Poco imaginábamos nosotros, que llegamos últimamente tarde a todas las fiestas, que una ciudad, elegida al azar para dar uno de nuestros paseos, fuera a convertirse, al paso de los días, en un lugar tan delicadamente inolvidable en el recuerdo. Y digo lo de llegar tarde a las fiestas porque no me dio tiempo, antes de volar hacia Budapest, de hacerme con un ejemplar con las referenciadas variaciones de Sergi Bellver sobre el lugar, y ni tan solo de una somera guía, las tan a menudo eficientes compañeras de viaje. Últimamente llego tarde a las fiestas: desde uno de los anaqueles del estudio, me miran los nuevos libros de Juan Trejo y Álex Chico, pero, mientras voy buscando ese momento para leerlos con la atención que merecen, decido que me acompañarán en el viaje Paul Celan y Claudio Magris.
UN CASTILLO EN EL AIRE
Cuando me pongo a escribir las primeras palabras de esta breve crónica, está lloviendo mansamente sobre Budapest. Desde el nido de águilas del castillo de Buda contemplo, largamente, bajo el cortinaje de la lluvia, extenderse el Danubio todo lo que alcanza la vista. Un Danubio que, como recuerda Magris en su inolvidable periplo a través de las fuentes geográficas e históricas del río, no es azul, como sugiere el celebérrimo vals de Strauss sobre versos de Beck, sino, afirma Magris, amarillo fangoso, rubio, a szöke Duna, como dicen los húngaros.
Pero esta mañana ni siquiera es eso. Hoy es gris y fluye como una amplia herida abierta bajo el arco de los puentes, flanqueado a ambos lados por carreteras donde los automóviles avanzan lentamente con los faros encendidos en la niebla, creando en la distancia un espectáculo fascinante. Recuerdo la canción de Dylan donde explica que fue a ver a la gitana para que le echara la buenaventura y, al salir, la ciudad le pareció un río de lágrimas. Un enorme y lento río de lágrimas eléctricas es el Danubio a su paso por Budapest esta mañana.
Cuando me asomo al antepecho del muro que en lo alto rodea el castillo, tengo al alcance de mis manos, casi rozándome el rostro, las ramas desnudas de un árbol que destila gota a gota la minúscula quintaesencia del día, y las deja un minuto en suspenso, como alegre de que algún paseante eventual haya reparado en ellas.
Al descender a la ciudad y atravesar el puente de Erzsébet, ha dejado de llover, y ahora sí debo darle la razón al escritor triestino. Fangoso, amarillento, baja alegre el Danubio, saciada ya la sed, creando una especie de remolinos, cabriolas, mientras el tráfico ha retomado su ritmo habitual y en las colinas boscosas de Buda se oye el trinar de los primeros pájaros.
UN CAFÉ CON FERENCZI
Después de desayunar en el hotel, he estado escribiendo un rato en un café de Pest. Junto al entoldado de plástico de la terraza, iban pasando rostros, gente, personas ensimismadas en su día a día, grupos de muchachas -hay varios liceos en la inmediaciones- riendo a carcajadas, muchachos solitarios de rostro impenetrable que debajo del abrigo tanto podían transportar un hacha o una lámpara.
Suele pasarme, cuando viajo a una ciudad desconocida, que las primeras noches, especialmente la primera, tengo un sueño profundo, reparador, casi podría decir que hipnótico, en el sentido que en el transcurso de la noche, asisto a imágenes, situaciones, encuentros y desencuentros con personas de mi ciudad de origen, de mi pasado, revestidas de un alto contenido simbólico, emotivo y, en cierto modo, liberador. Como si al cambiar de escenario, cambiara asimismo la tramoya y los personajes que allí permanecían encallados en mi interior recitando, casi de memoria, el mismo hastiado diálogo de siempre, hubieran tomado cartas en el asunto y decidido llevar a término la obra ante la ausencia del director de escena.
Casualidad o no, fue aquí, en Budapest, en el año 1933, donde falleció el eximio psicoanalista húngaro Sándor Ferenczi, colaborador, discípulo e íntimo amigo de Freud, en quien encontro este un firme valedor de la teoría y práctica psicoanalíticas, y de quien dijo: Hungría, tan próxima a Austria en lo geográfico y tan distanciada en lo científico, hasta ahora no ha brindado al psicoanálisis sino un sólo colaborador, S. Ferenczi; pero tal que vale por toda una sociedad.
