(Reseña sobre Los cuerpos partidos, de Álex Chico)
«Eso es lo que implicaba residir en los márgenes. No es una cuestión geográfica, sino una actitud ante la vida».
Álex Chico, Los cuerpos partidos
1. La nueva era del ensayo español
Desde hace algún tiempo, todos los indicios apuntan que el ensayo español está viviendo una época de renovación y de contagiosa efervescencia. Cada vez más, aumenta el número de lectores que lo consumen. Y cada vez más, aumentan las editoriales que le hacen un hueco en sus catálogos.
Tengo para mí que este cambio de hábitos no es fruto de la casualidad, ni resultado de una mera campaña publicitaria, sino que es el resultado de un progresivo pero imparable proceso de transformación del ensayo durante los últimos años.
Hablamos de un ensayo revitalizado y sin prejuicios, que atrapa y enamora, con gancho comercial para las editoriales, con una gran capacidad de seducción para los lectores, que lo devoran como si fuesen novelas.
Para empezar, el ensayo actual se ha desprendido de la extremada rigidez que lo ha caracterizado tradicionalmente y que lo tenía atenazado, recluido, ensimismado en sus propias mieles.
Por otro lado, y directamente relacionado con esta liberación, se ha contaminado de los recursos narrativos de otros géneros (como la poesía, la literatura confesional, el diario de viaje o la entrevista), con el objetivo de reinventarse constantemente, de ofrecer formas de responder a nuevos interrogantes.
Es evidente que la idea de recurrir a recursos de otros géneros para reinventarse no es una estrategia recién inventada por el ensayo. La novela, por ejemplo, lo ha hecho prácticamente desde su nacimiento en la Modernidad. Lo que sí es relativamente nuevo es la voluntad explícita del ensayo para reinventarse a sí mismo como género literario (hasta ahora, insisto, muy rígido en estas cuestiones), a través de la contaminación con otros géneros.
Esta resistencia histórica se debía, en parte, al rechazo que producía dentro del establishment académico todo aquello que no estuviese relacionado con el análisis hermenéutico, con las bibliotecas universitarias, con las tesis doctorales, con la objetividad y la neutralidad del investigador, etc. Todo muy frío, muy analítico, muy aséptico, pero también muy enclaustrado dentro de su propia perfección.
En cambio, en la actualidad, podemos decir que el ensayo ha conseguido salir de los estrechos círculos académicos que lo tenían secuestrado, al tiempo que ha conseguido abrirse al público no especializado, sin necesidad de que el ensayo académico decaiga por ello. Y este es un acontecimiento que no pueden dejar de celebrar tanto lectores especializados como no especializados.
El mérito de esta nueva actitud pertenece a un puñado de autores que han inundado la mesa de novedades de las librerías con propuestas muy interesantes, que escriben al margen de los circuitos académicos, y que pisan los territorios de otros géneros literarios con los que comparten temas, recursos y estilos.
Hablamos de autores y libros como Sergio del Molino y La España vacía (Turner, 2016), Marta Rebón y En la ciudad líquida (Caballo de Troya, 2017), Remedios Zafra y El entusiasmo (Anagrama, 2017), Andreu Navarra y Devaluación continua (Tusquets, 2019), y otros muchos más que no mencionamos (que nos disculpen por ello) por límites de espacio.
El resultado es un ensayo híbrido, misceláneo, fronterizo, que ya no es solo patrimonio exclusivo de las élites culturales, y que tiene la inestimable capacidad de llegar a un público al que le gusta leer ensayo, sin que para ello tenga que estudiar previamente cuatro años de Filosofía.
Pues bien, Álex Chico pertenece también a ese grupo de autores que está contribuyendo (seguramente, sin pretenderlo) a renovar el panorama ensayístico español, con una propuesta que mezcla precisamente la literatura confesional y el diario de viajes, y con un estilo que le debe mucho a la poesía.
Su nuevo libro, Los cuerpos partidos (Editorial Candaya, 2019) no solo participa de esta corriente en auge, sino que viene a retomar el hilo de su libro anterior, Un final para Benjamin Walter (Editorial Candaya, 2017), con el que guarda no pocas similitudes, al tiempo que le da una vuelta de tuerca a muchos de los temas abordados en él.
