Mariana Travacio, Me verás caer, Las afueras, 2023
Acabamientos deslumbrantes
Desde el título de este conjunto de relatos de Mariana Travacio, Me verás caer nos impele a una actividad lectora corresponsable con la escritora de la autora, como seguramente nos daremos cuenta en la lectura de las propias piezas tituladas “Cansadas”, “¿Dónde está Montes?”, “Rosas buenas”, “Últimos rastros” para concluir con “Y el río tan manso”. El total de las piezas, el interior de algunas, los lazos entre ellas construyen un imaginario propio con esa forma de despeñamiento, decadencia y sinsentido que por momentos conforma la existencia de personajes y relaciones entre ellos.
En “Cansadas”, más allá de la lectura primera que matizará interrelaciones materno-filiales, el devenir de la vida, el cansancio y abatimiento harán presencia entre las dos mujeres que brillan en el cuento frente a la ausencia de la figura masculina, que, si bien no existe o está elidida, podríamos pensar —y en esto, como en tantas cosas que veremos, la autora nos otorga libertad de vuelo e imaginación— que el hombre, como personaje central no existe, o está transformado en papel y en acto por la mujer, esa hija que es la que guarda secretos, revela impudicias o comprende que deberá ser ella misma la comprendida por la siguiente generación. Las herramientas que Travacio gusta de utilizar serán las reiteraciones que insisten —verbales, estilos directos libres— en la composición de un espacio familiar casi realista, pero de un tono vislumbrado como íntimo, demasiado personal como para no pensar que estamos tras una mirilla, demasiado escondido a la vista. Es una paradoja, pero puede recordar que “La carta robada” de Poe se encontraba donde nadie podría encontrarla y Dupin escarba poco para hallarla. En este caso, Travacio, sin tintes de género negro ni cosa parecida, pero sí practicando el ocultamiento de lo que desvelaremos en la lectura —que callamos—, hace de una situación común, la inestabilidad que veremos cómo sufren otras mujeres en el libro e irá convirtiéndose en rasgo definitorio del libro: ya decíamos que desde el título nos vemos en la obligación de someter nuestra cómoda lectura a un desequilibrio impuesto por la autora de manera casi dulce, familiar o conocido, pero de igual manera enojoso, en parte cargante, en parte molesto por nuestra propia incapacidad para —en nuestra vida real— salir de la lectura y aceptar que estamos ante piezas de ficción. Ese realismo que nos enreda de manera pegajosa y queremos sacudirnos cuanto antes, cargado de silencios siempre vivos, móviles, que pernoctan en nuestros corazones y arrasan sueños, expectativas y alegrías. La poca importancia concedida —aparentemente a esta pieza, a mi juicio, la convierte en una entrada excepcional, un duro e inconcluso pórtico de fuego hacia infiernos más o menos instables, repletos de personajes que se mueven y van y vuelven sin saber demasiado de sí mismos y más preocupados de formar parte del presente que de soportar el pasado con el que cargan: ni hablemos ya, de pensar en someterse a la ignorancia subjuntiva que precisa el futuro cargado del bienestar posible del que hablábamos antes. Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate.
Y aun así, me apasiona un libro que se aleja de mis planteamientos creativos: recordemos que escribimos crítica, dicen —si a esto se le puede llamar así, más allá de elogio, más allá de listado de herramientas—, escribimos crítica pensando en quiénes somos, en qué hemos vivido/leído y en quiénes seremos tras esa lectura. Al final, resultamos seres nuevos, personas transformadas, porque para qué, pienso, escribir si no es para una pareja, paralela transformación con los personajes que ocupan páginas, desenredan —pegajosas— tramas y humedecen la sequedad de nuestras vidas. Releo el párrafo. No sé si tengo planteamientos creativos. Sé que me fascina que alguien como Travacio me contradiga. La escritora utiliza un escueto armazón de recursos. Un armazón en apariencia frágil, de pocas defensas, de armas sutiles y casi invisibles. Las palabras se deslizan una tras otra como si nada, pero en realidad las hilazones creadas son densas, de bordado elegante y denudo, con un grosor que se revela poco a poco y que nos deja en pleno desvalimiento al terminar los cuentos.
En Quebrada, novela de la que Rulfo se sentiría orgulloso de quien la hubiera escrito, Mariana Travacio experimenta una síntesis y un reduccionismo efectivo de recursos. podemos decir que el estilizamiento progresivo de un estilo travaciano, en sus relatos, es visible, palpable, legible. Reconocemos que la historia la vamos armando junto con la escritora porque desconocemos adónde nos lleva esta, y hasta dónde podremos seguir la línea vital de sus personajes.