Y así, esta mañana, mientras sonaban los Rolling en el piso de abajo del café, he estado escribiendo sobre los reveladores sueños acaecidos la noche anterior, una vez aligerado, como las nubes que ahora cruzan el cielo, de su peso.
Cuando me siento, tras un paseo por las inmediaciones de la avenida Rákóczi, a comer una sopa en la terraza de un pequeño restaurante, oigo que Celan, a quien llevo en la bolsa, quiere decirme algo: Nichs, / nichs ist verloren (Nada, / nada se ha perdido) bisbisea antes de retornar al silencio.
LA GRAN SINAGOGA
La Sinagoga Dohány o Gran Sinagoga de Budapest, se alza monumental en el cruce de las calles Dohány y Wesselényi, y destaca a simple vista por la abigarrada arquitectura de estilo morisco que muestra exteriormente y que vagamente recuerda otras construcciones barcelonesas del mismo estilo, como la Casa Ramona de Montjuïch o la Monumental de la calle Marina.
Hace un frío que pela. Una vez dentro, el cálido entramado de luces y maderas yuxtapuesto al espeso silencio que suele observarse en esta clase de lugares, hace que rápidamente percibamos la solemne importancia que en los viajes tiene la visita a centros de excepcional irradiación cultural, espiritual e histórica como éste.
La guía que nos brinda la explicación sobre los avatares de la comunidad judía de Budapest, la construcción del templo, finalizada en 1859, la desdichada creación del gueto en la inmediaciones del templo, lo hace con precisión, contenida emoción e inteligencia. Los bancos crujen al más leve movimiento, mientras las númerosas lámparas diseminadas por la sala subrayan, combinada su luz con la madera, el nutritivo interés que encierran sus explicaciones.
Esbozo un oh de admiración cuando nos indica que fue el mismísimo Franz Liszt el encargado de tocar el órgano que se conserva, por cuestiones litúrgicas, detrás del Arca.
En extremo del jardín destaca el Árbol de la Vida, una delicada creación de Imre Varga que representa un sauce cuyas hojas, metálicas, llevan inscritos los nombres de los aquincenses judíos exterminados en los campos de concentración nazis. Nos cuenta la guía que uno de las mayores aportaciones para la construcción de la obra provino del actor norteamericano de origen húngaro Tony Curtis, cuyo verdadero nombre era Bernard Schwarz.
Cuando el sol incide oblicuamente sobre las hojas y el viento pasa un momento por entre sus ramas plateadas, suena un especie de carillón brevemente alegre, casi siempre nostálgico.
Capítulo aparte merece la exposición que alberga el sótano del templo, y dedicada a realizar un pormenorizado recorrido fotográfico y periodístico al Budapest de los años coincidentes con el auge del nazismo. No, nunca nos acostumbramos, hay algo que se resiste siempre a ser compredido al observar, una vez más, la consolidación cotidiana del horror, ese kantiano mal radical con el que nuestro Jorge Semprún encabezara una de sus obras primordiales acerca de su estancia en Buchenwald.
Ver las viejas mansiones de Budapest, negras e hinchadas por los años, adornadas con cruces gamadas y el rostro satánico en su cordialidad diaria de Hitler, no es nada comparada con la profunda lección de dignidad que, por difererentes motivos, encierran dos fotograrfías.
En la primera de ellas, de entre la maraña de cuerpos ajusticiados y amontonados más tarde de cualquier modo en medio del lodo y la nieve del invierno, sobresale el brazo, el puño que un ser anónimo, solo un hombre, alza en un último gesto voluntarioso y digno contra la barbarie de los exterminadores.
En la otra, en un solar abandonado, una serie de hombres en su mayor parte ancianos y que, por la indumentaria, podrían pasar perfectamente por profesores, atiende en silencio contenido las indicaciones de un soldado alemán.
Uno de ellos, con las lentes sobre la nariz y probablemente un poco sordo, adelanta un poco la cabeza para escuchar mejor las indicaciones. Porque quizá en eso han consistido siempre la hermenéutica, la sabiduría y las ciencias interpretativas de la historia. En leer bien, en atender adecuadamente las palabras aunque provengan de la boca del mal, del mal radical.
El chirriar amargo de la verja al salir a la calle por una puerta secundaria no impide que aún podamos escuchar, mientras nos alejamos por la ruidosa avenida, el sonido tristemente esperanzado del Árbol de la Vida.
POR EL BUDAPEST NOCTURNO DE ANDRÉ KERTÉSZ
Hay algo, inexplicable, que me sorprende cuando paseo de noche por la calle de las grandes ciudades. Podría ser París, Madrid, Ámsterdam o Londres, pero esta vez me ha sucedido en Budapest.
