3. De M.S. para R.B.
¿Hay una historia? Si hay una historia empieza hace casi veinte años, en primavera de 2003, cuando Gonzalo me regala, a través de Ana, un ejemplar dedicado de Ficciones. Dedicado por él, claro, no por Borges, a mí, relacionado con algo que yo había escrito sobre la muerte de mi padre y que él había leído. Empieza por los artificios, me dijo, son más comprensibles. En realidad empecé por el prólogo, porque lo que más me llamó la atención fue que estuviera escrito por Zapatero, el expresidente (aunque entonces todavía no había sido ni siquiera presidente). Tan bueno no será, el libro, pensé, si el prólogo es de Zapatero. ¿Pero Zapatero lee?, pensé, ¿Zapatero lee a Borges? El caso es que el prólogo me gustó mucho, sobre todo una frase que desde entonces siempre me acompaña en la que Zapatero dice algo así como que durante un tiempo anduvo enfermo de Borges. Aquel libro me rompió la cabeza, jamás había leído nada parecido.
A partir de ahí empieza una relación infinita, un compromiso inquebrantable con Borges, con Cortázar, con la literatura hispanoamericana; pero también con los cuentos: durante una época de mi vida, que se prolongó varios años, solo leí relatos. Fueron años de juventud, de renqueante economía, en los que celebraba cada ingreso yendo a la FNAC a comprar un libro, quizá dos, sección autores hispanoamericanos, orden alfabético. Perdónenme, libreros, porque he pecado, porque antes de ver la luz también le compré a Amazon. Perdónenme, autoras hispanoamericanas, porque he pecado, porque durante años pensé que su literatura se reducía a Borges, a Cortázar, a Bolaño, al boom.
Leía a Borges, decía, leía a Cortázar. Un día, quizá un par de años después de cuando empieza esta historia, tratando de hablarles a mis primos de Borges, de los libros que compraba, de los libros que leía, me dijeron tienes que leer a Bolaño. ¿Escribe relatos?, contesté. Sí, pero tienes que leer Los detectives salvajes. No les hice demasiado caso. En nuestro siguiente encuentro me trajeron un ejemplar de los de tapa roja, de Anagrama, Colección Compactos, con tres tipos con sombrero paseando por la playa, uno de ellos en mangas de camisa, con corbata. Un ejemplar arrugado, manoseado, con hojas sueltas, como si Renzi lo hubiera estado leyendo la noche anterior para entregárselo a Elena. Recuerdo hojearlo, que me dijeran no son relatos, pero mira, como si lo fueran, está hecho a base de entradas de diario, de fragmentos cortos a lo Perec. Recuerdo leerlo y pensar esto es lo mejor que he leído en mi vida. Dice Piglia, en Respiración artificial, que la literatura evoluciona de tío a sobrino. Por aquella época mi tío, el TioTo, uno de mis referentes y modelo de vida —de encararla, de vivirla, de pelearla, de disfrutarla—, gran entusiasta de Bolaño, acababa de leer 2666 y, conforme cerró el libro, volvió a abrirlo para leerlo de nuevo. Y es que lo primero que a uno se le ocurre cuando lo está terminando es, efectivamente, empezarlo otra vez, atar ciertos cabos que parecen atarse en las últimas páginas, pero pocos se atreven. Leí Los detectives, entonces, decía, y comprendí que mis primos tenían razón, que mi tío tenía razón.
Desde entonces ando enfermo de Bolaño, con fiebres recurrentes que van y que vienen, que vienen y que van. La decoración del despacho, la ruta por Blanes, la visita al camping Estrella de Mar. Acaparar libros, documentales, entrevistas, artículos, vídeos de YouTube. Heredar su pasión por la literatura, pretendiendo que sea a vida o muerte, aunque todos estemos demasiado ocupados tratando de sobrevivir como para ocuparnos en serio de ella. Decidir estudiar Filología a los 33 años, en medio de un delirio febril bolañesco, y acabar dedicándole mi TFG, ocho años después. Sé que no soy el único, que es una epidemia. Sé que no hay vacuna, aunque muchos lleven tiempo tratando de encontrarla. Sé que somos muchos los que jamás nos pondremos mascarilla para leer a Bolaño, que somos unos negacionistas de su descrédito. Saldremos a pelear aunque sepamos de sobra que seremos derrotados, que siempre acabamos perdiendo.