Si los principios al escribir relatos nos dan el tono, el sentido y casi la dirección última del texto, el final será la forma de entender todo o quedarnos en el país de nuca jamás. El final de este primer relato es espléndido, poco más se puede añadir de un cuento en el que las apariencias y el posterior desentendimiento proveniente de un pasado hace mucha mella, tatúa cicatrices que no sellan del todo y envenena el estado natural de las relaciones personales.
Las lecturas más interesantes siempre serán las personales: la mía parece descubrir a veces rasgos, características en una pieza, que iluminan la oscuridad —mi oscuridad o torpeza— que otros relatos ha podido causar. La falsa sororidad, las complejas relaciones entre mujeres, las palabras siempre en voz baja y transversales de puntos tan alejados como el equívoco o la mentira, y sobre todo el miedo: el terror a dejar de ser, a dejar de significar. Todos estos temas pueden aparecer, ser soterrados o resucitar en “¿Dónde está Montes?”, un relato atractivo desde la forma en que está escrito hasta las consecuencias últimas que plantea sobre la verdad y la mentira, los presupuestos tradicionales de una supuesta feminidad, por supuesto no atribuibles —porque son tradicionales, esto es, generacionales—, al hombre y las teóricas narrativas femeninas. Aquí hay extrañeza, ignorancia ante ese futuro que se presenta metamorfoseado porque lo prometido no llegó, las promesas fueron polvo en el viento, un polvo seco, un viento fuerte, y unas gargantas rotas de gritar, arrasados ojos de lágrimas de incomprensión y pieles y carnes marcadas como bestias por la violencia ejercida desde hace mucho, mucho tiempo. Los recuerdos inventados, las desapariciones o las pruebas tomadas como falsas hacen que este relato ejerza una influencia en nuestra memoria lectora y nos lleve, como poco hasta otros libros, otras autoras, otras voces y ámbitos.
La manifestación de lo que es la vida, de lo que puede ser la literatura hecha poema, relato lírico que administra el cuidado con las palabras, una trama relacionada con las personas amantes y amadas y cómo no, el misterio que la literatura expresa en cada hoja si el sentimiento y el sentido de lo que se quiere expresar se trabajan, se pulen y la delicadeza aflora entre sus frases.
“Una narrativa de tu vida, hecha a la medida de cada quien, con lo que cada uno quiera contar: sus propias invenciones, sus propias fabulaciones febriles, esas fantochadas que les gusta fabricar con las meras hilachas de los demás. Nunca se sabrá la verdad. Quedarán solo esquirlas”.
Durante el libro asistiremos a rituales clásicos de mujeres preocupadas por el qué dirán, por los reproches de sus propias amigas, por una memoria que nos advierte de que lo vivido, la maravilla aquella en ese preciso y justo y deslumbrante momento, no fue tal, o lo fue allá, en eso llamado nuestro pasado y que hoy, afortunadamente, ya es otro tiempo, somos otras personas, y escribir entonces se convierte en el tratamiento perfecto del presente: esa es la sensación que nos dejan cuentos de tal manera escritos. Uno de los ejemplos sería el siguiente, que por intensidad y por construcción, será uno de los elementos centrales en la poética narrativa de Travacio. Juega la carta la escritora de una trama líquida, podríamos decir, sólida pero móvil, como las inestables condiciones de algunos personajes y la redondea con otro final de esos, uno de esos acabamientos que sí, pensamos, ya te estoy viendo caer, querida Blanca Nieves, y oh, el nombre de la protagonista, la separación entre el sustantivo plural y el adjetivo en singular, y enseguida asociamos al cuento infantil, al engaño y la apariencia, al dolor de no ser especial, al nombre, al apellido y al destronar esperanzas que supone un acabamiento personal, amoroso y trascendental en el carácter del personaje. Cuánto en tan poco, repito: qué de recursos, como la elipsis, tan bien utilizados. Qué poco material escrito y cuánto dice, insinúa. Como una plaga silenciosa nos invade la lectura el tercer cuento de los otros dos anteriores: pensamos en la estructura del libro, lo bien armada que está hasta aquí, hasta “Rosas buenas”, el tercer relato, y acto seguido, raudamente pensamos: ¿y ahora qué, qué queda si queda algo novedoso en el libro: no nos ha entregado la punta de la pirámide de la tensión? La respuesta, si continúo la reseña salta a la vista. Restan dos relatos: