“And yet the evening listens”
“Solo el instante es capaz de sobrecogerme”
(Carta de John Keats a Bailey, noviembre de 1817)
“Vuelvo a ver eternamente todo lo que ya he visto una vez”
(Carta de John Keats a Fanny Brawne, junio de 1820)
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Las últimas cuarenta páginas de la selección de cartas de Keats (Alianza Editorial, 2020) no son cartas de Keats. Una decisión apenas arbitraria y muy acertada por parte del traductor y antologista: Keats estaba en Roma desde finales de 1820, un viaje que debía haber aliviado su tuberculosis y del que no volvió, igual que tampoco volvería a Inglaterra Shelley, también poeta, amigo de Keats, residente en Italia, y cuyo nombre fue igualmente escrito en el agua, ya que murió en un naufragio. Desde el barco en el que viajaba, en una de sus últimas cartas, Keats escribió que sentía estar llevando ya una vida póstuma. A partir de diciembre, Keats deja de ser corresponsal, y hasta destinatario: la sola visión de la letra de alguien querido hería su sensibilidad desollada. John Severn, un pintor amigo que le acompañó a Roma, y que lo cuidó con una abnegación que hiela la sangre, escribió el resto de cartas del volumen. No tenemos la crónica de los últimos días de Keats de su propia mano, sino de las de Severn. Dudo de que las palabras del amigo sean menos estremecedoras y terribles de lo que tal vez hubieran sido las del poeta. Aunque conocemos un breve diálogo entre los dos.
“¿Has visto morir a alguien?” “No.” “Entonces, te compadezco.”
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Vivió veintiséis años y cuando hicieron su autopsia encontraron sus órganos destruidos por la enfermedad, una especie de brea confusa. Creía en la sensación y la experiencia: “Me tiré al mar, y de ese modo me he acabado familiarizando con los sonidos, la arena y las rocas, mucho más que si hubiera permanecido en la verde orilla, y hubiera tocado un estúpido caramillo, y hubiera tomado el té…” (carta a Hessey, octubre 1818). Le gustaba el vino de Burdeos porque no se enzarzaba con el hígado; también, la pechuga de perdiz; y se imaginaba a sí mismo leyendo como los personajes retratados en cuadros leyendo. Detestaba a los párrocos y deseaba que el futuro los olvidara como a una especie extinta. Sin duda notaba el mecanismo espinoso de su pensamiento y sensibilidad: “¿No creéis que estoy luchando por conocerme a mí mismo”?, escribe a su hermano George y a la mujer de este.
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A veces, parece que lo mejor que se puede hacer con una teoría perfecta es contravenirla. En cuestiones artísticas, la violación de la norma es su destino. Lo que no es tan frecuente es que sea el propio autor de una ley quien no la siga. El hombre de genio no tiene cualidades ni carácter determinado, flota sobre las cosas y los temas, y al hacerlo, los agita y anima, escribe Keats (Wilde, años después, dirá que los grandes poetas son poco interesantes en persona, al contrario que los poetas mediocres; es muy probable que estuviera siguiendo a Keats en esto). Shakespeare es para él la encarnación de esa capacidad negativa. Nada sabemos de él, y su invisibilidad le permitió hacer crecer desde su interior a todos sus personajes. No pertenecer a ninguna especie le permitió ser todos los animales.
Keats es resueltamente antirromántico en los esbozos teóricos que dejó en sus cartas. Pero es llamativamente personal en muchos de los que desde hace mucho tiempo consideramos lo mejor de sus poemas, y la lectura de sus cartas solo lo pone de manifiesto.
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A veces, hace afirmaciones que podría suscribir Epicteto, el filósofo estoico: “La primera cosa que se me ocurre cuando oigo que una desgracia se ha abatido sobre alguien es esta: ‘Bien, era inevitable. Habrá experimentado el placer de poner a prueba los recursos de su espíritu’” (carta a Bailey, noviembre de 1817). Otras, se deja llevar por una fantasía nada estoica: envasar al vacío la vida, sustrayendo los reveses y sinsabores, y dejando una especie de éxtasis que tarde en desaparecer, como un relámpago lento: “Casi desearía que fuéramos mariposas y que no viviéramos más que tres días a lo largo del verán. Tres días vividos contigo me llenarían de más placer que el que podría obtener con cincuenta años normales de mi vida.” Esto está escrito a Fanny Brawne, cuyo amor sustituyó en ardor a la intensidad de su vocación como poeta. En el comienzo de la “Oda a una urna griega”, publicada en 1820, hay una variación sobre esa necesidad de enfrentarse a la desaparición: a partir de una crátera que representa una escena amorosa, Keats celebra ese amor que nunca se desencadena y nunca declina: aquí el éxtasis es la arista de una experiencia que nunca comienza. Los amantes, inmóviles en los relieves de la urna, nunca se tocarán y nunca se apartarán el uno del otro. El amor “still to be enjoyed” le parecía la máxima aspiración posible.
