Kike Cherta ha escrito Los Miralles: una primera novela torrencial, gustosa, sensitiva. Con afán por la trama clásica y párrafos atiborrados de cositas buenas. En este libro muchas pasan cosas, pero por ese camino del exceso encontramos la luz, en cada una de sus páginas un hallazgo: ya sea sensitivo o existencial. En esa mezcla –delirio sensato, insensatez intelectual– está su fórmula ganadora. La prosa combina referentes pop y antiguo testamento, terruño a lo cañas y barro y sensibilidad mochilera. La trama gana hondura y herida a lo largo de las páginas, y lo que parece empezar en la comedia y el delirio acaba en las profundidades de la misma existencia. La pregunta que dice Cercas que anida en el corazón de toda buena novela irían por aquí: ¿Qué es necesario conservar? ¿Qué debemos dejar atrás? En fin, el eslabón perdido entre Álex de la Iglesia y García Márquez. Canela fina. Charlamos aquí al respecto.
¿La verdadera aventura de cualquier viaje está en la vuelta?
Mira que la frase me suena a poesía de la buena, y me encantaría decir que sí, que por supuesto, que sostener entre tus brazos el cuerpecito de tu hijo es la mayor de las aventuras… Pero es que no puedo. Porque eso equivaldría a decir que cambiar hacer la declaración de la renta es una aventura. Y no es así. Lo que viene después de cualquier viaje es la vida real. Y, ojo, la vida real no solo consiste en cambiar las sábanas a las cuatro de la mañana porque tu hijo se ha meado, también puede contener instantes de una felicidad bellísima. Pero viajar es otra cosa, es dejar tu vida en suspenso. Cuando viajas, solo tienes un objetivo: ver el próximo templo, llegar a la próxima ciudad, coger el próximo tren. Tu vida se reduce a seguir moviéndote. Viajar es huir.
¿Durante tu vida nómada tenías un proyecto literario?
Cuando mi chica y yo preparamos el viaje, teníamos la intención de escribir relatos cortos sobre lo que viéramos y colgarlos en internet. De hecho, llegamos a contratar a una diseñadora para que nos dejase una home bien «cuqui». Pero una vez comenzamos a viajar descubrimos que no podíamos escribir. El viaje nos atrapó y, durante dos años y medio, vivimos fuera del tiempo.
Sé que eres un amante del género relato. ¿Por qué elegiste la novela como género para explicar tu historia?
Yo no elegí nada, fue la propia historia quien me obligó a llenar páginas y más páginas. De hecho, a mí me costó asumir el tamaño y la implicación que la novela me exigía. Intenté por todos los medios jibarizarla: escribí un relato corto de siete páginas, luego otro de quince, luego uno de treinta, y aquello era horrible porque cuanto más intentaba empequeñecerla, más se me revolvía la historia entre las manos, y más se le asomaban los tentáculos, las subtramas, los personajes, los matices. Así que a mí no me miréis, que yo solo soy un pobre escritor de relatos que fue secuestrado por una novela de quinientas páginas.
La familia ha sido uno de los tópicos más fértiles en literatura. ¿Cuáles son tus familias literarias favoritas?
Voy a nombrar a dos familias que, en cierta forma, resuenan en Los Miralles. Por un lado, los Buendía de Cien años de soledad; porque aunque es verdad que mi novela no juega al realismo mágico, sí tiene que ver con ese árbol genealógico complejo y envolvente. Por otro lado, me gustaría mencionar a las mujeres de La casa de Bernarda Alba, esa familia que confunde tradición con prisión, y donde se entremezclan los abrazos con el miedo: exactamente igual que pasa con los Miralles.
¿Y tu linaje como autor?
Como fanático del género breve, yo siempre me descubro apelando a la triple C del cuento: Chejov, Cortázar, Cheever. Y por seguir nombrando autores que en principio no tienen nada que ver entre ellos, me gustaría añadir a Juan Rulfo y a Kurt Vonnegut. Supongo que ese es mi linaje: un batiburrillo de voces cada una de su padre y de su madre, donde se entremezcla lo grave con lo ligero.
La novela, pese a ser muy dura, es a la vez muy disfrutona: está llena de comidas ricas, y mar cálido y olores. ¿Cómo nació ese tono?
