Hace treinta años conocí a una familia de hebreos argentinos exiliados, primero en Israel, más tarde en España. Uno de los hijos me contó, con una sonrisa, cómo muchos de los libros de las estanterías de sus padres mostraban quemaduras. No por el tabaco, sino porque sus progenitores los habían tirado al fuego, cuando pensaron que los militares llegaban a su casa. Al ver que su temor no se cumplía, los habían rescatado, dejando como testimonio unas cuantas cajas de libros a medio quemar.
“Ser rojo” ( Literatura Random House, 2020), el último libro de Javier Argüello (Santiago de Chile, 1972), nos sube a un navío que cruza el Atlántico lleno de jóvenes idealistas, los futuros padres del narrador entre ellos, a la búsqueda del Hombre Nuevo, con el “A cada cual, según su necesidad. De cada cual, según su capacidad”, como lema existencial.
Pasaje a pasaje, el relato de Argüello nos gana con su sinceridad, armado con imágenes de un gran lirismo, como cuando la noche del golpe de Pinochet, Once de Septiembre del 1973, un hombre exhausto, su padre, se para en plena calle a leer los libros que la gente ha ido tirando, temerosos de la represión que sabían cercana. Y cómo los militares hacen hogueras en plena calle con esos mismos libros. Libros que alimentan fuegos. Escenas de pesadillas precedentes. De horrores, que los noticiarios internacionales nos muestran cada vez más cercanos.
Esta no es una novela histórica, ni un tratado de sociología o de literatura. Ni siquiera, una aterradora fábula alrededor de los pronunciamientos militares en la Sudamérica del siglo pasado. Es el relato sobre una pareja y su fe en un mundo más justo, que ni las peores decepciones consiguen quebrar. Una fe que, en la siguiente generación, libre del peso del gulag, florece en forma de elogio de la bonhomía.
La primera sorpresa me la llevo al abrir el libro, y encontrarme con una bella cita de Juan Marsé. Uno espera unas líneas de Cortázar o Bolaño, para introducirse en tus libros.
Sí. “El embrujo de Shanghai” fue el primer libro que me regalaron cuando llegué a Barcelona. Mi abuela es catalana, y ese libro transcurre en los barrios de mi abuela. Es un libro al que le tengo mucho cariño. Al final de ese libro, hay unas cuantas sentencias maravillosas, entre ellas, la que citas, que habla del paisaje moral.
No pensaba poner epígrafe, pero que la infancia quede como una fotografía que, de alguna manera dibuja un paisaje moral, que es el que uno va a ejercitar y contra el que uno va a discutir, acercarse o alejarse durante toda la vida, me pareció muy apropiado.
¿Tenías buena relación con tus padres antes de empezar este proyecto?
Sí, la verdad es que sí.
¿Mejoró, después?
No sé si mejoró, si no que se hizo más pareja. Nos hizo más iguales.
¿Qué has entendido que no entendieses antes?
Pude tomar la distancia saludable de verlos como personas, no como mis padres, y entender lo que les pasó en la vida, y porqué son cómo son, despegándolo completamente de qué me parezca a mí que sean como son. Les traté de decir que los momentos en que se sentaron a decirme cosas, probablemente, no les escuché para nada, y que cuando no se dieron cuenta de que los estaba mirando, estaba aprendiendo algo. La única forma de transmitir a tu hijo algo, es tratando de ser esa persona que deberías ser.
He aprovechado el confinamiento para, empezar el revisionado de todas las temporadas de Sopranos. Para mi sorpresa, diez años después, me está gustando aún más, por motivos diferentes. Soy aún más consciente de la calidad de la escritura y la calidad de su visión respecto al paso del tiempo, en padres e hijos. ¿Los años nos hacen más empáticos con nuestros padres?
No necesariamente, pero es el objetivo. Ojalá que los años nos den sabiduría y no cerrazón. Uno tiene que trabajar toda la vida para eso. Una de las cosas que me sorprendió mucho de mis padres es la apertura que tienen, mi padre con 88 y mi madre con 80 años. Ojalá yo llegué así a esa edad.
Me ha impresionado mucho su compasión hacia los milicos viejos, en prisión, porque si alguien puede que estar resentida con ellos es tu madre.
Y los testimonios de su amiga que le mataron el hijo, también.
Demuestran una altura moral muy elevada.
Tremenda. Si el 10% de la población mundial tuviera esa altura moral, el mundo sería otro.