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La sensibilidad extrema de Keats parece el reverso o el antídoto de una actitud nihilista, y hay más de un poema donde el abismo de la nada se traga hasta las pretensiones de fama. Nunca se sintió del todo cómodo en el mundo, y podía abandonarse a la incredulidad, como cuando escribe a Fanny: “Me gustaría que pudieras infundir en mi corazón alguna confianza en el ser humano. No puedo hacer acopio de ninguna.” Y casi inmediatamente después, este zurriagazo “Me alegro de que exista una cosa llamada tumba”. Era una llamada de atención, no tan infrecuente en sus cartas a Fanny Brawne cuando se deja llevar por los celos y la inseguridad; pero eso no quita que su obsesión por la muerte fuera real. En repetidas ocasiones, compara a un féretro la habitación en la que le tocara dormir esa noche (tuvo una existencia bastante errante, como Rilke). En el barroco fue un cliché hacer del sueño un precursor de la muerte; Keats dedica al sueño uno de sus grandes sonetos de 1819; empieza con una invocación convencional y acaba con dos versos sobre los que se cierne el silencio final de la muerte:
“Turn the key deftly in the oiled wards,
And seal the hushed casket of my Soul.”
(“Gira la llave con destreza en el cerrojo
Y sella el acallado féretro de mi alma”)
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Entre referencias a lo cotidiano, a cenas, encuentros y conversaciones, en las cartas a menudo se forman bellísimas frases sin afectación, como guijarritos de oro en el cedazo. “Siempre eres nueva”, escribe a Fanny Brawne. También a esta: “Tengo que permanecer algunos días en la niebla”. Y esta otra, que me gusta especialmente, y que tiene poco –o nada- con la mala memoria: “En general, no recuerdo los hechos”.
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Pero en absoluto fue un cínico. Tuvo amigos y fue muy querido por ellos. “Resulta consolador y cómodo ponerse en manos de la caridad de los amigos. Es como el albatros que se duerme mientras vuela” (carta a Bailey, mayo de 1818). Tuvo también una relación muy estrecha con sus hermanos varones, Tom y George. Hubo una hermana, también de nombre Fanny, con la que la relación fue menos por circunstancias de la familia.
A su hermano Tom, que también murió de tuberculosis, el no muy alto poeta le describe el efecto de sus paseos por la naturaleza: “Jamás he olvidado tanto y tan absolutamente mi estatura; vivo en el ojo y mi imaginación, sobrepasada, descansa” (carta de junio de 1818). Lo que nos recuerda lo que escribiría Simone Weil más de un siglo después: que había que mirar el mundo como si no estuviéramos en él; es decir, como si nos sobrepusiéramos a una relación de exigencia y devolución; o como si dejáramos de intentar sostener para ser sostenidos. El olvido de sí era pacificador. A eso se refería Severn, desde Roma, en una carta a la madre de Fanny Brawne, con esta frase de absoluta sabiduría: “Si algo ahora puede recuperarle es la ausencia de sí mismo”.
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Precisamente a sus hermanos está dedicado un soneto inesperadamente sereno, apaciguado por el aire doméstico de una reunión familiar: “Small, busy flames play through the fresh laid coals / and their faint cracklings over our silence creeps / like whispers of the household gods…”
No es nada raro que los más retorcidos por la angustia se vuelvan a lo cotidiano como desembocadura. A su amigo Rice, en febrero de 1820, después de uno de los primeros embates serios de su enfermedad, le explica que el padecimiento le ha aligerado los pensamientos y ha aclarado su mirada. “Las sencillas flores de nuestra primavera son las que yo quiero volver a ver”.
Tal vez por eso estuvo obsesionado con la muerte, porque no dio con otro modo de exaltar el instante.
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En septiembre de 1819, envía este latigazo a Fanny Brawne: “Soy un cobarde. No puedo soportar el dolor de ser feliz. Eso está fuera de toda discusión. Debo admitir que no había pensado antes en ello.”
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He leído la selección de cartas de Keats presentada por Alianza Editorial unos treinta años después de haberme dado de bruces contra su obra. La edad a la que leí sus poemas es la edad que tenía Keats cuando los escribió, y bien pude haberme pellizcado las mejillas para enturbiarlas con el sonrojo de los que andan entre libros. En aquel momento de mi vida, sostenía una verdadera lucha contra lo que había escrito José María Valverde a propósito del apoyo de Julio Cortázar al movimiento sandinista: “Solo un gran escritor sabe que la literatura no es lo más importante de la vida”. Al lector sacerdotal que fui y quería ser, esa frase le resultaba hiriente y no entendía cómo Valverde la mantenía, aunque conocía las posiciones políticas de este. Treinta años después, después de rápidos y recodos de los que no es este el sitio para hablar, desemboco en lo que le dijo el tordo a Keats. Keats, siempre indeciso entre la vocación literaria, los deseos de fama, la angustia de la noche y la pasión inacabable de la serenidad, en una carta escrita a su amigo Reynolds en febrero de 1818 incluyó un soneto escrito tras haber visto el amanecer y su séquito de calma. En el soneto, un tordo parece dirigirse a Keats y le revela la inutilidad del conocimiento:
“O fret not after knowledge—I have none,
And yet my song comes native with the warmth.
O fret not after knowledge—I have none,
And yet the Evening listens.”
(“No te afanes tras el conocimiento – yo no lo tengo,
Y mi canción es cálida e inocente.
No te afanes tras el conocimiento –yo no lo tengo,
Pero la tarde me escucha”.)
Hoy sé que el tordo está en lo cierto.
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