Supongo que esto enlaza con mi respuesta anterior… A mí me gusta mezclar: llorar en una página y reír en la siguiente, que en un párrafo el protagonista reflexione sobre lo inasible de la fe y en el siguiente se corte las uñas. Además, eso que mencionas sobre las comidas, el mar, los olores, fueron desde el principio elementos claves para la novela. Si en algo he puesto mucho empeño es en capturar la luz y el sabor de la terreta valenciana.
La novela tiene algo de thriller, ¿no?
¿Ah, sí? La verdad es que no lo había pensado. Lo que pasa, supongo, es que yo no sé escribir aburrido. Quiero decir: que a mí me gusta que “pasen cosas” todo el rato. Y aunque, así de primeras, uno diría que en eso consiste el arte de contar historias, lo cierto es que en esta época de autoficción y posmodernismo, en realidad es ir a contracorriente.
¿Cómo ha sido el proceso de escritura de Los Miralles? ¿Te costó publicarlo?
Fue bonito e infernal. En primer lugar, escribir una novela sin una editorial detrás tiene siempre algo de ingenuo y de idiota: cuántas horas arrojadas al sumidero de la literatura sin saber si servirán para algo. Y aún más si hablamos de un libro de esta extensión… En fin: que se mire como se mire, los escritores
estamos majaretas. Y luego, con la novela terminada, viene la búsqueda de una editorial, ese largo peregrinar por el desierto, lleno de desesperanza y dudas. Menos mal que, por el camino, encontré aliados inesperados, como mi muy admirado Juan Gómez Bárcena, quien defendió la novela sin conocerme de nada: sin duda, ese fue el verdadero milagro de Los Miralles. Aún así, cuando finalmente me anunciaron que la novela se iba a publicar, y encima con una buena editorial como es Navona, en lugar de alegría lo que yo sentí fue alivio. Por fin podría ponerle fin a esto.
¿Cómo fue el trabajo previo de preparación de la novela? ¿Y el posterior?
Bueno, ya he contado cómo primero intenté contar la historia en formato breve, y cómo ésta se me rebeló exigiendo crecer. Pero antes de sentarme a trabajar en lo que yo sabía iba a ser una extensa novela, estuve un par de años en barbecho, sin escribir ni una palabra: simplemente me dediqué a aceptar lo que se me venía y dejar que la historia creciese en mi cabeza. Ese parón coincidió con el viaje largo que emprendimos mi chica y yo. Nos habíamos prohibido mutuamente escuchar podcast o música o navegar por internet mientras viajábamos (la idea era desconectar para conectar), de modo que yo me pasé muchas, muchísimas horas sentado en un autobús mirando por la ventanilla y pensando en Los Miralles.
Cuando por fin me puse a escribir, fue como abrir un grifo y dejar que la historia saliese a borbotones. Por supuesto, en la preparación de la novela también leí mucho sobre religión, mitos y fe, incluyendo un par de lecturas al Antiguo Testamento. Sin embargo, en la versión final eliminé casi todas las referencias a
esa documentación previa. Lo hice porque dichas reflexiones no encajaban con el narrador que había elegido: la historia está contada desde el punto de vista del hijo mayor de los Miralles, que es un poco gañán y un poco buscavidas, y las dudas sobre la existencia de Dios debían ser expuestas de un modo orgánico y nunca explicito.
¿Cómo sabes cuando una obra está acabada?
El día antes de mandar a imprimir yo todavía mandaba cambios. Y hubiese seguido si me hubiesen dejado. Sin embargo, algo sucede cuando uno lee el texto ya publicado. Es como si la novela madurase o macerase. De alguna forma, el texto se vuelve definitivo, y por fin uno puede dar por cazada a la ballena blanca y pasar a otra obsesión. Vamos, que he usado muchas palabras para decir lo mismo que sencillamente dijo Borges en su día: que uno termina de escribir cuando publica.
¿Por qué escribes?
Pues otra vez el tópico: porque escribir (o mejor: contar historias) es lo único que se me da bien. Tengo suerte, porque he podido ganarme la vida con eso de un modo más o menos regular, primero en publicidad y ahora como profesor. Y de verdad que, en ocasiones, me recorre un escalofrío pensando que he esquivado la bala de milagro; porque, con lo negado que soy para cualquier cosa medianamente práctica, mi destino lógico habría sido el de convertirme en ese señor raro que vive con sus padres, rodeado de libros y gatos, y que no sale de casa para no gastar.
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