¿Tus padres apoyaron tus ambiciones literarias?
Mi madre, sí, siempre. Mi padre, no es que no las apoyase, pero por su historia personal, tenía más un poco el mandato de que hay que ganarse la vida, y esto no lo veía claro. Inmediatamente después de que empezase a transitar el camino, él lo apoyó. Forma parte de la apertura de la que te hablé recién. Ambos son capaces de transformar una postura. Mi padre no es que estuviera en contra, no lo entendía. No lo veía práctico. En cuanto lo entendió, en seguida estuvo de acuerdo.
¿Has leído a los clásicos marxistas? De tu narración, no se desprende que esas lecturas fueran las que motivasen el compromiso político de tus padres, precisamente.
Estudié en la Facultad de Ciencias Sociales, de la Universidad de Buenos Aires, así que tuve que leer a Marx, Durkheim, Weber y otros.
A diferencia de otros que dedicaron su vida a una causa política, y se sintieron engañados por la sucesión de abusos de su plasmación práctica, la mirada de tus padres se nos transmite sin atisbo de amargura. ¿Es una especie de autodefensa respecto al abismo de la propia historia? ¿De la historia colectiva? ¿Es un mirar amable hacia el sueño que acabó en pesadilla?
Creo que es distancia, reflexiva y abierta, para no caer en lo que, en general caemos, que es caer en encontrar un enemigo al que culpar de todo. El trabajo que hiceron mis padres es ser conscientes de que a nivel humano, todos estamos aportando una falta de empatía, de entender que somos relaciones y no solo individuos, que no hay buenos y malos. Yo también lo estoy tratando de entender. Lo entiendo a nivel intelectual, pero no deja de descorazonarme un poco. Quizás no soy lo suficientemente viejo, todavía. Me parece que es el camino que debemos transitar, porque es el único que nos va a ayudar.
Estamos hablando de una época de utopías y generosidades sin límites, no siempre bien dirigidas, donde la gente entregaba su vida a un ideal. Algo que parece lejanísimos, hoy en día, más allá de los integrismos religiosos varios.
Tenía algo de religioso, creo. La idea de que el comunismo se declare ateo es muy rara para mí
Es una fe total.
Es una fe, porque la única razón por la que entregaste tu vida a algo sin esperar ver los resultados durante tu propia vida, es creer que hay algo superior a tu propia vida. Dios o el Partido, no importa. Stalin, más allá de sus bestialidades absolutas, sabía que tenía que trabajar el alma rusa, y la trabajó. Tuve ocasión de realizar el trayecto en el Transiberiano, llegar hasta Mongolia y China, porque realmente necesitaba ver qué quedaba de eso, en esos lugares. Te das cuenta de que es un pueblo que habla mucho del espíritu y del alma, no en términos religiosos. Saben que la misión que han de cumplir en esta tierra rebasa su propia vida. Eso me parece que es espiritualidad, aunque no tenga una connotación religiosa.
La vida era muy dura, en general.
Sí, pero en todos lado, no solo en Rusia. Nosotros somos unos malcriados, que nos quejamos de que no hay papaya en el invierno, en el supermercado. El capitalismo, que pone en sus billetes “In God we trust”, es materialismo total. Ellos, que se declaran ateos, en realidad, cultivan el alma. Hay algo ahí que me parece interesantísimo de seguir explorando.
No les tentó el reverso de la moneda? En España, muchos integrantes de Bandera Roja, al llegar la democracia, renacieron liberales.
No, aunque mi padre tiene posturas que hay que escuchar atentamente para entender que no opina exactamente lo contrario de lo que pensaba antes. Por ejemplo, él defiende que en el capitalismo es donde podemos ser libres. Que en los sistemas precedentes, el feudalismo, por ejemplo, era imposible ser libre. Si alguien escucha esa frase, podría pensar que se cambió de bando. Él lo defiende desde el marxismo.
Sigue usando el materialismo histórico como herramienta de análisis.
Exacto. Somos muy de titulares y de bandos muy claros y fijos. La vida se juega en sutilezas. Lo que traté de transmitir en este libro es que tenemos que salirnos de esas cajas tan claras desde las que nos gusta estar, porque nos da seguridad. Cuando esas cajas desaparecen, hay que hacerse la incomodísima pregunta de quién soy yo, en qué creo. Me parece que es el único trabajo posible. Pensar qué está pasando acá y qué estoy aportando yo para que sea mejor. En casa, en la ciudad, el mundo. En todo.
