Lo explica Ednodio Quintero en el prólogo de esta magnífica antología: el canal Tama, en el que se suicidó el escritor Osamu Dazai, es hoy en día apenas un riachuelo sin brío. Pero la tarde de 1948 en que Dazai acudió al puente con su amante, una joven viuda de guerra, y se ataron para arrojarse juntos, el monzón azotaba el suburbio de Mitaka y el Tama rugía como un dragón. Encontraron sus cuerpos aún juntos en un recodo del canal, casi una semana después, el 19 de junio, precisamente el día en que Dazai cumplía 39 años.
El shinju (pacto de doble suicidio) es una macabra moda japonesa que aún se sigue practicando y de la que Dazai era tan adepto que la probó hasta tres veces. Con su primera mujer se atiborraron de somníferos pero la dosis no fue suficiente: el sueño solo duró unos días. En otra ocasión lo intentó con una chica a la que apenas conocía, solo los unía la desesperación por morir. Los dos se arrojaron al mar embravecido en Kamakura: ella murió, pero él no. De hecho, con los años tuvo la ingratitud de olvidar su nombre, si es que ese olvido no formaba parte del pacto mortal y servía para que la chica muriera dos veces.
En el relato “Hablemos de mujeres” (que parece titulado por Raymond Carver), Dazai recupera la memoria de estas compañeras de infierno. El relato, narrado con un ritmo vertiginoso, es una conversación en la que dos personas recrean una escena con su pareja ideal. Pactan entre los dos la ficción que será el propio cuento, decidiendo entre los dos cada detalle y trasladando al lector el proceso creativo.
Dazai administra sus recursos narrativos con generosidad: sus relatos adoptan la forma de un monólogo, de un diálogo, de una carta (en “El profesor Ôson y la salamandra” incluso incluye una delirante conferencia). Con una prosa directa, visual, tensa como un arco, nos presenta a una galería de personajes con un pie en la tradición japonesa y otro en Occidente. Son modernos, piensan en cómics, tocan el ukele, fuman Camel, se ríen de la ceremonia del té. Sueñan con pasear por París con un paraguas, boina y largos guantes de encaje en seda negra, como personajes de anime (“La estudiante”). Y aunque visten kimonos, duermen en futones y beben sake, hablan de Andersen, de Mozart, de Marie Curie. Leen Belle de Jour, de Joseph Kessel, y redactan artículos sobre François Villon.
Cuando escribe, desde su suburbio en Tokyo, Dazai piensa en Occidente. No dice simplemente que alguien va vestido con unos fundoshi; añade “unos calzoncillos que dejan las nalgas al descubierto”. Todo gira alrededor de su propia vida. No solo las compañeras de suicidio a las que ha sobrevivido. En sus relatos el alcohol atormenta a artistas y padres de familia (“La felicidad de la familia”). La guerra (una tuberculosis libró a Dazai de participar en la Segunda Guerra Mundial) a menudo aparece en segundo plano. La batalla se está librando en alguna parte y los soldados que no están muriendo en el frente obtienen descuentos para visitar las ferias o beben brandy a morro en los bares sin pagar la botella. Como el propio Dazai, sus personajes buscan obstinadamente un sentido a sus vidas y acaban por conformarse con estar vivos (“Puedes ser un bruto o una animal -le dije-. Eso no tiene ninguna importancia. De momento basta con estar vivos”, del relato “La mujer de Villon”). Parecen condenados a la infelicidad (“Al día siguiente nos enteramos de que una maravillosa felicidad ha llegado y que allí en nuestra casa solitaria no había nadie para recibirla”, del relato “La estudiante”). Sin embargo, a veces les son concedidos instantes delicados y efímeros, el consuelo de una brazada de flores, de un té de cebada en el porche ante la verde llanura que cruza el repartidor de leche (“Promesa cumplida”).
Con sus doscientos relatos y su par de novelas, Dazai es uno de los pilares de la literatura japonesa moderna. Si bien el río que se lo llevó una tarde de junio es hoy apenas un riachuelo, también es cierto que su obra ha ido ganando fuerza en Japón a lo largo de todo siglo XX. Ha pasado al manga y al anime, y convoca, cada 19 de junio, a una muchedumbre de fans en torno a su tumba en el templo de Zenrin-ji, donde le dejan alcohol y cigarrillos como a un mártir del rocanrol.
Esta antología forma parte de ese tsunami.
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