Una lectura de «Para que no te pierdas en el barrio» de Patrick Modiano, editado por la editorial Anagrama.
Lo admito: más de una vez sacudiría por los hombros a los personajes de Modiano. Igual que los niños avisan al héroe de la película de que el villano se acerca por la espalda, yo dictaría a gritos al apático personaje modianesco las preguntas que querría que hiciera al resto de personajes, pero que no hace: ¿Cuál es tu verdadero nombre? ¿Qué habéis venido a hacer? ¿Sois asesinos? ¿Estarás más tiempo aquí, te despedirás de mí cuando te vayas? Son las preguntas que me convenzo de que yo haría. Pero el silencio tenaz de Jean, esa persona literaria de Modiano, como el de los personajes de las películas desencantadas de Melville, tiene una razón de ser. No es que no quiera saber. Seguramente, quiere saber, pero duda de que sea posible responder. Aunque nuestro interlocutor nos sature a datos, las preguntas fundamentales siguen en pie, intactas, cuando se acallan las palabras que pretendían ser respuestas.
Pero hemos ido demasiado deprisa. Comencemos por el argumento de “Para que no te pierdas por el barrio”: Jean Daragane, un escritor de sesenta años, ha perdido su agenda de direcciones. Recibe una llamada telefónica de alguien que la ha encontrado. Se citan para dársela: se presenta el hombre que le ha llamado, acompañado por una mujer. El hombre quiere involucrar a Daragane en la investigación de un asesinato que tuvo lugar hace muchos años porque cree que conoció a alguno de los involucrados. Le da u dossier con fotocopias y documentación. Daragane no sabe cómo deshacerse de ese hombre tan cargante; lee en su casa los materiales que le ha dado. Algunos nombres le resultan familiares; fardos del pasado comienzan a aproximarse a la memoria. Recibe una llamada de la mujer, que quiere verlo a escondidas. Etc.
A los que acusan a Patrick Modiano de escribir siempre el mismo libro hay que darles la razón sin muchos miramientos. Por una parte, la acusación es irrelevante, ya que casi todos los escritores escriben machaconamente el mismo libro. Por otra, Modiano es una especie de Baudelaire moderno, un flanneur porfiado que lleva años recorriendo París y escribiendo sus paseos inevitablemente forrados de cierta monotonía: si siempre se sale del mismo sitio, buena parte del trayecto es conocida y se tarda en llegar a calles nuevas y alejadas; luego volveremos a esto. En todo caso, no hay manera de persuadir a nadie de que el logro de Modiano es ese: que uno entre en un nuevo libro como en un lugar ya visitado. O se está persuadido o no se está.
Así que lo primero que debe decirse de “Para que no te pierdas en el barrio” es una paradoja que da la razón a los lectores poco afines a Modiano: se sitúa en un territorio conocido del que no podemos afirmar que sea conocido. Es decir: regresamos a París, a poblaciones en las cercanías de París, a calles limítrofes con el campo que con el tiempo harán retroceder al campo; a gente que va y viene con propósitos turbios; a cafés donde se sientan y beben personas con melancolías singulares o secretos bien resguardados, pero nunca personas ordinarias; a gente que cambia de nombre e intenta que ese nuevo maquillaje les cambie la vida. Pero sobre todo, regresamos al intento de desvelar un pasado. A algo parecido a un plan, una conspiración, de la que todo el mundo está al tanto, salvo el narrador. Los recuerdos ondulan como los límites del calor y hacen pasajero lo firme, e indecisos los testimonios. Las palabras, menos verificables que nunca. Lo conocido se vuelve el lugar de máxima extrañeza.
Suele decirse que detrás de muchas de las obras de Modiano hay una novela negra. Y es verdad: qué extrañas esas mujeres de calendarios sin días, seductoras; qué sórdidos esos hombres que llegan de noche y escapan de madrugada; qué casuales esos encuentros decisivos en terrazas desiertas, en boulevards ignorados. Pero habría que precisar dos cosas. Una: que más que tratar de elucidar un misterio, se busca plantearlo adecuadamente; no se quiere tanto resolver un enigma, como saber exactamente de qué enigma se trata; o mejor aún, el enigma aparente siempre resulta secundario frente a otro que se da por supuesto y que fácilmente se nos escapa. La segunda cosa, relacionada con la anterior: las pretendidas novelas negras de Modiano son también novelas de fantasmas. Son fantasmas los personajes recordados a medias y que hablan entre dientes, es fantasma el propio narrador; son verdaderamente fantasmales los desconocidos que aparecen repentinamente, sacuden la frágil estabilidad del presente, ponen en marcha la maquinaria de la investigación, y desaparecen sin que se sepa más de ellos, y de ese modo se convierten en misterios ellos mismos.