Me gusta cómo está construido el proceso de la decepción mediante el transcurrir de la narración. A medida que avanzan las páginas, la desencanto de tus padres, y la huella que produjo, se va haciendo más relevante. Al inicio, la aproximación de tus padres a su fe, a veces me parece tan inocente, que produce ternura. Después, se van mostrando más conscientes del peso de todo lo sucedido, y demuestran una lucidez y empatía muy emocionantes
Lo simple muchas veces se confunde con lo no profundo.
No he dicho eso.
Lo sé, lo sé. En el fondo es tremendamente simple, la solución a la mayoría de nuestros problemas: amaros los unos a los otros. Esa frase lo contiene todo. Ahora, andá a lograrlo. Mientras no estemos dispuestos a ceder un poco de comodidad para que los demás estén mejor, estamos jodidos.
Al inicio, da la impresión de que, incluso cuando las dudas acechan, “lo de Allende, no me lo terminaba de creer”, por ejemplo, la fidelidad a la causa toma una vertiente identitaria. Por eso me parece que el título refleja bien el relato: Ser rojos. Esto es lo que somos, nos equivoquemos o no. Esta es nuestra fe. Este es nuestro compromiso, hasta las últimas consecuencias. “Qué íbamos a hacer, me dice, supongo que pensábamos que era lo correcto”. ¿No existía una línea roja para ese compromiso? Llega un momento en que tu padre se queda en Chile, tras el golpe, y envía a la familia a Argentina.
(Argüello duda un segundo. Parece emocionarse).
Ése punto es muy delicado. ¿Porqué decide un tipo arriesgarse en estas condiciones? Hay muchas respuestas posibles. La más fácil es que es un héroe. No, no es eso. Otra es que, ¿cómo puedes seguir viviendo sabiendo que te fuiste y los dejaste ahí?, sin ayudar en lo que podías. Había un creer en la causa. Tienes que ayudar a los que puedas. Es lo único que puedes hacer, aunque se esté hundiendo el barco. Cuando uno tiene un dolor de este tipo, es incurable, pero cuando ayudas a otro, en el alivio del otro, uno puede irse aliviando un poco.
Aparte de esto, en una situación como la que se vivía en los primeros días después del golpe, que se parece mucho a una guerra, en que tu vida no vale mucho, y pende de un hilo, estar esperando que te vengan a buscar es tan angustiante que empezás a hacer cosas medio temerarias, casi como para que ocurra.
Con esta sumisión al sistema que supone el comunismo, ¿tus padres nunca temieron perder su individualidad o, sencillamente, no importaba? Algunas máximas, como: “Estábamos ante la construcción de un nuevo mundo, y todo lo que hubiera que hacer para defenderlo nos parecía que estaba bien hecho”, o “Por encima del individuo, estaba la organización”, o “La causa colectiva, por más que se supiera perdida, estaba por encima del interés individual”, se pronuncian con una naturalidad que a mí, desde la comodidad de mi vida de clase media barcelonesa, me resultan aterradoras.
Aterradoras, pero lo veían con cierta naturalidad. Hoy en día habría que explicar a la gente qué significa libertad, qué significa democracia. Que no significa hago lo que quiero. Significa responsabilidades, obligaciones y derechos, pero no solo derechos. Hay una idea de la libertad más adolescente, que solo tengo derechos, y una más adulta, que tengo derechos y obligaciones, y tengo que ejercer ambos.
El debate público se ha puerilizado.
Totalmente. En esa época, de muchas privaciones, había un marco más real de las cosas. Aceptar que “yo no hago lo que quiero”, les era más natural que a nosotros, que somos unos malcriados. Tenían más interiorizado que la comunidad era más importante que su individualidad.
Las preguntas inevitables serían: ¿Eres Rojo? ¿Qué significa eso para ti? Las páginas finales del libro son una apología de la bonhomía.
