Necesitamos nuevos nombres
NoViolet Bulawayo. Salamandra. 256 páginas. 2018.
Me paso los días huyendo de mi barrio de origen para, a los escasos cinco minutos después de haberlo abandonado, regresar a él con las manos en los bolsillos. Porque es allí donde siempre ha vivido mi familia, mis amigos más íntimos —esos que son como hermanos—, porque sueño con aventuras transcurridas en sus calles hace ya más de treinta años y porque, cuando conozco a alguien con quién rio y conecto casi de inmediato, nos sorprendemos al descubrir que en su día compartimos espacios sin saberlo. ¿Te acuerdas de aquel concierto en la plaza Sóller? ¿También merendabas gofres en el Gato Rosa?
A veces, regreso al barrio de la forma más inesperada. Empiezo un libro que alguien me ha recomendado y, de repente, estoy allí de nuevo. No en el espacio de ahora, ese que conozco menos por haber perdido lo cotidiano. Sino que vuelvo a ese otro que habita todos los espacios de mis recuerdos de adolescencia y que es y no es, que aparece y desaparece ante mí cada vez que subo las escaleras —ahora mecánicas— de la parada de metro de Virrei Amat. Una de las últimas veces ha sido una escritora africana la que me ha vendido el boleto de vuelta: la zimbabuense NoViolet Bulawayo, con su novela Necesitamos nuevos nombres.
La protagonista y narradora de la novela es Darling, una niña de diez años que nos relata sus vivencias en un suburbio llamado Paraíso, nombre irónico para uno de tantos barrios pobres de Zimbabue, país que reconocemos sin que nunca se llegue a mencionar en la novela. Darling persigue con la mirada esperanzada los aviones que cruzan el espacio aéreo y sueña con alcanzar “el sueño americano”, huir a Estados Unidos. Está convencida de que allí su vida será mucho mejor.
La primera novela de NoViolet Bulawayo, We need new names (2013), se publicó en 2018 por la editorial Salamandra gracias a la traducción al castellano de Sonia Tapia Sánchez. El verdadero nombre de la autora, nacida en Tsholotsho (Zimbabwe) en 1981, es Elizabeth Zandile Tshele. En el idioma shona, «no» significa «con» y Violet era el nombre de la madre de la autora; el apellido Bulawayo es un tributo a su país. NoViolet no solo cambia y resignifica su propio nombre, también los que idea para la novela no son fruto el azar. Porque en Zimbabwe: “los nombres son coloridos y capaces de contar la historia de la persona”. ¿Y por qué necesitamos nombres nuevos? Porque a través de esos nuevos nombres y de las nuevas personas a las que se refieren, crearemos otras formas diversas de entender y relacionarnos en el mundo.
Darling, en la primera parte de la novela, no se separa de los nombres y apodos de sus amigos: Bastardo, Sabediós, Chipo, Stina, Sbho. La pandilla habita en Paraíso, un poblado de chabolas en un simbólico Zimbabwe. Allí roban guayabas en el barrio adinerado de Budapest, “donde vive la gente que no es como nosotros. Claro que tampoco se ve nada que sugiera que aquí vive gente de verdad. Incluso el aire está vacío: no huele a comida rica, no hay olores, no hay ruidos. No hay nada”. También exploran la construcción de un centro comercial de origen chino y, sobre todo, disfrutan de los juegos que inventan ellos mismos como «Buscar a Bin Laden», «El asesinato de Nacidolibre» o el “Juego de los países” en el que “todo el mundo quiere ser ciertos países; por ejemplo, todos queremos ser Estados Unidos o Reino Unido o Canadá o Australia o Suiza o Francia o Suecia o Alemania o Rusia o Grecia o lugares así. Éstos son los países de verdad. Si pierdes la pelea, tienes que conformarte con Dubái o Sudáfrica o Botsuana o Tanzania”.
Al inicio de la historia, las aventuras del grupo de amigos están narradas a través de la inocencia y el humor, con un tono fresco y juvenil. En palabras de la autora, en esta primera parte de la novela los protagonistas son infantiles y “los niños son niños y van a jugar y vivir su vida llueva o haga sol. Merece la pena celebrarlo porque están completamente destrozados y rotos por todo lo que está pasando en su entorno”. También en esta primera parte de la historia, entre líneas, los lectores entendemos la realidad descarnada que rodea a la pandilla: el hambre, la pobreza y las desigualdades, el VIH/SIDA, la violencia política y la corrupción. Nos impacta descubrir que Darling y sus amigos ya no van a la escuela porque los profesores han huido del país, también sabemos que la policía ha destruido sus casas, que sus padres han emigrado a realizar trabajos denigrantes, que las niñas no son inmunes a los embarazos precoces, y que la tradición se ha debilitado para dar paso a las supersticiones y el engaño. Sin olvidar el papel de las ONG: “A estos de la ONG les gusta mucho hacer fotos, como si fuéramos sus amigos y sus parientes de verdad o algo así, como si luego, al volver a sus casas, fueran a ponerse a ver esas fotos y a decirles nuestros nombres a otros amigos y parientes. No les importa que a nosotros nos dé vergüenza estar sucios y llevar la ropa rota, ni que prefiramos que no nos hagan fotos”.