Como en París, sucede en Budapest que, llegando a determinada hora de la noche, las avenidas fluviales que acompañan el curso del río se vuelven poco menos que desiertas. Iluminados por la luz espectral de los reflectores colocados estratégicamente, los momumentos y edificios oficiales, las plazas adornadas por estatuas ecuestres, las calles que transitan entre bloques de viviendas de solariega impronta, aparecen despobladas de seres humanos y de pájaros, lo que convierte nuestros pasos en algo así como la versión posmoderna del Estudiante de Salamanca de Espronceda.
Bueno, está la luna, su disco germinal y los árboles, que apuntan hacia ella con sus desnudas y afiladas ramas en esta primavera que todavía no comienza. Algún clochard, arrebujado entre las mantas o el esporádico grupo que llega y se va riendo de algo sumamente gracioso. Lo demás, solo mis pasos y el silencio de las piedras.
Como Brassaï, también supo André Kertész hacer pasar por el ojo de su lente la atmófera pesada de unas calles y tornarlas ligeras en virtud de un sabio enfoque y un blanco y negro que, lejos de restar poder documental a sus fotografías, las dota de poética veracidad y misterio.
Ya de noche, regresaba al hotel por las estribaciones de Buda, y andaba yo pensando en el otro Kertész, Imre, cuya fantástica novela Sin destino devoré hace ya muchos años, y que recuerdo especialmente por la tesis chocante y maravillosa que extraí de su libro y en su momento me desconcertó. Viene a decir en su narración que, habiendo sido deportado primero a Auschwitz, luego a Buchenwald contando apenas catorce o quince años, las experiencias que tuvo en primerísima persona en los lagers, dentro de la villanía consabida, las vivió con la sorpresa siempre renovada de un adolescente curioso, como la aventura llena de emociones y peligros que vive un muchacho cuando pasa una temporada fuera de casa y lejos del control de sus padres. Me pareció valiente ese enfoque estético de su experiencia, dejando al margen la repercusión histórica de tal horror y en el que tantos otros, justificada y desgarradoramente, abundaron.
Recordé la polémica creada, en tono menor comparada con la de la novela de Kertész, hace muchos años en la prensa catalana alrededor de un artículo de Josep Maria Espinàs donde narraba que, en uno de sus paseos por el bosque, se había sentido repentinamente fascinado ante la belleza de un casquillo de bala de escopeta. Platónicas, cristianas, las raíces de nuestra cultura se conmueven aún ante la consideración de que el Mal pueda albergar alguna clase de belleza, siendo o debiendo ser ésta una pura emanación del Bien, quizá olvidando que uno de los atrayentes atributos que el Mal (por seguir utilizando una categoría fuerte que me chirría) ha utilizado para tratar de seducir a las almas rectas y bondadosas ha sido, precisamente, la belleza.
Caminando por entre la niebla que cubre las colinas de Buda al anochecer, ascendiendo por aquellas tortuosas escaleras tan parecidas, en algunos aspectos, a las de Montmartre, pero si cabe, a esas horas aún más irreales debido al alumbrado amarillo de las farolas y a la espesa humedad de las piedras, me detuve pensando en las fotografías que había visto hacía unas horas durante mi visita a la sinagoga. No era difícil situar en estas mismas calles los desfiles triunfales de los nazis ante la aclamación de ciudadanos a su paso. En las fotografías, en los márgenes de los caminos embarrados, aparecen montones de nieve, no en vano, según explicaciones de la guía, el de 1944 fue uno de los inviernos más duros que se recuerdan en Budapest, con temperaturas que alcanzaban los veinte grados bajo cero.
Hay una luna llena, ominosa, colgada sobre un cielo color negro-violeta. Las flacas ramas desnudas de los árboles apuntan hacia lo alto. El parque infantil que por la tarde se llena de niños, aparece desierto. Me detengo a tomar una fotografía que torpemente podrá capturar esta atmósfera. Coches aparcados en la acera, luces cálidas en el interior de las casas, negras mansiones apagadas bajo la niebla.
En algunos de los escalones faltan adoquines, como si el tiempo y la desidia humana, o la combinación de ambos, hubieran decidido que al paseante ocasional le suceda lo mismo que a aquel filósofo de la Antigua Grecia que cayó en un agujero por ir siempre contemplando lo alto. En consecuencia, la belleza fascinante de un lugar no debería hacernos nunca olvidar los adoquines que fueron arrancados por el tiempo, la desidia, o la combinación de ambos, si no queremos rodar todos de cabeza escaleras abajo.