Al final del libro, trato de establecer lo que sería ser rojo hoy en día. Si esa definición es aceptada, entonces soy rojo. No tiene que ver con votar a partidos de izquierda, que ya no sé lo que son. No tiene que ver con la tendencia revolucionaria, ni siquiera la redistribución de la riqueza. ¿Qué sería si hubiera que continuar la lucha de mis padres? Que en realidad es una búsqueda que empezó hace cinco o diez mil años, desde que nos pusimos en pie, Confucio ya hablaba de la mancomunidad. Si mis padres se desencantaron de la búsqueda que hicieron respecto a la transformación de las estructuras externas para que se produjera la transformación del ser humano, la búsqueda tiene que pasar por adentro y no tanto por fuera. O por los dos lados. Si ser rojo significa buscar para adentro, para ver cómo hago para transformarme a mí mismo en un ser que entienda que no puede salvarse solo, sí soy rojo. Si significa coger el fusil e irse a un país a hacer la revolución, a estas alturas, no me interesa demasiado.
El libro es una sucesión de “Nunca volvimos a verlo”, que habría sido un magnífico título para un documental sobre aquella era de alzamientos militares. Un título alternativo, incluso, si la historia fuera, en realidad, el relato del golpe. O los sucesivos golpes. Nada parece tan definitorio de la ruptura que supusieron los totalitarismos que ese “Nunca volvimos a verlo”.
Y de más cosas que los totalitarismos. La vida es una sucesión de “nunca le volví a ver”, “me habría gustado decirle algo antes de que se fuera”. Es una sentencia de la vida, en general, que nos coloca ante el paso del tiempo, lo que es y lo que no es. Y las grandes preguntas de la condición humana, sobre las que versaba la literatura: ¿Para qué estoy acá?¿Qué tengo que hacer mientras esté?¿Qué va a pasar hasta que me vaya? Me acuerdo que cuando publiqué mi primer libro, mi editor me dijo: “uf, por fin alguien que no me cuenta que se separó de su mujer”. No sé en qué momento la literatura dejó de explorar alrededor de estas grandes preguntas y hablar de cosas cotidianas en las que no se reflejan estas preguntas.
Ahora mismo, en medio de esta pandemia, estamos viviendo un periodo en el que mucha gente no está pudiendo despedirse de sus seres queridos.
Exacto. Estamos acostumbrados a las películas, en las que todos pueden despedirse bien, diciendo lo que querían decirse. A los inmigrantes nos pasa. Nuestro gran fantasma es saber que un día va a sonar el teléfono y vas a tener que tomar un avión, sin poder decir adiós. Simplemente, ir a un funeral.
En este libro, te desnudas más de lo previsible. La exposición de tus padres, la daba por hecha. Me ha sorprendido la tuya.
A mí también. (Risas)
¿Te produjo dudas mostrar ese aparente candor en la parte final del libro, o ya formaba parte de una estructura definida desde el inicio?
Creo fervientemente que la que manda es la historia, no yo. Tengo que ir obedeciendo la dirección que la historia toma, y ésta fue la dirección que tomó. Para nada me esperaba aparecer yo, pero esto forma parte de un misterio de la mente, de cómo bloquea lo que no quiere ver. Escribir la historia de tus padres y no querer aparecer tú, hay algo que no estás queriendo mirar.
¿No querías resolver nada tuyo?
Cuando escribes la historia de la humanidad también estás queriendo resolver algo tuyo. Por eso, el título, confieso que originalmente era “Soy rojo”, pero no tenía que ver con el libro. Cuando estás revisando la historia de tu familia, de tu país, de tu civilización, estás preguntando un poco “¿quién soy?”. Ésa es la pregunta, es lo que está detrás, y la respuesta es “Soy rojo”, pero como título me parecía más una consigna revolucionaria. Me pareció más interesante poner “Ser rojo”. Pensemos qué significa eso. No vi venir eso, como tampoco era consciente de que la historia de las dictaduras tenía tanto que ver con mi vida.
Esto me sorprende.
A mí también me sorprendió. Fue un proceso doloroso. Tuve que dejar la escritura durante dos meses, porque estaba comiéndome el estómago. No me esperaba que entrase en esta introspección. Me metí distraídamente. Si sos consciente, no te metes. Desde que entrevisté a mis padres, seis entrevistas de dos horas a cada uno, hasta que me senté a escribir, pasaron seis meses. Yo mismo me preguntaba porque no me estaba metiendo a trabajar en ese material. Llegado un momento, me fui a Menorca, un amigo me prestó su casa un mes, a obligarme a escuchar el material. Llevaba una semana en Menorca y todavía no había puesto play. “¿Qué coño está pasando acá? Vos no queréis mirar hacia este lado de ninguna manera.”, me pregunté. Ahí empecé a descubrir todo lo que había detrás. En la entrevista está casi todo. Ver qué hacer con ello, ya es la consecuencia. Poder hacer la entrevista, y ellos responder, ya es todo.