Mi vida está construida a partir de dos libros regalados que ya no conservo. Mi muerte está aplazada por una deuda eterna que jamás podré saldar. Quizá ese fue uno de los motivos por los que decidí embarcarme en esta aventura, hacer esta penitencia: recorrer toda la bibliografía de Bolaño a lomos de un Impala, con la maleta repleta de folios. Cruzar los desiertos de Sonora de rodillas, con los brazos en cruz, con el peso de sus libros sobre mis manos.
Situémonos ahora donde esta historia continúa: últimos días de 2020, el coronavirus amenaza con volver a encerrarnos, las mellizas tienen ya casi seis meses, no consigo sentarme a escribir. Se me ocurre retomar —comenzar, en realidad— un proyecto siempre postergado: releer a Bolaño, leerlo del tirón. O al menos lo que tengo suyo en casa, que es casi todo. Hago una numeración rápida del orden en el que pienso leer sus libros y subo un mensaje a Twitter intentando involucrar a mi compadre Parrhieu; intentando involucrar, en realidad, a cualquiera que se pase por allí, sentirme menos solo en esta especie de intento de asomarme al abismo, de recuperar una pasión por la escritura que pienso que se está apagando. El 3 de enero, por fin, me pongo a ello. Con Los detectives salvajes, por supuesto. Con un ejemplar de Anagrama, Colección Compactos, con tres tipos de traje y sombrero en la tapa, uno en mangas de camisa con corbata. Intercalando una lectura ajena —Nuestra parte de noche, Centroeuropa, Panza de burro…— entre cada libro de Bolaño para no volverme loco, para justificarme ante mis semejantes. Hubo una época en la que no conseguía acabar nada de lo que comenzaba; supongo que esa época terminó cuando conocí a Mireia —«yo que siempre fui de cuentos / hace tiempo que he empezado / a escribir una novela»—. Mi Impala arranca a la tercera, sonriendo, sabiendo que ya nadie nos parará.
¿Qué es, hoy en día, la crítica literaria? Si hacemos caso a Piglia y Bolaño —el primero tajante, el segundo más sutil—, la crítica es la forma moderna de la autobiografía. Esta afirmación me lleva a dos reflexiones, dependiendo del punto de partida que se tome. Una: si la premisa es que todas nuestras experiencias condicionan nuestras lecturas y, por tanto, nuestro juicio crítico, entonces todo es autobiografía. Cocinar una caldereta de pescado, por ejemplo, es autobiografía. Poner primera con la mirada vidriosa al cambiar el semáforo a verde, acelerar suavemente con el alma rota tras descubrir una infidelidad, por ejemplo, es autobiografía. Cerrar los ojos mientras se moja, de la manera más literaria posible, la pastita en el café, por ejemplo, es autobiografía. Y, como bien sabemos, si todo es autobiografía, entonces nada lo es. Dos: si el hilo conductor de la crítica, en un ejercicio de comodidad y simpleza, son los recuerdos y las sensaciones del autor en lugar del texto en sí; si el crítico pretende llevarnos a un lugar remoto de su infancia o recordarnos dónde estaba, con quién, qué comió, en qué pensaba cuando leyó el libro que debería estar diseccionando, entonces todo es crítica. Si lo que pretende es hablarnos del abrazo que su padre nunca le dio, de la biblioteca que nunca tuvo, incluso de cómo resquebrajó su corazón una adolescente que en realidad —y eso era lo que más le dolía, lo que más le envidiaba— almacenaba en una sola peca de su mejilla más valor del que él tendría nunca, entonces todo es crítica. Si lo que se busca no es el análisis, sino la catarsis personal, narrar cómo el libro le ha ayudado a pegar, siquiera de manera precaria, dos o tres de los pedazos que desde entonces permanecían quebrados en su interior; si el centro de la crítica, en fin, es él y no el libro, entonces todo es crítica. Y, como bien sabemos, si todo es crítica, entonces nada lo es.