2. La experiencia del desarraigo
Si tuviésemos que reducir a uno solo los diversos temas tratados en Los cuerpos partidos, podríamos decir sin riesgo a equivocarnos que este sería la experiencia del desarraigo, contada a través de la figura del abuelo del autor.
Nicolás Chico Palma fue uno de los muchos emigrantes españoles que, durante la década de los sesenta del pasado siglo, no tuvieron más remedio que abandonar sus hogares y sus familias en busca de un futuro mejor.
En aquella época, España era un país empobrecido económicamente por los estragos de la Guerra Civil, y atenazado políticamente por el férreo control que la dictadura imponía a sus habitantes.
Con muy pocas posibilidades de obtener una salida laboral, muchos trabajadores jóvenes vieron la oportunidad que esperaban en los países del norte de Europa, encantados de recibir una mano de obra a bajo precio que les ayudaba a levantar su estado de bienestar, y decidieron hacer las maletas.
Lo que relata el libro es la experiencia del desarraigo que acompañó no solo al abuelo del autor (al que nunca conoció personalmente y cuya historia reconstruye a través de testimonios indirectos), sino también la de otros muchos a los que no les quedó más remedio que enfrentarse a circunstancias idénticas.
Precisamente, uno de los grandes aciertos del libro consiste en pasar de lo individual a lo colectivo (de la experiencia personal del abuelo a la experiencia colectiva de la emigración durante aquella época), sin que la coherencia de la historia sufra por este cambio constante de perspectiva, e incluso consigue enlazar aquel drama con el de otros movimientos migratorios actuales.
En realidad, la experiencia de un individuo sirve como ejemplo y metáfora de los procesos migratorios acontecidos en cualquier época y geografía, con sus ventajas e inconvenientes, con sus aspectos positivos y negativos, con sus renuncias y sus ganancias.
Más allá de lo estrictamente económico, de lo que se está hablando en todo momento es del problema de identidad que conlleva cualquier proceso migratorio, de cómo afecta a los individuos la decisión arriesgada y traumática de dejar atrás su zona de confort (familia, amigos, idioma), para adentrarse en el terreno de la incertidumbre y de lo desconocido.
En última instancia, se trata de relatar desde todos esos puntos de vista una profunda escisión en la identidad del individuo, condenado a encontrarse siempre en tierra de nadie, a medio camino entre dos lugares (el de origen y el de recepción), entre dos momentos temporales (el pasado y el presente), entre dos idiomas (el materno y el adquirido) y entre dos actitudes alternativas (la memoria y el olvido) para afrontar los peligros que le acechan (la nostalgia y la asimilación).
Porque la identidad, y esto es una tesis que también se desprende de la lectura del libro, no es algo fijado de antemano, sino un proyecto por hacer, que se va construyendo según las circunstancias y las decisiones que uno va tomando a lo largo del camino.
Como la identidad es siempre un camino y no una meta, la herida que supone la experiencia del desarraigo pasa una factura vital muy profunda al emigrante: un individuo que no puede evitar la falta de pertenencia a un lugar determinado, la sensación de «estar-siempre-de-paso», la insignificancia de su huella en el mundo. «Por eso», dice Álex Chico, «cuando pienso en ellos los veo como seres dobles, como sujetos partidos».
Y como la identidad es también un interrogante y una búsqueda, una indagación sobre los seres que nos han precedido en nuestro árbol genealógico, para saber quiénes somos primero hemos de saber de dónde venimos.
De ahí la investigación literaria del autor sobre la figura ausente del abuelo, la reconstrucción de su periplo vital desde su pueblo natal en la Vega de Granada, Belicena, hasta su regreso al barrio de Sants de Barcelona, pasando por su estancia temporal en la localidad belga de Bousbecque, muy cerca de la frontera francesa, donde pasó varios años trabajando y enviando dinero a casa.
De nuevo, vuelve a aparecer aquí la idea de «frontera» en un sentido laxo, asociada a un espacio limítrofe entre dos mundos, dos países, dos formas de entender el mundo, dos maneras de comunicarse:
Pienso en mi abuelo y me doy cuenta de que existen personas condenadas a un tipo de lugar, como si se vieran arrastrados a ocupar una clase concreta de geografía. Puntos limítrofes, fronteras, líneas divisorias. Poco importa que separen dos barrios o dos países. Lo importante es que suelen situarse en una coordenada intermedia. El espacio deja de ser una cuestión de planos y mapas y se convierte en una actitud ante la vida, una manera de afrontarla.