Lo he leído como un tema terapéutico.
Fuimos al Café del Lago, en los Lagos de Palermo, un lugar muy bonito. Todas las entrevistas en la misma mesa. La primera fue con mi padre. Cuando íbamos para allá, yo estaba con un nudo en la panza, porque yo sabía, y él también, seguro, que yo quería que me contara todo esto antes de irse. Que quería quedarme con este material antes de que él se fuera. Aceptar, los dos, que estábamos empezando una especie de despedida. Me daba miedo que él sintiera que lo estaba matando, pero no. Lo sintió como un momento de conexión intergeneracional hermoso.
¿Era la primera vez que hablabais sobre estos temas?
Había cosas sueltas, que habíamos hablado alguna vez, pero nunca las había puesto juntas, ni entrar en los detalles. Al juntarlas empiezas a entenderlo todo. A ver cosas tuyas, de ellos, de la humanidad. Tremendo.
En la página 134, hablas de una “fractura de difícil solución”, entre tu lado manual y tu lado literario; entre las raíces populares de tu padre, al que “el dolor de ver expuesta su miseria” le empuja a la política, y la aristocracia cultural de tu madre. Entre lo prosaico y lo elevado, sin abandonar nunca la extrañeza del sentirte extranjero en todo lugar.
Sobre todo, lo digo respecto a la historia de mi padre, que cuando volvía a su lugar de origen no podía hablar con nadie de nada de lo que estamos hablando en esta entrevista, porque eran personas que apenas podían leer. Y cuando estaba en su ambiente laboral, no podía hablar con nadie de lo que para él significaba la lucha de clases, Los demógrafos, los sociólogos que estudiaban la pobreza, lo hacían como un tema abstracto. No podía compartir con nadie su realidad. Es una fractura que no se puede resolver.
Él sí conocía la proximidad con el hambre, en primera persona.
Sí. En ese sentido, a mí me pasó algo parecido. Mi realidad fue mucho más la de la familia de mi madre. También, entre ser chileno en Argentina, argentino en Chile, sudaca en España, intelectual entre los que no lo son, pero no adaptarse al mundo intelectual. En el fondo, es una manifestación de aquello que nos pasa a todos: cómo construimos quiénes somos en cada entorno determinado.
Y cómo lidiamos con la contradicción.
Exacto. Se confunde mucho la idea de que un escritor es un intelectual, y yo creo que no tiene nada que ver.
Eso sí que es una ficción.
Suele ser gente que ha leído mucho, pero intelectualizar y entender de narraciones son dos cosas distintas. Inevitablemente, has reflexionado un poco más que alguien que no escribe. Este viaje son tres años teniendo una conversación con uno mismo, muy profunda, con lo cual es un tema que has trabajado mucho, pero no sé si necesariamente te convierte en un intelectual.
Yo, para empezar, no sé qué es un intelectual.
No sé si lo sabemos, pero nos hemos confundido pensando que ellos pueden guiarnos. Hay una enorme confusión entre lo que es conocimiento y lo que es sabiduría. Un intelectual conoce, pero no es sabio, y lo que necesitamos, si es que necesitamos un guía, es un hombre sabio. No alguien que ha leído muchos libros.
Existe un desprecio hacia los saberes populares.
El enorme malentendido del método científico. De la ilustración, de la llamada razón. Creer que lo que no pasa por la razón es magia negra, oscurantismo. Pero los intelectuales son el primo pobre: ni siquiera son científicos. Tampoco son demostrables sus argumentos, así que no son ni científicos, ni sabios. Los papers se han convertido en un compendio de citas. Cuando el sabio es el que puede citar a muchas fuentes, estamos jodidos. La única diferencia entre yo y el bigdata es que yo puedo elaborar y tener una posición propia sobre las cosas.
Me da la impresión de que un libro que empieza como el relato del compromiso político de tus padres, acaba con tu reflexión sobre el ser humano. De cómo tropieza sin parar en la piedra de su egoísmo, y cómo no consigue curar su propio dolor, que sería la única forma de frenar la transmisión al prójimo y a las siguientes generaciones de ese dolor. “Es nuestro dolor el que tenemos que sanar”. El sufrimiento se exterioriza más en el narrador, el hijo, que en los que sufrieron el batacazo de la historia, los padres. Y es, precisamente, el narrador el que ve más clara la necesidad de lidiar con ese padecimiento, a nivel personal, y de cada individuo dentro de lo colectivo.