La verdadera fantasmagoría no es estar muerto, sino carecer de sentido. Llegados a este punto, uno puede plantearse si la búsqueda de sentido equivale a la búsqueda de explicaciones. Wittgenstein y antes Schopenhauer han sentenciado que no. Puede parecer que Modiano dice lo mismo, y algo más: que incluso las explicaciones son inaccesibles. París, el gran escenario de la juventud de Modiano y el papiro sobre el que están escritas las novelas, sirve como exterior de lo que pasa en nuestro interior oscuro. Las novelas de Modiano están llenas hasta la exasperación de nombres de calles, pasadizos, avenidas, cafés y comercios de París. La ciudad oceánica nunca se detiene. Por más veces que la haya recorrido y por más exactamente que pueda localizar este boulevard, aquel colmado, no sé qué garaje, nunca posee la ciudad. Al menos, no la posee como catálogo de nombres. Las fronteras se expanden, se encuentra un solar donde hubo una escuela infantil, un negocio cierra y otro abre en su lugar.
Salir a recorrer la ciudad es salir a buscarse. No hay más éxito que ese. Seguir saliendo.
Si gran parte de la obra de Modiano es fractal, en el sentido de que cada parte incluye a las otras (a veces, casi literalmente; por ejemplo, “Dora Bruder” y “Un pedigrí” incluyen, con diferentes ópticas y niveles de desarrollo, el mismo episodio de la infancia de Modiano), quizá en “Para que no te pierdas…” encontramos más explícitamente expuestas las claves del desasosiego y la melancolía, tan nítidas pero tan difíciles de localizar con precisión en las novelas de Modiano.
Claves más explícitas. En ocasiones, también más arbitrarias o simbólicas. Un ejemplo de arbitrariedad: los dos personajes a los que conoce Daragane y que lo arrastran hasta el pasado se disipan hacia el final de la novela sin que sepamos más de su extraña relación; pero ese gesto es un acto de soberanía narradora de Modiano, que acaba la novela en una escena muy remota del personaje: “Al principio es poca cosa, el chirriar de los neumáticos en la grava, un ruido de motor que se aleja, y necesitas algo más de tiempo para caer en la cuenta de que ya no queda nadie más en la casa”; leído en seco, separado del resto de la novela, es difícil ver el puñetazo en el estómago que representa este final. Y un ejemplo de convencionalismo: Daragane tiene una maleta cuya llave ha perdido, y que podría contener un capítulo descartado de su primera novela, y otros documentos que podrían esclarecer el pasado; el símbolo es tan obvio que casi trivializa la atmósfera de encierro.
Pero también habla de una posible función de la literatura: “Escribir un libro era también para él hacer luces o enviar señales de morse a algunas personas de quienes no sabía qué había sido”. Aparte de la alusión a los mensajes cifrados que los espían se envían a través de la prensa en las películas policíacas, se pone de refilón el deseo de que a pesar de todo alguien escuche y responda, de que alguien que también estuvo allí pueda decirnos algo sobre lo que pasaba que nosotros no vimos o vimos pero no entendimos: “Muchos años después intentamos resolver enigmas que no lo eran en su momento, y querríamos descifrar los caracteres medio borrados de una lengua demasiado antigua cuyo alfabeto ni siquiera conocemos.”
El artista venezolano Óscar Muñoz, en su famoso vídeo “Re-Trato”, pinta con un pincel mojado en agua retratos esquemáticos de diferentes personas. Lo hace sobre una piedra caliente, de manera que a los pocos segundos el rostro ya se está evaporando, se está haciendo invisible. Está pasando al aire. Es inútil ir a rehacer los rasgos que se difuminan, porque entonces son los últimos en ser pintados los que se desvanecen. Nunca veremos el rostro completo, nunca podremos retenerlo. Así el recuerdo y la identidad en las novelas de Modiano. No habla de las manipulaciones que infligimos a la memoria para poder justificarnos, pero sí de lo poco sólida que es. Daragane ha olvidado no una vez sino dos un episodio crucial de su infancia. Lo olvidó, lo recordó, escribió una novela sobre ello, volvió a olvidar. La novela comienza en el punto en que se avecina el nuevo recordatorio.
Libro tras libro de Modiano, siguen los vagabundeos y las exploraciones para constatar una vida irrecuperable, irrenunciable. “Seguro que acababa por encontrar eso que había perdido y de lo que nunca había podido hablar a nadie.”sdas
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