Lo mío, entonces, como se aprecia fácilmente, es autobiografía. Ojalá fuera crítica, pero carezco de la base, de los conocimientos, del valor. Ser crítico es ponerse un guisante bajo cientos de colchones y acabar rengo, con la espalda desviada, sin que nadie quiera apoyarte en su hombro. Los aplausos se los lleva la nostalgia. El caso es que, casi sin quererlo, sin darme cuenta, decidí trazar mi propia autobiografía, mi diario de viaje durante los casi ocho meses que duraron las lecturas. Y utilicé Twitter, claro, porque si el e-mail ha sustituido a la carta, Twitter ha ocupado, entre otras cosas, el lugar de los diarios, la hoja en blanco donde dejar píldoras de nuestro día a día, de nuestras reflexiones. Sin darles demasiada importancia, seguramente, pero con mucho menos pudor que los diaristas de antaño. En el futuro leeremos, sin duda, recopilaciones de tuits de autores fallecidos, será otra manera de rebuscar en sus cajones —en sus cajones virtuales—, de no echarlos tanto de menos. Así que ya sabéis, futuros autores famosos, id limpiando vuestro timeline si no queréis que lo prostituyan cuando ya no estéis, si no queréis que os violen por todos los agujeros posibles con vuestros propios sinsabores de verdadero policía. Utilicé Twitter, en fin, casi de casualidad al principio, siguiendo una especie de método después: compartir mis pensamientos, mis impresiones de lectura conforme me venían a la cabeza; sin filtros, sin censuras, sin procesarlas demasiado, aprovechando la libertad que me otorgan mis escasos seguidores —cada seguidor nuevo acaba siendo la fibra de una soga, el eslabón de una cadena— para hacer lo que me diera la gana. Y el resultado, en contra de lo que esperaba, quedó bastante decente. Se puede leer aquí: https://twitter.com/ayatolaSN/status/1343884148537233413?s=20 o, más ordenadito, aquí: https://threadreaderapp.com/thread/1343884148537233413.html.
Seré breve sobre mis impresiones de lectura, porque creo que lo importante es visitar el hilo. Solo destacaré un par de cosas. Una: los temas. Bolaño escribe sobre la literatura, por supuesto; también sobre la maldad, sobre Carlos Wiener, sobre los interminables asesinatos de mujeres; sobre el mundo universitario, sobre las vicisitudes académicas y sus tejemanejes políticos, siempre con retranca, de manera peyorativa; sobre Latinoamérica, que es como decir que escribe sobre la literatura, sobre la maldad, sobre la muerte, sobre los tejemanejes políticos, pero también sobre la esperanza, aunque apenas se vislumbre, sobre esa juventud que pelea, casi siempre engañada. Bolaño escribe sobre cualquier tema, también sobre la vida, claro (quién no escribe sobre la vida); pero, por encima de todo, Bolaño escribe sobre la amistad, al final siempre hay una referencia a la amistad, siempre hay dos, tres amigos que se juntan y se juegan la vida por ellos, ya sean poetas realvisceralistas abrazándose por las calles de México para no estar solos; ya sean un padre y su hijo buscando pelea en una taberna de Acapulco ideada por Borges; ya sean cuatro críticos agarrándose a un escritor lejano, un escritor que combatió en la segunda guerra, un escritor que probablemente no era tan bueno, para sentirse acompañados, para saborear, aunque sea de refilón, el amor (o lo que ellos pensaban que era el amor). Los temas de Bolaño son sus dos consejos a los jóvenes escritores: «Vivir mucho, leer mucho y follar mucho» y «Que vivan, que vivan y sean felices». O, como diríamos aquí: menja molt, caga fort i no li tingues por a la mort.
La segunda tiene que ver con el mito Bolaño, con su consideración, con el lugar que ocupa en nuestro imaginario. Entré dócilmente en esta buena noche buscando al Bolaño que recordaba y me encontré con que ese Bolaño no lo habían construido sus textos, sino lo que otros dijeron de él, sobre todo tras su muerte. Se ha construido un Bolaño, un perro romántico, un becerro de oro a partir de la leyenda, y no es justo. No es justo, además, porque es por donde se le suele atacar para desacreditar su obra, como si esta ya no existiese, como si no hiciese falta leer (o releer) sus libros para valorarlo. Y a Bolaño hay que encontrarlo, o reencontrarlo, en sus textos. Con sus más y con sus menos, con su genio y sus boutades, pero siempre en sus textos, y poder apreciar algo que a veces olvidamos mientras cacareamos sus frases más manidas: que fue, es y seguirá siendo un gran, un grandísimo escritor, y no una estrategia de marketing (aunque qué no acaba reducido, hoy en día, a estrategia de marketing). A Bolaño hay que leerlo como lo leyeron los coautores de ese interesantísimo libro —Territorios en fuga— que coordinó Patricia Espinosa cuando la bomba Bolaño empezaba a explotar: con la curiosidad con la que estos escudriñaban —pero siempre a partir de sus textos— desde Chile a un fantasma desconocido que de pronto era famoso, que de pronto adelantaba a todos sus compatriotas sin que estos se dieran apenas cuenta. O, como dice en él Marcelo Novoa: «[…] Jaime Quezada sentado a mi diestra susurrando casi, me regalaba las primeras noticias sobre un poeta chileno joven, cuyo nombre olvidé de inmediato, que vivía como un monje en una aldea perdida de España».