Lo has leído perfectamente. Solo una matización: hacia el final digo que por primera vez “los vi” a mis padres. No los había visto antes como seres humanos. Entonces comprendí, de una extraña manera, que las personas no nos acabamos ni en la piel, ni en la muerte. Yo estoy en ellos, y ellos en mí. Estamos todos en todos.
El budismo zen dice algo similar sobre la verdadera esencia. Aquello que no nace cuando nacemos, ni muere cuando morimos.
Exacto. No era el dolor de ellos, ni era el mío. Es el dolor. Una de las sensaciones más fuertes que me produjo este proceso fue mirar a mi padre y decir: no es diferente que yo. No es que él se termine y yo empiezo. Esto que le atravesó, me atraviesa a mí, y entre todos lo hemos de arreglar. Quien pueda. Como pueda. Bienvenido el esfuerzo de quién sea. Esta fue una especie de revelación del proceso.
Ligado con la pregunta precedente, el psicoanálisis forma parte del imaginario argentino, casi tanto como Gardel, Maradona, el dulce de leche o el asado. ¿Este libro ha formado parte de tu proceso terapéutico?
Sin duda. Es un proceso terapéutico en sí mismo. Casi cualquier terapia tiene que ver con armar el relato, viajar hacia esos momentos donde el relato está trabado, ver qué paso ahí, volver al presente y destrabarlo. Estuve durante tres años viajando en el tiempo. Al Chile del 73, a la Argentina del 75, etc. Cuando volvés de esos viajes, el presente está cambiado, porque se movieron ciertas piezas.
Después de leer el libro, me quedo con la idea de que tus padres se llevan dos grandes decepciones: que el primer experimento marxista impulsado por las urnas, subrayan mucho este punto, se viera truncado violentamente; y de que su idealismo no se compadezca con la plasmación en la realidad. Que el ser humano no haya estado a la altura del embate. Para mi sorpresa, en positivo, no muestran una gran desazón por haber dedicado buena parte de su vida a una causa que no solo no resultó ser lo que prometía, sino que derivó en regímenes criminales de una brutalidad desaforada.
Todo termina en regímenes criminales de una brutalidad desaforada. No estaban resentidos porque no había mucho más que hacer. Hicieron todo lo que pudieron. ¿Perdieron el tiempo? No. ¿En qué otra cosa lo iban a perder? A veces me pasa con alumnos de los cursos de escritura, que me dicen que toma demasiado tiempo escribir un libro. ¿Tienes algo mejor en lo que perder tu tiempo? Hacemos cosas mientras estamos acá. No podemos no hacer cosas. Quizás no sean exitosas, si lo que determina el éxito es arreglar el mundo, pero está bien hacerlas. Son experiencias que les quedan a los que siguen. No creo que fueran en vano. No creo que ellos lo sientan así, tampoco.
Tuvo costes serios. El gulag, por ejemplo.
Eso no es culpa de las ideas.
Pero hay que poner las cosas en su contexto.
Es otra confusión. Confundimos mucho las justificaciones con las causas. “Yo hago esto en nombre del comunismo”, dice alguien. El descerebrado que mató gente, y dice que lo hizo por el comunismo, lo hizo porque le gustaba matar gente. Hubo muchas personas dentro del propio sistema comunista que, con mucha nobleza, entregaba su vida a una causa justa. Luego, el sistema era otra cosa.
Esto también lo dicen los fascistas.
Mi padre también lo dice: “A mí me gusta más defender una causa que considero justa, que defender el interés de los ricos, pero no descarto que Pinochet creyera en lo que estaba haciendo”.
Slavoj Zizek dice algo así como que el estalinismo fue mucho peor que el nazismo, porque el nazismo no prometía un hombre nuevo y la fraternidad de los pueblos.
Tiene razón. Es más cruel cuando lo hace la izquierda que cuando lo hace la derecha.
Me resulta muy entrañable esta voluntad de superación, de persecución de la cultura, por ejemplo, de tu padre. Para mí, el auténtico Hombre Nuevo es él, que viene de la nada, “Yo no me podía equivocar porque equivocarme significaba volver a la pobreza”, y se preocupa por dar la mejor versión de sí mismo, a la vez que ansía crear un mundo más habitable para los demás.