Todas estas cuestiones, y otras muchas adyacentes, salpican los capítulos del libro, que discurren como afluentes de un mismo río, sin un único centro de gravedad que los agrupe bajo una misma tutela.
En él no hay un desarrollo lineal, ni siquiera una progresión, sino que cada tema conecta libremente con los demás, como puntos interconectados que remiten a otros puntos de la misma red, en un recorrido azaroso que no oculta ni trata de disimular su afán de descubrimiento personal.
3. La influencia del contexto, la temporalidad y el idioma
Uno de los aspectos en los que más insiste Los cuerpos partidos (y que también podemos encontrar en Un final para Benjamin Walter), es cómo influyen los lugares en la configuración de nuestra identidad, en nuestra forma de ser. El propio autor ejemplifica esta influencia desde su propia experiencia personal.
Igual que le ocurrió anteriormente a su abuelo, afirma que nunca ha podido evitar una cierta sensación de desdoblamiento, como el que puede sentir la persona que habita dos mundos distintos pero complementarios.
Primero, cuando era pequeño, como un habitante del extrarradio (del barrio de la Verneda) que cada día hacía un largo un viaje de ida y vuelta para acudir al colegio, situado en el centro de Barcelona.
Fue en esos viajes diarios de un barrio a otro cuando experimentó, a una edad muy temprana, esa sensación de fractura, de escisión, de desdoblamiento, que siempre le ha acompañado en su vida adulta:
Recuerdo cómo viví aquella deslocalización y sé que todo lo que he escrito después no es más que una evocación de esos viajes. Recuerdo la sensación de no pertenecer a un lugar, porque todo transcurría en múltiples espacios.
Segundo, por su condición de ciudadano que vive en un lugar (Barcelona), pero que tiene sus raíces familiares en otros lugares (Plasencia, Granada), con geografías, costumbres e idiomas diferentes.
Debido a todas estas dicotomías, siempre ha sentido un cierto sentimiento de ganancia, pero también de pérdida; de esperanza y de ilusión, pero también de vacío. Algo muy patente en su escritura, que en buena medida viene a ser una respuesta literaria a ese «estar-de-paso», a esta situación intermedia entre dos polos opuestos.
De este modo, Álex Chico conecta sus propias huellas con aquel recorrido vital de su abuelo, Nicolás Chico, que se enfrentó a los dos polos opuestos que surgen de la experiencia de la emigración:
Sé qué conflictos plantea ese idioma intermedio porque yo mismo lo viví. Sé lo que es regresar a Extremadura empleando palabras ajenas. Sé lo que supone diferenciarse por culpa del lenguaje. Y sé también lo que es habitar dos territorios paralelos.
Otra tesis que se extrae de la lectura del libro es que, cada una de las opciones a considerar por el sujeto que emigra, conlleva una ventaja y un inconveniente, una pérdida y una ganancia.
En este caso, como en cualquier otra forma de instalación en el mundo, no hay recetas ni fórmulas: tan solo consecuencias derivadas de nuestras decisiones. Y cada decisión te conduce irremediablemente por un camino o por el otro; por utilizar la metáfora de Borges, como un jardín de senderos que se bifurcan.
Para empezar, aunque en ocasiones no sea una decisión plenamente consciente, el emigrante tiene varias maneras de enfrentarse a la temporalidad. Hablamos de la relación que establece el sujeto entre su pasado, su presente y su futuro; de cuál de estos momentos temporales va a tratar de priorizar, con el consiguiente detrimento de los otros.
Así, por ejemplo, se puede dar más peso al presente que al pasado, y fomentar, de este modo, el olvido voluntario, como una forma de adaptarse a las circunstancias sobrevenidas. O bien, se puede otorgar más relevancia al pasado que al presente, y de paso avivar la memoria, como una manera de salvaguardar los afectos.
El peligro de la primera opción es la progresiva asimilación al entorno en detrimento de las raíces personales y familiares. Por eso, muchos emigrantes que se fueron en aquella época nunca regresaron a sus casas.