amargura, compañía, chistidos, remembranzas, reiteraciones, elipsis, recolecciones de objetos y formas y palabras y sentidos. Todo esto y más, desde la expectativa más absoluta nos ofrece Travacio, así que pensamos que entonces el libro será algo más, por si ya fuera poco, y entramos de cabeza en “Últimos rastros” con Nena Daconte, la sangre y la pena en la memoria, el engolado referente de nuestro colombiano favorito que aunque nada tuviera que ver en nuestra lectura, Travacio ya lo ha convocado en nuestra memoria, activando interrelaciones de nombres, actos, personajes y más, entre sus cuentos, perorando los dinteles móviles, nada fijos, de las puertas que vamos de nuevo a atravesar en el relato, puertas de la conciencia y los recuerdos de un personaje ya conocido, ahondando en lugares a los que Travacio nos conduce con un cuidado y una pulcritud narrativa que funda un nuevo contraste con esa violencia contenida —y desbordada— de otros esquemas anteriores. El juego literario consistente en contar se permite en estas páginas recordarnos que todo tiene un inicio y un desarrollo y un impostergable final. El juego se compone de sentimientos, historias ya contadas y profundas penas, caracteres inmersos en un desequilibrio digno que Travacio comparte como si no fuera con ella, dejando que sus personajes aborden el barco de la normalidad sin conseguirlo, y somos testigos del hundimiento, de la pérdida del sosiego, del alumbramiento de monstruos personales ya anunciados en páginas anteriores: incomprensión permeable a la culpa latente, desentendimiento de lo vivido con un afán superador que no funciona, restos de maldades ajenas que aparentamos hacer pasar como nuestras. La defensa férrea de una personalidad para debatir cara a cara con nuestra personalidad. La ambientación tan bien sometida a la concreción que Travacio pule y nos muestra, le permite a la escritora discernir entre los momentos de reflexión y la verdad de los personajes: todo lo físico, parece insinuarnos, tras lo moral se viene abajo. La epifanía hace acto de presencia y leemos páginas maravillosas de deslumbramientos portentosos. La literatura se realiza con palabras y es un trabajo de constancia, tesón, elucubración y preciosismo que muchas veces se confunde con excesos barrocos: a Travacio no le sucede esto, Travacio es directa, honda, sentida, clara. Admirable combinación de personalidad narrativa y herramientas utilizadas con sumo gusto.
Es un libro donde la mescolanza, como un líquido no newtoniano alberga fluidez y solidez dependiendo de la fuerza aplicada, es muy importante: si pretendemos leerlo aplicando la razón como única arma intelectual será difícil que nos emocione, al menos en una primera lectura, y sin embargo, si nos dejamos llevar por las relaciones, los escenarios, la repetición de elementos conocidos por insinuados, palabras que recogen lo ya dicho y objetos simbólicos, palabras de significados deslizados… concluiremos la lectura del libro con un sabor de boca hermoso, como de lavanda fundida en boca, espeso y admirable, duradero en memoria y con los justos enganches para pensar en sus procesos narrativos como los adecuados para seguir adelante con la lectura de más obra de Travacio. “Y el río, tan manso” vuelve a admirarnos porque cumple su función externa —último relato, relato crepuscular— e interna, con esa nueva revisión de lo contado por ciertos personajes, lo recordado y cómo no, lo escrito por la narrador, ya sea en segunda persona, como si fuera epistolar, o una conciencia ajena que es la propia. El recurso es de una efectividad terrible, y nos sumergimos hasta el fondo como otros personajes anteriores— en la historia contada, una historia de memoria, morfina y lluvia. Se nos plantea una patria infame. Se nos revierten los códigos de conducta. La liquidez, lo no sólido, lo blando hace acto de aparición. La hermosa escena final de la segunda parte del relato, el conflicto que brota en la cuarta, la memoria trastocada por el deseo. La enfermedad contada como si la historia abotargara el cuerpo más el mal tratado.
Travacio cuenta de manera tumultuosa los delirios íntimos de insospechados personajes tan potentes que no tienen otra que vivir, a quienes no les queda otra que recordar y luchar y pelear consigo mismos en su piel de mujeres, en su agotamiento físico y mental porque su naturaleza posee el campo narrativo donde la autora coloca recuerdos y dolores y mucha, mucha literatura.
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