La segunda parte del libro nos sorprende: la protagonista al fin consigue abandonar Paraíso para viajar a Estados Unidos. Sin embargo, cuando se cumple el mayor sueño de Darling, viajar a América para reunirse con su tía, el mundo que la espera en la periferia de Detroit no se parece en nada a lo que había imaginado: trabajo y más trabajo, la inseguridad, el frío, la marginación, una familia distante. Si en la primera parte la autora criticaba la difícil situación de su país de origen, en la segunda nos presenta sin reservas la violencia de la sociedad estadounidense. Sin embargo, aunque al principio Darling no se reconoce en el nuevo país, con el paso del tiempo se adaptará a él y descubrirá, de forma gradual, casi sin poder creerlo, que sus lazos con la vida que dejó en Paraíso se desvanecen. También a diferencia de la primer parte de la novela, la historia que se desarrolla en Norteamérica sí cuenta con varios detalles autobiográficos: NoViolet Bulawayo emigró a Estados Unidos a los dieciocho años, donde reside y desarrolla su carrera como escritora en la actualidad. “Mi adaptación fue difícil, una parte de mudarte a otro lugar cuando eres joven es que esperas que todo sea igual y no lo era.”
A medida que avanzamos en la lectura, descubrimos otro de los tesoros de esta novela: la habilidad con la que la madurez de Darling evoluciona a través de la voz narrativa del personaje. En la segunda parte de la novela, la protagonista ha dejado de ser una niña: a través de las reflexiones de la protagonista, observamos como, a pesar de su adaptación gradual a la vida en Detroit, persiste en ella un duelo latente; una sensación de pérdida por lo dejado atrás que nunca se desvanece. Darling permanece conectada a sus raíces, como lo demuestra su reacción ante el aroma de una guayaba, que la transporta instantáneamente a las calles de su infancia. Frente a su madre y amigos, ella mantiene una imagen idealizada de los Estados Unidos, pero en el fondo es consciente de que se trata de un país que no existe o que ya solo existe en sus esperanzas. Darling les envía postales y fotografías que alimentan esa ilusión de éxito. Sin embargo, mientras lamenta lo que ha dejado atrás, la protagonista comprende que, la mayoría de las veces, regresar es imposible. Que algunas pérdidas son irreparables
Puede que la primera novela de NoViolet Bulawayo nos hable de temas sobre los que ya hemos leído antes, pero sin duda lo hace desde una perspectiva muy original: la narración en primera persona de una Darling-niña que juega en un barrio zimbabuense y nos conduce hasta una Darling-adolescente que busca su lugar en una sociedad que no sentirá como suya. La singularidad de este juego de contrastes fue lo que catapultó a Necesitamos nuevos nombres como finalista de los premios Man Booker y Guardian First Book y ganadora del Caine de literatura africana, el PEN/Hemingway y el Art Seidenbaum. Estos reconocimientos elogiaron una prosa “en la que reverberan las voces, la cadencia y la intensidad de los contadores de cuentos” junto con “una inusitada franqueza que seduce y conmueve a la vez”.
Llegamos al final de esta reseña y me doy cuenta de que no tengo ningún derecho a sentirme identificada con esta novela, con la historia de Darling, una mujer africana, negra y pobre en Estados Unidos. Aunque resido y he residido en lugares que me han hecho sentir como una forastera, fui una adolescente que disfrutaba de gofres en El Gato Rosa sin necesidad de robar; al fin y al cabo, una privilegiada. Pero hay algo en la historia de Darling que me arrastra desde las mayúsculas de la Historia hasta sensibilidad íntima de una despedida. Hasta la complejidad de emociones compartidas que implica abandonar el hogar, sea cual sea. Acabo la lectura de Necesitamos nuevos nombre y subo una vez más las escaleras mecánicas que me llevan hasta la superficie de la plaza Virrei Amat. Y no dejo de preguntarme si el viaje de ida ha valido la pena.
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