O si regresaron, lo hicieron como auténticos desconocidos, tanto para los demás como para ellos mismos: se habían convertido en otras personas, distintas a las que habían sido antes de partir, con una vida nueva, con diferentes ilusiones y esperanzas.
En algunos casos dramáticos, se daba la circunstancia de las familias «dobles», la que se quedaba en el lugar de origen y la «creada» en el lugar de adopción, con la consiguiente herida en las vidas de todos los afectados. Otra experiencia traumática que se sumaba a la herida provocada por la emigración.
El peligro de la segunda opción es el hecho de quedar atrapado en la nostalgia, en el recuerdo circular y constante, en el no poder desprenderse nunca del pasado para poder iniciar un nuevo camino.
Es de suponer que, debido a todos estos factores, fueron frecuentes los sentimientos de abandono y de pérdida, la falta de sentido, las dudas existenciales. Algo en lo que hace mucho hincapié Los cuerpos partidos, un título metafórico que alude a esa doble condición del emigrante, sujeto escindido, habitante de varios lugares al mismo tiempo.
Otro factor decisivo de la emigración fue la influencia del idioma, como un elemento configurador de la identidad individual y colectiva. Porque es el idioma lo que fomenta el sentimiento de pertenencia a un lugar, aquello que nos ancla a un territorio, lo que nos enlaza con el medio que nos rodea, el vehículo que da sentido a nuestros afectos.
Y los emigrantes que tenían como destino el norte de Europa, como en el caso de Nicolás Chico, salían de sus hogares sin tener ni idea del nuevo idioma que iban a tener que utilizar a partir de aquel momento (algunos ni siquiera sabían leer ni escribir), otra dificultad añadida a la distancia y que fomentaba aún más el desarraigo.
En el libro se cita, por ejemplo, cómo se producía entre estos emigrantes una modalidad muy peculiar de contaminación lingüística, con palabras de uno y de otro idioma, con el objetivo de hacerse entender, de hacer la vida un poco más fácil, de dar coherencia a lo que les estaba pasando:
Ahora me doy cuenta de cómo ciertos términos configuran nuestra manera de percibir el mundo. Nuestra forma de abarcarlo. Palabras que en su simplicidad penetran en nosotros y nos proporcionan una composición de lugar. Una idea del universo, reducido a unas cuantas líneas para entender todo aquello a lo que no es imposible dar alcance.
Aunque aquí los analicemos de forma separada, lo cierto es que todos estos elementos que hemos visto (contexto, temporalidad, idioma), confluían de forma simultánea en esa fractura que es la emigración.
Puede que sea por ese carácter simultáneo de todos los temas el que cada capítulo del libro es un texto que puede leerse de forma autónoma, pero cuyo contenido remite al resto de capítulos al mismo tiempo, como si fuese el movimiento de un boomerang que recorre todas las estaciones posibles en su vuelta al punto de partida.
Y siempre, en medio de todo esto, la figura del abuelo ausente, Nicolás Chico, como centro de gravedad de ese amplio recorrido por todos los elementos implicados.
4. Un estilo híbrido para un «ensayo literario»
Nada mejor que un estilo poroso, híbrido, fronterizo, para describir un proceso con tantas aristas como el de la emigración. Y nada mejor que plantear un tono interrogativo a lo largo de todo el libro, para desarrollar un tema del que no se cuenta con un testimonio directo.
A estas alturas, el lector ya habrá podido deducir que Los cuerpos partidos no es un «ensayo de tesis», formado por afirmaciones rotundas y contundentes, cuya conclusión se deduce de las premisas, con un armazón teórico que lo sustenta.
Antes bien, se trata de un «ensayo literario», mucho más sutil que el anterior, en el que los interrogantes tienen mucha más importancia que las respuestas solicitadas. Dicho en otras palabras, se trata de un ensayo en el que las preguntas permanecen, mientras que las afirmaciones son siempre parciales y provisionales y, por tanto, secundarias.
En este tipo de ensayo, por ejemplo, es más crucial la elucubración sobre lo que pudo haber sido y por tanto nunca llegará a ser, que el recuento fáctico de lo que ha sido, porque se trata de reconstruir un puzle al que le faltan piezas, de rellenar los espacios en blanco, de plantear nuevas y mejores preguntas que las anteriores.