No puedo evitar, por fin, la vanidad de resaltar que mi apellido aparece en 2666. Que no una, sino dos personajes lo lucen. Porque aparentemente Isabel Santolaya y Victoria, como la llama posteriormente en lo que parece un lapsus, son la misma persona. Pero por qué no dos personas distintas, dos hermanas gemelas que se repartieron la infame tarea de defender y amar a Klaus Haas, al asesino de mujeres Klaus Hass. Por qué no otra broma más de ese gran bromista que fue el chileno. Afortunadamente, leí 2666 cuando mis mellizas ya habían nacido, cuando ya les habíamos puesto otros nombres, cuando ya no era posible llamarlas Isabel y Victoria como si fuéramos la familia real inglesa.
Acabo con dos apuntes para leer a Bolaño. Uno: empieza por Los detectives salvajes. Si no te gusta, no sigas, Bolaño no es para ti. Sigue buscando. Vuelve a intentarlo más adelante, quién sabe. Dos: una lista de las que tanto le gustaba hacer: mi ránking de sus libros en el orden en el que yo los leería y con mi valoración entre corchetes [1 es la máxima, hasta 4 todas muy buenas, las 5 no están mal pero prescindibles, las 6 son aberraciones sacadas de rebuscar cajones post mortem]:
1. Los detectives salvajes [1]
2. Amuleto [3]
3. Llamadas telefónicas (relatos) [3]
4. Putas asesinas (relatos) [3]
5. La literatura nazi en América [3]
6. Estrella distante [2]
7. Nocturno de Chile [2 si eres chileno o quizá hispanoamericano, 3 si no]
8. 2666 [1]
9. Entre paréntesis (miscelánea) [2]
10. El gaucho insufrible (relatos) [3]
11. El secreto del mal (relatos) [4]
12. Bolaño por sí mismo (entrevistas) [2]
13. La Universidad Desconocida (poesía) [4]
14. El Tercer Reich [4]
15. La pista de hielo [4]
16. Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce (con AG Porta) [5]
17. Monsieur Pain [5]
18. Una novelita lumpen [5]
19. Los sinsabores del verdadero policía [6]
20. El espíritu de la ciencia ficción [6]
21. Sepulcros de vaqueros [6]
Queda abierto el debate. Al fin y al cabo, esto no es más que una declaración de amor.
Posdata de 2666 (manuscrito hallado en Tlön)
Mahmud Abdurrahim, hijo de Abulgualid Muhammad Ibn-Ahmad ibn-Muhammad ibn-Rushd ibn-Abulgualid etc., extrañado por no haber visto a su padre en la oración de la tarde, llamó suavemente, con cierto temor reverencial —pues era bien conocido su mandato de no ser molestado mientras trabajaba—, a la puerta de su despacho. Al no hallar respuesta, sabedor de que la exquisita educación de Abdulgualid Muhammad le impedía dejar un llamado sin contestar, abrió la puerta con cuidado. Llorando, sin acabar de entender bien la escena que se mostraba ante sus ojos vidriosos, corrió a agarrar fuerte las piernas de su padre, que se balanceaban inertes al compás de una viga en el techo, de una soga en la viga, del resto de su cuerpo, del crepitar del fuego de la chimenea. ¿Por qué lo has hecho, padre?, sollozaba, ¿por qué?, cuando un pequeño papel, doblado en mil pedazos, se desprendió de su puño ya rígido. Mahmud Abdurrahim, sin soltar del todo las piernas de Abulgualid, lo recogió y lo desdobló lentamente, mientras fuera se hacía la noche. Recitó en voz alta su contenido: un nombre, nada más que eso, un nombre:روبيرتو بولانيو («Roberto Bolaño»). Furioso, blasfemando, aplastó la hoja y la lanzó a la hoguera.
Creció el fuego, se quemó el papel, fueron desvaneciéndose sus bordes mientras un fundido a negro nos sumió en la oscuridad, nos despojó del tiempo, del lenguaje.
«[…] La gota de agua restalló en su mejilla. Inició un grito enfebrecido, movió la cara, la cuádruple descarga lo derribó.
Roberto Bolaño murió el veintiséis de noviembre de 1973, a las seis horas, seis minutos y seis segundos de la mañana.»
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