Es curioso el caso de Elizabeth Strout en España. Se habían publicado varios de sus libros, entre ellos el premio Pulitzer Olive Kitteridge (2010), convertido después en una exitosa serie de televisión, pero no fue hasta la aparición de Me llamo Lucy Barton (Duomo 2016) cuando pasó a convertirse, para los lectores en castellano, en uno de los baluartes de las novela norteamericana. Strout presenta ahora Luz de agosto (Duomo/Edicions de 1984), una red de historias que se desarrollan en Maine, convertida aquí en una especie de Yoknapatawpha del norte, que tienen de nuevo a Olive Kitteridge como columna vertebral y que vierten una esclarecedora mirada sobre los misterios y la callada épica del envejecer.
Al cerrar Luz de febrero uno tiene la sensación, como en ninguno de sus anteriores libros, de haber llegado al final de un camino; no solo del marcado por esta novela. ¿Es esa también su impresión como autora?
Creo que Luz de febrero podría ser perfectamente el final de ESE ciclo, pero no estoy segura por completo. Lo cierto es que nunca sé qué voy a escribir a continuación hasta que, de repente, me viene a la mente. Estaba convencida de que Olive Kitteridge era el final de ese personaje, pero volvió a aparecer. Es decir, entiendo que pueda PARECER el final de un ciclo, ¡pero ya veremos!
Visto con la distancia del tiempo, se aprecian con más precisión todos los túneles y los vasos comunicantes entre sus anteriores libros y este último; sobre todo con Me llamo Lucy Barton y Todo es posible. Como si su obra formase hasta ahora una red de la que Olive fuese su espíritu guía o su animal totémico, por así decirlo.
Tanto Olive como Lucy Barton son dos personajes muy importantes para mí y espero que también lo sean para los lectores. Son muy diferentes y sí, como dices, hay túneles que los conectan. Cada vez más veo las conexiones entre mis personajes y eso, la verdad, me encanta.
En Luz de febrero incluso tiene una participación estelar la familia Burgess, de Los hermanos Burgess.
Sí, en Luz de febrero me di cuenta, de repente, de que si Bob Burgess vivía en el pueblo, y resultaba muy sencillo ubicarlo allí, pues solo vivía a una hora de distancia, obviamente Jim Burgess y Helen Burgess irían a visitarlo. Me fascinó que se me presentase esa posibilidad. Llevarían de manera natural a sus nietos a un campamento de verano en Maine, porque eso es exactamente lo que hacen los neoyorquinos adinerados con sus hijos: los envían a Maine durante el verano. Me resultó de lo más divertido colocarlos allí y además, en mi mente, me resultaba una opción orgánica dentro del texto.
En el Maine que aparece retratado en esa red de historias, llena de pequeños pueblos casi indistinguibles, parece abundar, por un lado, la belleza física del entorno y, por otro, la sensación de pérdida, de derrota, de dolor crónico. ¿Su Maine, como la Nueva York de Billy Joel, es un estado mental?
Es una interesante manera de verlo. Sí, supongo que mi Maine, como la Nueva York de Billy Joel, es un estado mental. Pero también se trata de un lugar con una idiosincrasia específica. Tienes razón en que la belleza física del paisaje proporciona una especie de trasfondo para la vida interior de muchas de las personas que viven allí. Yo crecí en Maine, de algún modo está en mi ADN y escribo sobre él porque lo conozco muy bien. Por otra parte, los pequeños pueblos me resultan sumamente interesantes como escritora porque me posibilitan diferentes puntos de vista. Por ejemplo, desde una mirada determinada Olive Kitteridge se muestra de un modo concreto, pero desde la mirada de otro personaje aparece de otro modo. Creo que eso es algo que sucede en la vida real. Nos vemos reflejados en las diferentes miradas de las personas que nos conocen, aunque la mayoría de nosotros no seamos conscientes de ese proceso.
Leídos desde Europa, sus libros parecen hacer hincapié en un aspecto que no resulta sencillo de encontrar en las actuales ficciones estadounidenses: la problemática social. En ese sentido, me recuerdan a una parte de la obra de Richard Russo, aunque en sus libros está mucho más presente la amenaza de la pobreza.
Me interesa mucho el sistema de clases en Estados Unidos, porque realmente existe. Pero me interesa cubrir diferentes capas de ese sistema, desde los muy pobres (la familia de Lucy Barton) a los muy ricos (Jim Burgess). Lo bueno es que Jim también proviene de una familia pobre, aunque no tan pobre como la de Lucy. Realmente me interesa enormemente escribir sobre personas que cruzan las fronteras entre clases, porque en Estados Unidos es posible hacerlo; aunque hoy en día ya no resulta tan sencillo. Que una persona parta de la pobreza para llegar a ser rica me resulta atractivo. ¿Cómo se vive algo así? Me sucede lo mismo con las personas que pierden su estatus. O con las personas que no se mueven de la franja social en la que nacieron. Son aspectos muy llamativos sobre los que reflexionar.
