede quedar en cualquier parte, pero nunca se encuentra donde estás tú. Entonces, ¿qué hacemos? Trazar círculos para tratar de acceder a un lugar que nunca lograremos conquistar del todo.
X: ¿Qué condiciones reúne para que pueda ser considerado como tal? ¿Qué es lo que sentías que te estaba vedado o hurtado por provenir de un barrio periférico que por entonces no gozaba de muy buena fama? ¿Pertenecía ese algo hurtado a lo histórico, a lo identitario? ¿era algo socioeconómico, de clase? ¿Un conjunto de elementos?
Á: Estoy de acuerdo con todo esto. Podemos jugar a ser metafóricos y decir que el centro es el lugar donde no estás, pero lo cierto es que en todo esto hay un aspecto puramente vivencial. Para mí, que vivía en la Verneda, acudir al colegio en el centro de la ciudad era un tránsito. Del exterior al interior. ¿Qué aspectos disparaban todo esto? Conciencia de clase, identidad… Dos mundos contrapuestos que hacen que vivas emociones que acaban calando. Ahora me da igual, pero estoy hablando de cuando tenía siete, ocho años. Ese distanciamiento te hace sentir diferente.
X: Diferente pero no para mejor
Á: Probablemente. Luego tuve otra suerte de cambio muy grande al ir a vivir a Plasencia. A menudo se habla del cambio de un pueblo o ciudad pequeña a un lugar mayor, pero el cambio contrario puede ser más devastador y complicado. Todo eso crea una identidad disgregada y eso es normal que eso se refleje en los libros que he escrito. Esa parte vivencial no es metafórica.
X: ¿Crees que es por esto que comentas por lo que necesitas del género autoficción, crónica, para acercarte a estas emociones? ¿Podrías abordarlas igual a través de una novela?
Á: Sí, creo que sí. Cualquier existencia merece o puede ser narrada. Tampoco creo haber vivido acontecimientos excepcionales. El otro día conocí a un tipo de Afganistán que escapó hace unos meses en el último vuelo del país, en un avión español. Esos sí que son, por ejemplo, hechos excepcionales. Pero los que te explico, sin ser tan radicales, sí que modulan los temas que eliges cuando decides narrar. Modulan tu carácter, tu forma de ser…
X: Hablemos de Barcelona. ¿Qué tiene Barcelona, a pesar de la aparente deriva actual, que a tu entender la hace especial? ¿Cuál es su factor diferencial? ¿Qué la convierte en un lugar tan difícil de abandonar?
Á: Ando trabajando en un libro breve sobre Barcelona. Voy tomando notas sobre espacios, lugares, emociones. Parafraseando a Paul Auster cuando le preguntaron por qué escribía, y dijo que no lo sabía, lo único que sabía es que si no lo hiciera sería peor. Yo diría lo mismo: no sé por qué vivo en Barcelona, pero sé que sería peor si no lo hiciera. ¿Cómo se explica eso? Ni idea. Idealización, mitificación… O síndrome de Estocolmo (risas).
X: Enlazando con el tema de Barcelona, ¿crees que todo barrio es literaturizable o debe reunir ciertas características para serlo? Estoy pensando en la Gracia de Marsé y Rodoreda, el Raval de Vázquez Montalbán o Terenci Moix, el Montjuïc de Casavella, entre otros. ¿Qué crees que le falta o no le falta a Nou Barris, la Verneda, La Sagrera, por ejemplo, para ser escenarios literarios? ¿De qué Barcelona podría hablarse desde ellos?
Á: Lo voy a relacionar con un barrio que he descubierto hace relativamente poco, Vallcarca. Es un barrio que ejemplifica lo que me gusta de esta ciudad, con mucha literatura, pero poco descubierta. Si uno escarba fuera de los núcleos literarios establecidos, uno descubre una Barcelona literaria muy interesante. En Vallcarca vivieron Rubén Darío, Arnold Schönberg, Olga Sacharoff, Cirlot… Por eso me interesaba tanto narrar esta historia de Los nombres impares en Vallcarca.
X: ¿Crees que un barrio, para que sea literaturizable, necesita tener, de algún modo, un trasfondo histórico?
Á: No. Eso, quienes mejor nos lo han enseñado, son los autores latinoamericanos. A veces, de centros comerciales han logrado extraer mundos poéticos. Creo que era Sábato quien decía que sacar literatura de París o de Londres no tenía gran mérito, lo difícil era sacarlo de ciertos barrios de Buenos Aires. No creo que deban tener ningún tipo de historia. La literatura ya está para eso. Para rellenar los huecos, las grietas que le falta a la historia. Una ciudad que ya está narrada, o espera que se la narre de otra manera o ya está cubierta narrativamente.
Además, estos lugares no tan transitados literariamente tienen el placer del descubrimiento, del hallazgo. Por eso Javier Pérez de Ándujar dio en el clavo al recrear de un modo tan lírico y emotivo los escenarios de Sant Adrià de su infancia en Paseos con mi madre o Los príncipes valientes, por ejemplo. Son librazos. Hay una Barcelona que está esperando a ser narrada.
Supongo que la gran novela de la Barcelona actual debería ser aquella que lograra conectar espacios aún no narrados con otros que ya lo han sido.
X: ¿Qué lugar crees que debe ocupar la literatura a la hora de dar voz o reflejar esos ambientes, lugares no literaturizados? En Los nombres impares, como antes hemos comentado, hay una intención de implosionar los géneros narrativos desde dentro. Incluso aparece el diario de la filmación de las entrevistas a Damián Gallego.
Á: No creo que la misión de la literatura sea dar voz a nadie. Eso me lo comentó precisamente Javier Pérez de Andújar en una ocasión, lo de que dar voz le sonaba un poco a hermanitas de los pobres o algo así. Otra cosa es que la gente pueda verse reflejada.
Lastrar con aprioris sociales, históricos o de cualquier tipo es un error. La magia de la literatura es que yo pueda seguir leyendo y enseñando a mis alumnos obras como La voluntad de Azorín o Coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique y que sigan siendo capaces de asumir la realidad de aquellos autores con la suya propia. Eso es para mí la gran literatura. La que no es contextual.
X: ¿Quieres que hablemos del Barça?
Á: No. Y menos mal que ganó el otro día, menos mal (risas).
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