Él es muy honesto en su reflexión, y me dice “yo no sé si lo hacía por un hombre nuevo. Quizás lo hacía por mí, pero sí quería un mundo más justo, para que a nadie le pase lo que a mí me ha pasado”. Volvemos a la conversación del heroísmo de antes. Casi no sabes por qué haces las cosas. Si para ayudar o para sentirte bien. Yo sí creo que no lo hizo solo por él. Como aprendemos en narrativa, a los personajes los conocemos cuando toman decisiones en momentos de presión. Decisiones tomadas sin presión, no te hacen generoso.
Al final, qué más dará, si consigues meter a dos tipos en la embajada de un país amigo, y salvarlos.
Tal cual.
¿Qué lecturas han influenciado “Ser Rojo”?
Cuando me metí en el proyecto leí “Ingenieros del alma” (Frank Westerman, Siruela, 2005), de ahí saqué parte de las ideas del alma ruso. “El fin del homo sovieticus” (Svetlana Aleksiévich, Acantilado, 2015). Algunos libros sobre la época de Allende en Chile, pero en ningún momento había un espíritu enciclopedista. Es más la idea de “si querés contar la historia del correo, contad la historia de una carta”. Creo que la literatura cuenta desde ahí, a diferencia del historicismo o el periodismo.
Los golpes militares sudamericanos no son un tema en tu obra literaria.
Para nada. Me parecía un poco obvio. Casi como oportunista. Solo lo sentí cercano cuando se volvió una historia personal.
A pesar de que sí lo son de algunas de tus referencias, como Bolaño.
Tampoco sé si Bolaño es una de mis referencias. Me encanta. De los escritores vivos a los que conocí, sin duda, es de los mejores, pero él no me llegó en una época formativa, sino más tarde.
Nos interesan los escritores a los que sentimos la herida, la cicatriz en su escritura.
Total. Y que les acompaño en un descubrimiento. Me gusta que él vaya descubriendo, y yo con él.
Durante todo el libro, se establece una continua separación entre ideales, medios necesarios para la consecución de los mismos y hechos conseguidos. Pero, hacia el final del libro, una protagonista expresa de manera diáfana cuál es el núcleo del problema: “¿Qué por qué no funcionó lo del hombre nuevo? Porque era un cuento chino, me dice mi madre, al menos entendido como lo entendíamos. Es absurdo creer que porque cambien los medios de producción el ser humano va a ser diferente”
Como creemos tanto en la mente…
¿En el pensamiento intelectualizado?
Sí. Lo que les pasó es algo tan ingenuo y enternecedor, que es decir “ya nos dimos cuenta: lo que hace falta es esto”. Entre los cuadros de los Montoneros estaba el tema de la pastilla de cianuro, por si les cogían, para no delatar a nadie, si eran torturados. Los que ya tenían una formación, más curtidos, no llevaban la pastilla, porque pensaban que como ellos ya tenían incorporada la ideología, no hablarían. La idea de que como ya aprendiste, ya sos otro, cuando cualquier transformación, en cualquier persona, es muy difícil. Entendieron y pensaron que tenemos que empezar a ser más solidarios. Y se convencieron de que con entenderlo y pensarlo, eso ya estaba. Cuando ahí empieza el trabajoso proceso. Cómo se hace, no lo sé, pero no es solo con la mente.
Tú heredas la fe iniciática en una posibilidad de transformación humana, “Soy rojo porque la comunión de los hombres sigue siendo el objetivo”, pero trasladas el foco de lo colectivo a lo individual.
Más que trasladarlo, llamo la atención en que también pasa por lo individual. En este momento, tratar de imponer un régimen que confía en el ser humano, saldría mal. Ya lo comprobamos. Las dos cosas han de ir en paralelo. Tenemos que tratar de establecer el sistema más eficiente para gobernarnos, al mismo tiempo que cada uno debe hacer su trabajo interior para mejorar como persona. Confiar en que si tenemos un buen sistema, con unas leyes correctas, eso frenará la miseria humana, no tiene sentido. No, las leyes no van a impedir que el hombre sea lo que es. Lao Tsé ya hablaba de eso.
¿Tu hermano cómo ve esta historia? Tiene muy poco protagonismo en la narración.
No lo ha leído, todavía. Yo tampoco sabía que yo iba a tener tanto protagonismo en el libro.