Mientras leía Todo es posible recordé una frase que se dice en la espléndida película, Comanchería: «He sido pobre toda mi vida […] es como una enfermedad que pasa de generación en generación y se convierte en una epidemia. Infecta a todas las personas que uno conoce.»
Sí, la pobreza es, o puede ser, una enfermedad de la que uno nunca se cura. Incluso aunque dé la impresión de que uno ha cruzado la frontera entre clases; como en el caso de Lucy Barton. Porque haber empezado la vida sumida en la pobreza es algo que nunca la abandona. Es como una enfermedad. Es cierto.
Otro tema muy presente en su obra en general es perder la cabeza; aunque siempre dentro del ámbito familiar y ubicada en un espacio geográfico concreto.
¿Te refieres a perder la cabeza debido a la demencia, como le sucede a Louise Larkin? ¿O el caso de la esposa de Bernie Green, que «cruza el puente» del Pabellón de la Memoria? ¿O lo que le sucede al señor Ringrose? Esa clase de cosas les pasan a los viejos, es un proceso asombroso y creo que es algo que tiene que aparecer en la literatura. Al menos en mis libros.
Pero si hay un tema fundamental en Luz de febrero es el envejecimiento, la decrepitud y el camino hacia la muerte. De hecho, cuando estaba a punto de acabar la lectura se me ocurrió un título alternativo, que espero que no le moleste (ni a Raymond Carver tampoco): «De qué hablamos cuando hablamos de envejecer».
Sí, la novela perfectamente podría titularse así. Envejecer es un tema que siempre me ha interesado: cuando me gradué en la universidad conseguí un Certificado en Gerontología. Creo que fue porque crecí muy cerca de los hermanos de mis abuelos. Cuando era pequeña, apenas traté con niñas y niños, solo con gente muy mayor, y tenía la impresión, como solo pueden tenerla los niños, de que era responsable de ellos. A medida que he ido envejeciendo yo misma, el interés se ha mantenido y creo que es un mito propio de nuestro país el pensar que cuando una persona alcanza cierta edad simplemente «se detiene». Pero no es así, la gente sigue sintiendo deseo y viven sus propias alegrías y penas. Lo que sucede es que, como piensa Olive, a partir de cierta edad, al menos en Estados Unidos, las personas se hacen invisibles. ¡Pero siguen siendo personas!
En muchas de las historias que se entrecruzan en esta novela, parece imperar el espíritu de lo que le ocurría al protagonista de Iván Ilich, la novela de Tolstoi: han hecho lo que creían que tenían que hacer, pero eso no ha dado sentido a sus vidas sino todo lo contrario, parecen entender, en el último momento, que nada ha sido como esperaban.
¡Me quedo con esa referencia! Me encanta ese libro y lo cierto es que veo claro lo que quieres decir. Olive entiende que ha vivido gran parte de su vida sin saber realmente quién es; o bien se da cuenta de que no es la persona que creía ser. Creo, sinceramente, que eso es lo que le sucede a la mayor parte de la gente: creemos saber quiénes somos, pero no llegamos a conocernos por completo. Somos terriblemente complejos. No creo que eso sea malo, ¡creo que es algo fascinante y positivo!
He de decirle que he pensado en dos libros más a medida que avanzaba en el proceso de envejecimiento de Olive, Nosotros en la noche, de Kent Haruf, por el tema de tener pareja en la última fase de la vida; y en Patrimonio, el libro en el que Philip Roth habla de la enfermedad y la muerte de su padre. En este último se dice algo, tras un desagradable incidente escatológico del padre (muy en relación con el final de Luz de febrero, creo yo) que, desde que lo leí, no he podido quitarme de la cabeza: «Ese era mi patrimonio: no el dinero, no los tefilín, no la taza de afeitar, sino la mierda».
Oh, ese enfoque es francamente interesante. Entiendo la relación con Nosotros en la noche, pero no había pensado en Patrimonio. Soy fan de la obra de Roth (y también de Haruf) pero creo que el tono de Roth es muy diferente del mío. Como tiene que ser, por otra parte.
Para finalizar, y ahora que da la impresión de que Olive no va a volver a aparecer en sus futuros libros, me gustaría que me dijese, usted que tan bien la conoce, si cree que Olive Kitteridge podrá finalmente descansar en paz consigo misma.
¡No estoy tan segura de que no vayamos a ver de nuevo a Olive! Jajaja… Es muy posible que haga algún cameo en otro libro, todavía no lo sé. En cualquier caso, no la borremos del todo de la ecuación. Respecto a la pregunta, creo que, en cierto sentido, sí. Hacia el final de la novela, ha crecido como persona de un modo diferente, su amistad con Isabelle Goodrow Daignault (otro personaje que ya había utilizado en mi primera novela, Amy e Isabelle) da fe de ello: Olive es capaz de tener una verdadera amiga. Creo que la pandemia tendría en ella un efecto muy duro, como lo está teniendo en todo el mundo, pero puedo verla recorriendo un camino propio hacia cierto tipo de calma.
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