UNA MAÑANA AZUL
Esta mañana, la última de mi estancia en Budapest, me dirijo en metro hacia el Museo Nacional.
Antes de entrar, busco un café en las inmediaciones donde escribir un rato y saborear el tibio sol que después de un par de días de lluvia ha decidido presentarse. Algún pez gordo debe estar de visita en el museo, dada la hilera de coches con cristales tintados aparcados ocupados por tipos de mandíbula férrea y pinganillo en la oreja.
Al fondo del local, un tipo parecido a Samuel Beckett, con un mapa de arrugas detalladas en el rostro, me mira fijamente y luego vuelve la mirada hacia el teclado.
Tras el café, entro en el parque público que rodea el recinto y me siento en un banco a leer. Esa es la cotidianidad que me gusta capturar en los viajes. Dos adolescentes se morrean bajo los guiños del sol intermitente. Un tipo lee con atención desmesurada un libro cuyas cubiertas muestran una escena de ciencia-ficción. Una bella mamá arrastra su carrito por el sendero, se detiene en un banco y se pone también a leer.
Contemplo las nubes blancas cruzando sobre los viejos edificios de la avenida, el rumor casi alegre del tráfico y la gente en este jueves con sol, la cotidiana paz del parque con gentes haciendo un receso en sus vidas para pasarlo acompañados de árboles, y estoy a punto de exclamar, como Guillén, que el mundo está bien hecho.
Me encantan los museos. Su atmósfera. Si su visita, además, coincide con uno de esos días de entresemana en que apenas hay gente, y con el hecho de que lo albergue un viejo edificio, un palacio y uno pueda deslizarse a su antojo por las salas abigarradas de objetos, esculturas y cuadros, creo que rozo lo que podría denominarse vagamente paz o felicidad. Recorrer un viejo museo tiene algo de pasear acompañados por fantasmas que nos van susurrando viejos secretos al oído.
El Museo Nacional de Budapest es excepcional. A través de varias salas habilitadas en las viejas habitaciones de un palacio, ofrece un recorrido por la historia de la ciudad, desde sus orígenes medievales hasta la casi reciente caída del bloque comunista. Y lo hace a través de los objetos, esos testimonios mudos de los acontecimientos que hace que todavía se nos erice la piel al contemplar, por ejemplo, dagas, puñales, sables, rifles, mosquetones, estandartes, broches, guantes, cartas manuscritas, cajitas de rapé, entradas para la ópera, pianos, tinteros, cartelería propagandística, teléfonos usados, condecoraciones, telas recamadas. Ante tamaño desfile, completado con videoproyecciones a partir de los años veinte del pasado siglo en mullidas habitaciones solitarias, uno comprende a la perfección esa pulsión benjaminiana por el coleccionismo de objetos que encerraban, en su diminuto perímetro, una historia o la Historia.
También las indicaciones de Heidegger al describir las particularidades regionales del Dasein y ese su estar pendiente de los objetos-que-están-a-la-mano…
Antes de salir del museo, atravieso una de las enormes salas, donde hay preparado un suculento bufé, y coincidiendo con una atronadora salva de aplausos. En pocos minutos, el viejo palacio que alberga el museo quedará otra vez en calma, habitado únicamente por soñolientos ujieres, fantasmas de otros tiempos y ocasionales viajeros.
Últimamente llego tarde a las fiestas. En los ojos de la camarera que me atiende en el café creo adivinar cierta curiosa y risueña picardía, pero me hago el despistado y me dedico a descargar la tarjeta de embarque en el teléfono y a ir preparando el regreso.
Al cruzar por última vez el Széchenyi lánchid, el legendario Puente de las Cadenas, veo al rubio Danubio sonreír bajo el sol. Tras las lluvias recientes, las colinas de Buda aparecen verdes y fragantes. Unos obreros colocan un andamio para resturar un edificio y dan cuenta, entre bromas, de sendas latas de cerveza de medio. Ataviado con mi largo abrigo oscuro de las grandes ocasiones y mi vieja mochila al hombro, ya no soy más que un viajero que se despide de la ciudad rumbo al aeropuerto.
Quedan atrás las noches gélidas paseando por el Danubio iluminado y esa magia triste, gris, tan especial que desprende Budapest en el recuerdo, parecida a los polvos de talco que una anciana señora guarda en el tocador a salvo de los estragos del tiempo.
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