En el libro tratas mucho el hecho de sentirte extranjero en tu Chile natal. ¿Existen las literaturas nacionales?
No sé.
¿Formas parte de la literatura argentina en el exilio?
No, no. No creo.
¿Sigues la actualidad literaria, a ambos lados del Atlántico?
No sigo ninguna actualidad, me temo. Me he guiado por los libros que me llegan a las manos, de unos y otros.
Recién comienzas el circo de la promoción de tu nuevo libro. ¿Te reconoces en las entrevistas?
Es un juego. Hay que ser muy ágil para decir lo que uno piensa en cada momento, y que arme un relato que quiere que aparezca. Sobre todo de estos temas. Intento pensar las respuestas y no decir nada de lo que me arrepienta.
Llevas años impartiendo clase en la Escuela de Escritura del Ateneu. ¿En tus inicios, asististe como alumno a alguna escuela de escritura?
No. Hice un taller de guión en Buenos Aires. Sentí que necesitaba herramientas narrativas, y en guión eran más claras, pero no me gustó el ritmo del cine. Demasiado histérico. Yo soy lento en mis procesos de escritura y lectura.
Un clásico entre mis obsesiones: ¿cómo mantienes la motivación para embarcarte en el siguiente proyecto de escritura?
No tengo ni idea. ¿Cómo mantenerla en general? En este momento particular, no resulta muy fácil. Es un momento muy interesante, que no es bueno. No vienen cosas positivas. Uno debe hace cosas, independientemente del resultado que saldrá de ellas. Siempre te acabas por enamorar.
¿Tienes una rutina establecida que te ayude a eso?
En el momento de estar trabajando en un libro, trato de que las mañanas sean mías.
¿Siempre supiste que querías ser escritor?
Casi siempre. Desde que escribí mi primer cuento, con once años. Más que ser escritor, había algo en la palabra que me parecía maravilloso. Que si pones determinadas palabras, una detrás de otra, alguien llora. Por eso lo que más me interesa es el proceso, más que el resultado. Toda la riqueza que podía aportarme este libro, ya me la ha dado. Todo lo que venga a partir de ahí, me dará oportunidades prácticas para sentarme a escribir el siguiente con un poco más de tranquilidad.
Tú hace años que publicas. Empezaste con un libro de cuentos, “Siete cuentos imposibles”, que aprovecho para recomendar. Si éste fuera tu primer libro, independientemente de la calidad del mismo, que es muy alta, ¿te lo habrían publicado? ¿Te habrían dado esa primera oportunidad?
Ya fue raro que me la dieran entonces. Un libro de cuentos, de un desconocido.
Entre tus alumnos, muchos de ellos tendrán la aspiración de ver sus proyectos publicados. ¿Van saliendo?
Sí, algunos con más éxito que otros. Algunos se autopublican. Van saliendo.
¿Este confinamiento está resignificando el valor de la literatura?
No soy muy optimista respecto a que resignifique muchas cosas. Si mañana encuentran la vacuna, volvemos a hacer lo mismo de antes.
Tu primer empujón de cara a entrar en el circo editorial fue ganar un concurso, con Vila-Matas presidiendo el jurado. ¿Temiste que su sombra se proyectase en exceso sobre tu obra, a partir de ahí? ¿Intentó apadrinarte? ¿Te habría gustado?
No. Le agradecí el empujoncito de premiar mi cuento entre ocho cientos relatos. Me presentó a mi primer editor, además. La verdad es que fue muy generoso conmigo.
En un momento de la narración, el padre de Argüello explica que varias noches, se levanta de la cama y se viste, cuando cree que los camiones se paran en su puerta. Para que los milicos no le pillen en pijama, si vienen a buscarle. En un asombroso paralelismo con la actitud de Dmitri Shostakovich, que en “The Noise of Time”, de Julian Barnes, espera cada noche, con el abrigo puesto y la maleta en la mano, en la puerta de entrada de su domicilio, a que el KGB venga a llevárselo.
Dos totalitarismos, de diferente signo, pero idéntico desprecio por el individuo, y las consecuencias que producen en la población que los sufre.
Más allá de lo que cada uno pensemos sobre las ideas que defendían los padres de Javier Argüello, más allá de lo pensemos de la reformulación que plantea él mismo, “Ser Rojo” es un libro que merece ser leído. Subirse a ese trayecto marítimo, acompañar a Omar y Lolita, y volver a casa, cada uno con sus propias conclusiones.
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