Podría decirse que en este tipo de ensayo, de índole literaria o extracadémica, hay un ramillete de preguntas disparadas en múltiples direcciones, que no tienen una respuesta concreta ni definitiva, porque la finalidad de dichas preguntas no es tanto encontrar una respuesta satisfactoria como el propio cuestionamiento de la realidad.
Y el modelo de «verdad» al que se llega no es «apodíctico», susceptible de ser demostrado mediante un razonamiento o una comprobación empírica, sino una «verdad literaria», imposible de encerrar en una única respuesta.
Lo decía Javier Cercas en El punto ciego al hablar de las «verdades literarias» que él circunscribe al terreno de las novelas (o, al menos, a cierto tipo de novelas), pero que podríamos hacer extensible a este tipo de libros, en los que se cuenta una experiencia personal con datos extraídos de la realidad.
En palabras de Cercas, «consiste en plantearse una pregunta compleja para formularla de la manera más compleja posible, no para contestarla, o no para contestarla de manera clara e inequívoca». Ese es, precisamente, el planteamiento de Los cuerpos partidos, y las posibles conclusiones a las que arriba son siempre «verdades literarias», es decir, afirmaciones que remiten a una nueva pregunta por contestar:
Por este motivo no escribimos más que libros incompletos, segundas partes, epílogos que vamos añadiendo justo antes de dar por concluido algo que no tendrá ninguna conclusión. Porque cuanto más analizamos un suceso más nos queda por descubrir, como si entráramos en una ciudad sin nombre en la que siempre estuviéramos de paso.
Igual que el sesgo interrogativo del libro, nada mejor que un estilo cercano a la poesía, con un tono muy intimista, alejado de la frialdad y el distanciamiento del ensayo tradicional, para propiciar el encuentro con este tipo de «verdades», algo de lo que ya había dejado buena prueba Álex Chico en Un final para Benjamin Walter, su libro anterior, y que ya empieza a convertirse en un estilo reconocible, una especie de «marca» de su autor, que cuenta con varios libros de poesía en su currículum.
La poesía deja entrever su huella y atraviesa todo el libro pero sin absorberlo, dejando el espacio necesario para que la prosa se manifieste con holgura, y no solo en la manera de formular las preguntas, sino en la forma de buscar las posibles respuestas, porque también la poesía es más una búsqueda que la respuesta a una pregunta.
Otro de los grandes aciertos del libro es su capacidad para introducir ciertos elementos del proceso creativo dentro del propio proceso creativo, algo que, de una forma un tanto ostentosa, últimamente se etiqueta como «metaliteratura».
Así, el lector se encuentra con reflexiones muy pertinentes relacionadas con los límites y la finalidad y los peligros de la escritura, así como las dudas e incertidumbres que acechan al autor al tratar de reconstruir un perfil de una persona a la que nunca conoció directamente.
Por último, merece la pena mencionar que este tipo de ensayo también permite el diálogo con obras pertenecientes a otros ámbitos culturales que trataron el tema de la emigración en algún momento.
Hablamos de canciones de época, de libros semejantes a este, de otros autores que también hablaron sobre los procesos migratorios o sobre la figura del emigrante, de películas y documentales que han ayudado al autor a configurar su búsqueda personal, arrojando un poco de luz en medio de la oscuridad, aportando nuevas piezas al puzle que trataba de reorganizar.
Podría reconstruirse el itinerario de esa búsqueda personal a través de esas menciones a otros escritores, cantautores o directores de cine que se enfrentaron no solo al mismo tema, sino también a los mismos problemas e incertidumbres que ha tenido que sortear su autor para poder culminar el texto.
En definitiva, igual que ya hizo anteriormente, Álex Chico vuelve a publicar un libro de hondo calado filosófico, con un estilo cercano al de la poesía, que además propicia la reflexión del lector sobre un tema tan complicado como el de la emigración, sin eslóganes fáciles ni simplificaciones reduccionistas.
Tan solo el desarraigo de la emigración en primer plano, reconstruido a través de la figura de su abuelo ausente, Nicolás Chico. Una forma de buscar respuestas existenciales sin necesidad de salir del árbol genealógico.
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